Manifestación por la oficialidad de la lengua asturiana, celebrada en Oviedo el pasado 21 de abril.
Si hubo un momento crucial en los tiempos recientes para la literatura asturiana —entendiendo como tal, siquiera a lo largo y ancho de este texto, la escrita en el idioma vernáculo de la comunidad autónoma del Principado de Asturias—, ése fue el mes de marzo de 2002. La editorial Debate, comandada por Constantino Bértolo, publicaba entonces Historia universal de Paniceiros, un libro de Xuan Bello que anunció, al otro lado de la Cordillera Cantábrica, la existencia de una lengua y una cultura que hasta aquella fecha apenas habían gozado de predicamento en el conjunto de España y cuyo alcance, en los confines que les eran propios, resultaba más bien reducido. La peripecia de aquella obra personalísima y difícilmente clasificable, por más que las promociones editoriales la adscribieran al género novelístico, sigue ilustrando bien el estado de la cuestión: el libro estaba compuesto por capítulos de extensión variable que, en muchos casos, habían visto la luz previamente en el semanario Les Noticies, y su traducción al castellano se conoció antes de que la edición en su idioma original, a cargo de Publicaciones Ámbitu, llegara a las librerías, cosa que ocurrió en mayo de 2004. En sus primeras páginas se leen unas palabras que componen, por sí mismas, un manifiesto existencial y una declaración de principios: «Escribo en una lengua, el asturiano, que muy pocos hablan, que muchos menos leen. Mi mayor ambición literaria es retratar la vida, como fue o como soñé que era, de un lugar que no tiene más de cuarenta habitantes. Vi morir un mundo y quiero dar noticia de él».
Pocas dudas hay de que la conservación de la lengua asturiana —descendiente directa del viejo dialecto asturleonés que surgió a instancias del latín y se extendió en sus mejores tiempos por la franja de la península ibérica que conforman las tierras de León, Zamora y Salamanca, junto a sus áreas limítrofes portuguesas— se debe, fundamentalmente, a su literatura. Afianzada en los primeros tiempos del Medievo, su declive empezó cuando Alfonso X El Sabio decidió dar en su corte de Toledo prioridad al romance castellano, lo que la fue confinando paulatinamente en zonas rurales y cada vez más alejadas de los grandes núcleos de población. De sus primeras creaciones anónimas, aquéllas que se iban transmitiendo de aldea en aldea y de generación en generación por vía oral, sólo quedan hoy huellas en antiguas canciones populares, y a buen seguro se habrían extraviado también si Eduardo Martínez Torner no las hubiera consignado a tiempo —es decir, a principios del siglo pasado— en su Cancionero musical de la lírica popular asturiana. Aunque se conservan documentos bien antiguos, como la Nodicia de Kesos —escrita en el año 959 en el pueblo leonés de Ardón, lo que la convierte en el escrito en lengua romance más antiguo de toda la península— y el Fuero de Avilés —según el cual Alfonso VI, en 1086, otorgaba a esa villa determinados privilegios económicos y políticos—, el primer texto literario data del siglo XVII y lleva la firma de Antón de Marirreguera. Se trata de un poema titulado Pleitu ente Uviéu y Mérida pola posesión de les cenices de Sant’Olalla, que glosa el traslado de las reliquias de Santa Eulalia («Sant’Olalla fó l’abeya / que de Mérida ensamó […]») desde la capital extremeña a la asturiana. La producción de Marirreguera —poemas de inspiración grecolatina como los dedicados a Dido y Eneas, Hero y Leandro o Píramo y Tisbe, obras teatrales como L’alcalde o textos dialogados que acabarían creando escuela— lo convierte por derecho propio en el primer autor de la literatura asturiana en un siglo, el del barroco, que depararía otra obra fundacional: el larguísimo poema El caballu, un romance de 330 versos firmado por Francisco Bernaldo de Quirós y Benavides.
La llegada de la Ilustración traería buenos vientos. En un tiempo en el que nacieron las grandes instituciones culturales del Reino —la Biblioteca Nacional o la Real Academia Española de la Lengua, por poner sólo dos ejemplos—, se alzaron voces que reclamaron atención y estudio para el idioma asturiano. La más importante fue la de Gaspar Melchor de Jovellanos, que abogó por la creación de una Academia Asturiana de las Buenas Letras y alertó de la necesidad de establecer una normativa común, un diccionario, una gramática y una ortografía que limpiaran, fijaran y dieran esplendor a la lengua de su tierra. «El dialecto asturiano que tratamos de recoger es la lengua viva de nuestro pueblo», escribió en una carta a Francisco de Paula Caveda y Solares en 1791, «todos le mamamos, por decirlo así, con nuestra primera leche; va pasando tradicionalmente de padres a hijos y se continúa de generación en generación. ¿Quién es el que no le habló en su primera edad? ¿Quién el que no le habla todos los días con el criado, el labrador, el menestral? ¿Quién, al fin, el que presente, no se complace en ejercitarle, y ausente de su patria, en recordarle y oírle?». Una hermana del ilustrado, Xosefa Xovellanos, se convertirá en la primera mujer que escribe en asturiano y hará públicos poemas como Preparativos pa la proclamación de Carlos IV n’Uviéu, Les esequies de Carlos III, Funciones de Xixón n’honor de Xovellanos o la carta que destinó a su propio hermano («¡Á Gasparón, qué ye aquesto? / ¿A dónde está el xuiciu tuyu? / ¿Yes tú aquel que en tu conceyu / fales siempre el más argutu / desponiendo carreteres / y confradíes de munchos, / para en todos los llugares / les muyeres filen muncho, / los hombres trabayen más / y la tierra dé más frutus?»).
Con todo, uno de los momentos más importantes para la literatura asturiana llegaría en el siglo siguiente. En 1839, Xosé Caveda y Nava publica su Colección de poesías en dialecto asturiano, un volumen en el que recupera creaciones de escritores pretéritos y en el que incluye también composiciones propias. El libro sirvió de acicate para alimentar vocaciones y propició la irrupción de nuevas firmas que darían continuidad a la escritura vernácula. Uno de los más seguidos fue el mierense Teodoro Cuesta, que era profesor de música en el hospicio de Oviedo, el actual hotel de la Reconquista, y escribió composiciones de tono popular que hicieron de él una estrella de su lugar y de su tiempo. A él cabe sumar a Xuan María Acebal, cuya obra supone el gran hito de la literatura asturiana del XIX, y, por supuesto, Enriqueta González Rubín. Fue ésta una contumaz agitadora cuya firma se hizo habitual en la prensa de la época, pero además es la responsable de la primera novela escrita en asturiano, Viaxe del tíu Pacho el Sordu a Uviedo, que se publicó en 1875 y se creyó irremediablemente perdida hasta que la buena fortuna quiso que, allá por 2008, se localizara un ejemplar en la villa de Llanes.
El siglo XX y el auge de los movimientos regionalistas calarían en una nueva generación que se iba a declarar heredera de los escritores del siglo anterior y en cuyo seno destacarían los nombres de Pepín de Pría, Pachín de Melás, Fabricio o Enrique García-Rendueles. Ellos son los principales responsables de la creación, en 1919, de una Real Academia Asturiana de las Artes y las Letras que nacerá de acuerdo con la voluntad dictada por Jovellanos dos siglos atrás pero que no llegará a dar ningún fruto. En esta época brillaría también una figura fundamental, hasta el punto de que se la considera la primera pluma verdaderamente moderna de la literatura autóctona. Se trata de Fernán Coronas, el padre Galo, un sacerdote natural de Cadavedo, muy cerca de Luarca, que viajó por España y por Europa y terminó sus días como párroco en su aldea natal y en la vecina Trevías. Fue la nostalgia que le invadió en las peripecias que le alejaron de su tierra la que inspiró sus versos («Quieru you cantar cantares, / nel idioma más harmosu desta costa d’esmeralda: / ya escribir lus mious pesares / cun vocables ya espresiones de la vieya fala xalda») y le motivó a redactar una gramática que nunca llegó a entrar en imprenta y preparar un diccionario para el que recogió cerca de 14.000 términos. ¿Hubiera tenido continuidad ese trabajo de haber prosperado los movimientos para conseguir durante la II República un Estatuto de Autonomía que otorgara razón de ser oficial a la lengua asturiana? Es posible que sí, pero el golpe militar del 18 de julio de 1936 impidió saberlo. De ahí que la muerte de Franco y los inicios de la Transición vieran nacer en Asturias un movimiento que se denominó Conceyu Bable y que perseguía el reconocimiento jurídico y legal del idioma vernáculo. El término bable —que iría adquiriendo un carácter peyorativo y se sustituiría finalmente por el de asturiano— presidió manifestaciones y proclamas, y al calor de esas reivindicaciones fue naciendo un fenómeno, el llamado Surdimientu, que optó por prestigiar la lengua a través de la cultura y, fundamentalmente, de su manifestación escrita. El escaso apoyo con el que contaron las lenguas territoriales durante la dictadura, la llegada a Asturias de fuertes olas migratorias provenientes de otras partes de España, el consiguiente desarrollo de los grandes núcleos urbanos en detrimento de las áreas de carácter más rural y la inexistencia de una burguesía que (a imitación de lo que sucedió en Euskadi o Cataluña) viera en el idioma autóctono un signo de reconocimiento, habían provocado que, a aquellas alturas, el asturiano se hubiese reducido hasta expresiones mínimas. Aunque el Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias, aprobado en 1983, reconocía el asturiano como una de las lenguas existentes en la comunidad —sin otorgarle rango oficial— y se creó al fin una Academia de la Llingua que, esta vez sí, siguió las instrucciones de Jovellanos y se ocupó de normativizar adecuadamente el idioma —dotándolo de un diccionario, una ortografía y una gramática—, fue la literatura la que apareció para reverdecer esas palabras viejas de las que hablaba el padre Galo y enhebrar con ellas textos que paulatinamente fueron ganándose el reconocimiento que merecía su factura.
Existe una antología bilingüe, Toma de tierra (Trea, 2010), que da buena cuenta de las dimensiones y el alcance de ese rescate. La elaboró José Luis Argüelles en formato bilingüe —cada poema adjunta su correspondiente traducción al español— y recorre treinta años en una selección que compendia lo que se ha venido conociendo como las tres generaciones del mencionado Surdimientu. La primera —en la que sobresalen nombres como Pablo Ardisana, Manuel Asur, Nel Amaro, Xosé Manuel Bolado o Xuan Xosé Sánchez Vicente— se hizo fuerte en los últimos compases de la década de los setenta y se fue afianzando en los ochenta. La segunda levantó enseguida vuelo literario y deparó trayectorias tan solventes como las de Berta Piñán, Antón García, Esther Prieto, Xuan Bello, Lourdes Álvarez, Xosé Antonio García, Marta Mori o Pablo Antón Marín Estrada. En la tercera destacaron Héctor Pérez Iglesias, Vanessa Gutiérrez o Pablo Texón. Y aunque hoy se debata si existe una nueva generación del Surdimientu o lo que hay merece llevar ya otro nombre, los versos asturianos siguen gozando de buena salud en firmas como las de Diego Solís, Raquel F. Menéndez o Andrés Treceño, uno de los miembros más activos del colectivo Fame Poétika, cuyos integrantes combinan con naturalidad el asturiano y el castellano en sus creaciones.
También la novela, más reacia a despegar, fue poco a poco ganando en pulso y ambición. Se exploraron géneros que iban desde el puro negro (La muerte amiya de nueche, de Xuan Xosé Sánchez Vicente) hasta el realismo sucio (Los párpagos de Buda, de Santi Fernández Ochoa) y se fue afianzando una narrativa en la que descollaron Antón García (El viaxe, Díes de muncho, la reciente Crónica de la lluz y la solombra), Milio Rodríguez Cueto (Véndese pisu, L’últimu volador, Románticu), Pablo Antón Marín Estrada (La ciudá encarnada, La boca puerca, Mientres cai la nueche) o Xandru Fernández (El suañu de los páxaros de sable, Les ruines, La banda sonora del paraísu, El príncipe derviche). Mención aparte merece María Xosefa Canellada, autora de la que se considera la primera novela juvenil en asturiano, Montesín, y de la nouvelle Malia, Mariantia y yo. Se conocieron algunos éxitos de ventas, como el Histories d’un seductor (memories d’un babayu) de Miguel Rojo o la Carretera ensin barru de Naciu Varillas. También, de vez en cuando, algunas traducciones. El propio Xuan Bello, tras su Historia universal de Paniceiros, vio cómo Debate lanzaba al año siguiente Los cuarteles de la memoria. Ambas obras, revisadas y ampliadas, fueron publicadas en 2004 por Random House en el volumen Paniceiros. Pablo Antón Marín Estrada alumbró El amor de La Habana (Debate, 2003), Ramón Lluís Bande dio a imprenta Las habitaciones vacías (Caballo de Troya, 2010), Xandru Fernández se hizo conocer más allá de las montañas con Las ruinas (Baile del Sol, 2015), Berta Piñán recopiló buena parte de sus poemas en una edición bilingüe titulada Noches de incendio (1985-2002) (Trea, 2005) y Miguel Rojo tradujo sus Historias de un seductor (memorias de un gilipollas) (Trabe, 2002). Por las mismas, se vertieron al asturiano obras indiscutibles de la literatura universal, como La Odisea (por Xosé Gago) o El Quijote (por Pablo Suárez García) y, aunque más lentamente, también fue afianzándose una escritura ensayística en la que fungieron Ramón d’Andrés (Llingua y xuiciu: Sobre delles cuestiones básiques del debate llingüísticu n’Asturies), Beatriz R. Viado (Yá cuasi nunca lo facemos por amor. Conciencies mercenaries) o Vanessa Gutiérrez (El paisaxe nuestru).
La literatura asturiana, así, se impulsó desde un pasado digno, aunque no muy prolífico, para encontrar su consolidación en el presente, y paradójicamente han venido siendo las mismas administraciones públicas que se han mostrado reacias a reconocer su carácter oficial las encargadas de abrir cauces para su desarrollo. El Ayuntamiento de Mieres convoca desde la década de los noventa del siglo pasado un premio de poesía, el Teodoro Cuesta, que se convirtió pronto en el gran escaparate de la segunda generación del Surdimientu y por cuyo palmarés continúan alternándose autores conocidos y figuras emergentes. El Gobierno del Principado lanza anualmente galardones destinados a la novela (el Xosefa Xovellanos), la poesía (el Xuan María Acebal), el ensayo (el Fuertes Acevedo), la literatura infantil y juvenil (el María Xosefa Canellada) y el cómic (el Alfonso Iglesias) que van insuflando fuerzas a un fenómeno que se resiste a languidecer. Sin embargo, sigue habiendo una asignatura pendiente en el ámbito legislativo, por más que en 1998, en una de las dos ocasiones en las que Asturias contó con un gobierno de derechas, se sancionara una Ley de Uso y Promoción del idioma que se ha aplicado de manera insuficiente y asimétrica. El pasado 21 de abril se celebró en Oviedo una manifestación multitudinaria que reclamó la cooficialidad para el asturiano y el gallego-asturiano —el idioma propio de la comarca comprendida entre los ríos Eo y Navia, respaldado asimismo por una literatura que cuenta con nombres como los de Manuel Galano, Aurora García Rivas, Xavier Frías Conde, Cristóbal Ruitiña o Moncho Martínez Castro—. En la marcha, una niña portaba una pancarta con unas palabras de Xuan Bello que vendrían a completar aquel aserto desprendido de los primeros párrafos de su Historia universal de Paniceiros: «Podremos ser felices nun siendo, pero escoyemos ser.»
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