Entre Vigo y Santiago, a ver al Apóstol: viejo ritual. De chico, cuando vivíamos en Edimburgo, pasaba los veranos con mi abuelo Xurxo, que todos los años me llevaba a Compostela para que cumpliese los ritos del buen peregrino, como también él los cumpliera “cuando abolidas fueron las carrozas / de los reyes y al auto subió el Papa” (Rafael Alberti, Cal y canto, 1929). Iniciábamos el ceremonial con un desayuno generoso en el Hostal y seguíamos con un admirativo examen de los cuatro lados del Obradoiro —Hostal, Pazo de Raxoi, Universidad y Catedral— para subir a continuación la escalinata hasta el Pórtico de la Gloria y repasar allí, con rendida admiración también, los instrumentos de los sonrientes ángeles músicos. Venían a continuación, y por este orden, O Santo dos Croques, el agua bendita, una visita a la cripta, el abrazo al Apóstol y, por último, la misa con el espeluznante milagro del Botafumeiro. Me río recordando al buen don Xurxo, gran ateo, empeñado en que o seu neto inglés no olvidara nunca su lado gallego. Es decir, español.
Pasan los arbolitos a través de las ventanillas del tren y algunas divagaciones literarias por las circunvoluciones de mi cerebro: desde que me embarqué en Zenda invierto los ratos libres en discurrir temas para mis colaboraciones, temas estrictamente literarios, como se me pidió: uno es muy obediente. Al otro lado del vagón, un chiquillo feo como un dolor se hurga las narices. Porco!, grita la madre de manera muy gráfica en gallego. Y de manera muy literaria, me digo, mientras me pregunto por qué la literatura española, que no necesariamente en español, es tan berroqueña, lo que de modo convencional viene a llamarse “realista”. Con esto de “realista” se pretende expresar que carece de los contenidos fantásticos, mágicos, desmelenados o, simplemente, sobrenaturales tan frecuentes en otras literaturas europeas. Me respondo que no lo sé. Y también que no soy el primero en preguntárselo.
Mientras siguen pasando arbolitos me viene a la memoria la imagen de Fernando Rodriguez Lafuente, director del suplemento cultural de ABC y profesor de la Complu, a quien, a propósito de esto, oí decir en cierta ocasión que no es que esos contenidos no existan, sino que no han recibido atención crítica y que por eso no se habrían prodigado. La idea, si sugestiva, es a la vez discutible, dicho sea con el máximo respeto. Y es que ejemplos no faltan, pero si no se prodigaron fue porque no se prodigaron, no porque la crítica los ignorara. Ya la literatura medieval carece de elementos maravillosos, lo cual es sorprendente dado lo pegada que está en fórmulas y géneros a la tradición francesa, por un lado, y a la oriental, por otro. Sin la gesta francesa es inconcebible el Cantar del Cid, que mira que es berroqueño, y sin los cuentos orientales es difícil imaginar de donde sacaría el Arcipreste el modelo para su loco y no menos berroqueño Libro del buen amor. Quizá el cristianismo cubriese el hueco de lo sobrenatural, me digo a mí mismo, con historias sobre milagros de la Virgen y los santos del cielo. La mágica aparición del mayor de los hijos de Zebedeo en la batalla de Clavijo, por ejemplo, es muestra pintiparada. Se trata de una afortunada leyenda del siglo XIII que idealiza hasta el delirio sucesos de tres o cuatrocientos años atrás y que, hasta bien entrados los años setenta del siglo XX, se narraba a los jóvenes párvulos de los colegios españoles en las clases de Historia. Ojo al dato: se exponía un suceso maravilloso, fantástico y sobrenatural ¡en las clases de Historia! Eso sólo puede suceder en España. En la baja Edad Media hispana, el cristianismo proporcionó la ideología necesaria para vertebrar la lucha contra el musulmán, poca broma, una lucha de la que terminaría emergiendo esta España nuestra, aún hoy alunada, salvaje y ensimismada. Es plausible, pues, que el cristianismo copase toda la transcendencia que la gente pudiera buscar en la narrativa y de este modo desplazase la de carácter profano. Nigel Stork, fino estructuralista bastante capullo, que se marchó en los ochenta a Boston a dar por saco a Chomsky, siempre decía que si los españoles son tan dados a la cosa concreta se debe a que las fantasías las entierran en el confesionario.
Hace bien poco, el romanticismo emprendió sonadas excursiones más o menos profanas por el territorio sobrenatural, pero la aventura no prosperó. O sí, pero lo dejaremos para otro día. Quedémonos, de momento, con la idea de que autores conocidos como Zorrilla, Espronceda o, sobre todo, Bécquer, y menos conocidos como Manuel Fernández y González, transitaron por lo fantástico inspirándose en temáticas anglosajonas y francesas transplantadas a ambientes españoles. Sólo Bécquer, a mi juicio, levantó en sus Leyendas algunas obras maestras plenamente vigentes, como El monte de las Ánimas, Maese Pérez o El miserere, que brillan con luz propia, pero aisladas en el rico océano del “realismo” reinante. Y eso que el monte de las Ánimas es el topónimo de un lugar bien concreto que, registrado por el Instituto Geográfico, existe real y verdaderamente más allá del ensueño en el mismo lugar donde Bécquer lo sitúa en su relato.
Por la ventanilla del tren desfila Galicia. Leiras ubérrimas en las que se apiñan grelos, coles y tomateras; bosques apretados de eucaliptos y algún carballo perdido en las alturas, entre castaños y brezos; prados de un verde que hiere, con caballones y vaquiñas. El verano engaña. En invierno esto es lúgubre y generó consejas de aparecidos, como la de la Santa Compaña o la del santuario de San Andrés de Teixido, cerca de Cedeira, en La Coruña, un sitio remoto al que hay que peregrinar una vez en la vida porque allí “vai de morto quen non foi de vivo”. Fernández-Flórez inmortalizó ambas historias en El bosque animado, bonito e imaginativo relato fantástico de 1943 en el que los topos, los ratones y los árboles de la coruñesa fraga de Cecebre hablan entre ellos y sienten como seres humanos. Novela extraña, muy personal e íntima, resulta difícil de encasillar genéricamente. Es como la descripción de un largo sueño, y el único equivalente que se me ocurre es Le Petit Prince, de Saint-Exupéry, que curiosamente se publicó el mismo año. Dos obras melancólicas, casi amargas, pero atravesadas por una asombrosa lucidez poética. Uno, en su locura, las tiene por ejercicios psicoanalíticos de unos autores que, huyendo de la depresión, se sentaron a dar forma literaria a sus fantasmas particulares en vez de ir al psiquiatra. Algo parecido haría un año después Dámaso Alonso en Hijos de la ira (1944). O, en otro orden de cosas, los británicos Roald Dahl y J.G. Ballard, o el norteamericano Kurt Vonnegut, que después de la Segunda Guerra Mundial transformaron el recuerdo de sus traumáticas experiencias en inquietantes universos oníricos. Los dieciséis años que van de 1929 a 1945 fueron en todo el mundo inciertos y de una dureza inimaginable.
Llegamos a Santiago y desde la estación subo al Obradoiro. Una vez más, el magnifico equilibrio que mantienen los distintos espacios de esta disparatada ensoñación me sobrecoge. En lo más alto del Pazo de Raxoi, el apóstol Santiago cabalga espídico alanceando moros. Y me digo que, en realidad, la fantasía es la propia creación. Toda Literatura es, por su propia naturaleza, fantástica. De manera especial en España, de donde salió al mundo don Quijote con objeto de alancear endriagos, que no Santiago con el de escabechar moros. Con don Quijote iba Sancho, el sensato, que quizá sea la figura más transcendental de la cultura española. “No son gigantes, sino molinos de viento”.
Lástima que lo tengamos por tonto.
Fotos: Manuel Candal y Eduardo Roberto Oliveira
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