Cuando alguien me pregunta cómo empecé a escribir o si he tenido esta vocación toda la vida, siempre respondo con la anécdota que me sucedió a los ocho años y que recuerdo muy vagamente: era una tarde de verano, me enfadé a causa de alguna injusticia resuelta a lo salomónico por los adultos y, sintiéndome incomprendida y silenciada, agarré una libreta y un bolígrafo, me escapé de casa hasta la acera de enfrente y me dispuse a escribir un libro. Desde entonces, escribir ha supuesto para mí la mejor terapia posible, la válvula de escape más eficaz para expresar mis sentimientos. Como lo he hecho toda la vida y sé lo beneficioso que es, nunca he necesitado drogas, comida, bebida o religión para ayudarme a superar algo. Sí en cambio a alguien que me escuche, que me lea.
Lo mismo le debe de haber pasado a millones de personas, pues la escritura como terapia se utiliza desde tiempos inmemoriales, aunque solo empezó a adquirir atención científica a finales de los años sesenta del siglo pasado. También se conocen los beneficios del dibujo como terapia, que es una técnica muy recomendable para ayudar a los niños a expresar sus emociones sobre todo en las primeras etapas de la infancia cuando carecen del vocabulario necesario para verbalizarlas.
La escritura, el dibujo y la pintura son formas de terapia expresiva, pero no es fácil para todo el mundo curarse o superar un trance a través del proceso creativo. Para vencer los avatares de la vida también necesitamos recibir, no solo dar; es decir: alimentarnos de las historias de otros que hayan pasado por algo parecido, sentirnos identificados con personajes ajenos a nuestras vidas y observar cómo han resuelto ellos sus conflictos. Leer es más rápido y fácil que escribir —¡aunque hay quien asegura que se le da mejor escribir que leer!— y por eso la terapia a través de la lectura es un método al alcance de cualquiera, además de barato y sin efectos secundarios.
El uso de los libros con fines terapéuticos se extendió notablemente durante las dos guerras mundiales para tratar los síntomas y enfermedades postraumáticos de los soldados que regresaban a casa, pues se vio que era un método efectivo y de bajo coste. Desde entonces no ha hecho más que crecer y lo implementan prácticamente todas las profesiones de ayuda. La relación entre la empatía y la literatura es algo que quedó establecido en un estudio de hace un par de años llevado a cabo por investigadores de The New School de Nueva York, que se publicó en la revista científica Science y que dio muchas vueltas en las redes sociales: la ficción literaria mejora la capacidad del lector para comprender los pensamientos y sentimientos ajenos. Esto no es sorprendente, pues ¿qué es lo que hacemos cuando leemos si no es ponernos en la piel de otros y vivir lo que ellos viven? Eso es la empatía. Los psicólogos de ese estudio, sin embargo, hicieron hincapié en que la literatura popular o de entretenimiento (los típicos bestsellers) y la no ficción no tenían repercusión alguna en el barómetro de la empatía. Parece ser que nuevos estudios están refutando esta variante, pues algunos investigadores aseguran que los videojuegos, la televisión, el cine, y cualquier medio que cuente una historia puede contribuir al aprendizaje de empatía.
Sin embargo, la biblioterapia es un método muy antiguo que ahora está empezando a alcanzar la popularidad del mindfulness o el más reciente colorear para adultos. Contribuirán a eso más estudios que sin duda continuarán confirmando que la literatura enseña empatía también a los niños, como otro famoso estudio publicado en el Journal of Applied Social Psychology demostró que la lectura de la saga de Harry Potter en el Reino Unido e Italia mejoraba las actitudes de los jóvenes lectores hacia grupos estigmatizados como homosexuales, refugiados e inmigrantes. Tampoco es de extrañar que se remonte a la Grecia antigua. En efecto, como explica Zipora Schechtman en Treating Child and Adolescent Aggression Through Bibliotherapy, los primeros bibliotecarios de Grecia ya recomendaban libros como cura para el alma. El término «biblioterapia» se utilizó por primera vez (en inglés) en 1916 por Samuel McChord Crothes en su ensayo A Litery Clinic, que lo describió como «la técnica de recetar libros a los pacientes que necesitan ayuda para comprender sus problemas».
Las dos biblioterapeutas más famosas de hoy son Susan Elderkin y Ella Berthout de The School of Life de Londres, gracias al éxito de ventas de su libro The Novel Cure: An A – Z of Literary Remedies, que ya han escrito el equivalente para niños, a publicarse en octubre: The Story Cure: and A – Z of Books to Keep Kids Happy, Healthy and Wise. En Melbourne, donde también tiene sede la misma escuela, otra biblioterapeuta, Sonya Tsakalakis, afirma que el método es holístico: «Normalmente es un reto en la vida lo que atrae a la gente a la biblioterapia. Puede ser la crisis de la mediana edad, un cambio de carrera o simplemente indecisión literaria. Por lo general se sienten sin inspiración y necesitan ayuda sobre la dirección a tomar». Además, es muy fácil, claro: lees un libro y automáticamente tu vida se vuelve más rica y emocionante.
No solo eso; según otro estudio, de la Universidad de Sussex, leer literatura es un método más efectivo para reducir el estrés que escuchar música, dar un paseo o tomarse una taza de té. Los psicólogos creen que la concentración que se necesita para leer supone una distracción para la mente que a su vez relaja la tensión en los músculos y el corazón.
He aquí pues una excelente noticia para los que se dedican a las letras y para hacer callar por una vez a los derrotistas que se quejan de que ya nadie lee. ¿Quién no ha regalado alguna vez un libro a alguien que no se encontraba en su mejor momento con la esperanza de que el libro lo animara o distrajera un poco? Yo lo he hecho varias veces. En una ocasión regalé Sin noticias de Gurb de Eduardo Mendoza, sencillamente porque a mí me hizo reír mucho en una época en la que me sentía algo desorientada.
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