Fotos: María de los Llanos Carrillos
Antes de seguir, lector, debe comprender que esta reseña no pretende ser objetiva. Con Cohen, no. Difícil es hacerlo con la obra de quien, no lo considere una exageración, me ha salvado la vida; complejo hacerlo sobre las notas, poemas y últimas ilustraciones de alguien que me acompañará de un modo incondicional hasta el final de mis días, dentro de mí, como tinta bajo la piel.
Ese fuego sutil, esa llama de gruta que recuerda a los primeros hombres, íntima, casi inexistente, pero que titila demostrando que está allí, que sobrevive, pese a todo, alimentándose de todos, alimentándose de todo. Ese olor a hogar extraño, a incienso de sepulcro, el sabor de lo sagrado. Es lo que se extrae de La llama (Salamandra, 2018), el testamento literario del viejo bardo, de Leonard Cohen.
El libro póstumo, con traducción de su amigo querido Alberto Manzano, sienta al lector una vez más ante el universo creativo del cantautor de Montreal: la religión, el cuerpo de la mujer como territorio santificado, la música, su amor/odio hacia América, la vejez y la muerte —en esta ocasión de un modo acentuado— y la autodefinición de falsario en este mundo que le ha encumbrado por su canto, pese a que la “coartada de su voz” debería ser depuesta, se sitúan como hilo argumental de este libro.
La llama incluye unos sesenta poemas, las letras de sus tres últimos discos y las canciones que escribió para Blue Alert, de Anjani, algunos de sus últimos emails, una amplia selección de textos de su cuaderno de notas y el discurso con el que agradeció la obtención del Premio Príncipe de Asturias el 21 de octubre de 2011: “La poesía viene de un lugar que nadie domina y que nadie puede conquistar”, improvisó Cohen ante el auditorio español, aunque en su interior el canadiense debía de saber que no solo dominaba ese territorio ajeno, sino que había caminado entre sus rutas con absoluta presteza, con la maestría exacta de los artesanos que, incluso ciegos, podrían continuar con su labor minuciosa hasta el final de sus vidas. Es imposible que no fuese consciente. O quizá es que aquellos que han rozado eso que hay más allá de la excelencia no lo advierten. Quién sabe.
El sentimiento de que el don no era merecido por él lo demuestra en alguno de los textos de La llama, como en este breve poema de tres versos titulado MI CARRERA:
Tan poco que decir
Tan urgente
decirlo
O en el bello homenaje que dedica al maestro Enrique Morente, en pago de una deuda adquirida con el granadino, que tan bien «tradujo» al lenguaje flamenco su Hallelujah junto con Lagartija Nick en 1996: “Cuando escucho a Morente / Mi vida se vuelve demasiado superficial / (…) / Sé que he traicionado / La solemne promesa / La solemne promesa que justificaba / Todas mis traiciones / Cuando escucho a Morente / La coartada de mi garganta es rechazada”.
La edición española del libro está salpicada por autorretratos del propio Leonard. El poeta se ve anciano y reconoce todas las arrugas de su rostro de monje octogenario. Se trata de una oportunidad de profundizar en su faceta pictórica, que ya se había visto con anterioridad en los libretos de algunos de sus discos, y a la vez de seguir indagando en las preguntas que el canadiense se hacía de un modo continuo. Y es que casi todos los retratos publicados en La llama contienen versos sueltos, reflexiones o interrogantes que casi se confirman como nuevos poemas: “Nosotros no bendecimos / transmitimos / las bendiciones”, escribe en el que ocupa una de las primeras páginas del libro.
Para Leonard Cohen la música y la creación son, sin duda, un don divino, algo que viene dado al hombre, un regalo inmerecido y de lo que se es mero transmisor. Tal vez como un pájaro en el cable, que transmite un canto natural y espontáneo que nace en algún lugar ignoto. Tal vez como un RUISEÑOR:
Construí una casa junto al bosque
Para oírte cantar
Y estuvo bien, fue dulce
El amor acababa de empezar
Adiós mi ruiseñor
Te encontré hace tiempo
Pero ahora fallan todas tus bellas canciones
El bosque te rodea
El sol desciende tras un velo
Ahora es cuando me llamarías
Descansa en paz mi ruiseñor
Bajo tu rama de acebo
Adiós mi ruiseñor
Sólo vivía para estar junto a ti
Por más que sigas cantando en algún lugar
Ya no puedo oírte.
Sorprende ver cómo algunas de las composiciones del libro cumplen, en 2018, más de 25 años. Cohen fecha poemas en 1993 y en otros años de la década de los noventa. ¿Por qué, sin embargo, no los había entregado a la imprenta hasta este último libro, en el que trabajó los meses anteriores a su muerte? Para él, recuerda su hijo Adam en el prólogo del libro, “la escritura era su único consuelo, su verdadero propósito” y La llama contiene los últimos esfuerzos de su padre como poeta. Y por eso es fácil imaginarle trabajando durante años sus versos, pulir cada mensaje, convertirlo en salmo digno de una nueva biblia profana.
Este libro es —ya advertí que no sería objetivo— la última ofrenda del ser más cercano a lo sagrado que los ojos del siglo XX y XXI vayan a ver, una pauta de vida, la columna de la Gorgona que sostiene la cisterna de Estambul, la llave irremplazable que da cuerda a los latidos del corazón. Este libro es, sin duda, el último regalo de un ser excepcional que ya es eterno. Leonard Norman Cohen, gracias. Descansa en paz.
LA RESACA
Salí una noche
Con la marea baja
Había señales en el cielo
Pero no sabía
Que me iba a arrastrar
La resaca
Para abandonarme en una playa
A la que el mar detesta acudir
Con una criatura en los brazos
Y un escalofrío en el alma
Y mi corazón en forma
De platillo para limosnas
EN RARAS OCASIONES
En raras ocasiones
se me concedió el poder
de enviar oleadas de emoción
al mundo.
Fueron sucesos impersonales,
sobre los que no tenía ningún control.
Subí al escenario al aire libre
mientras se ponía el sol
tras la Torre de Toledo
y hasta la medianoche
la gente no me dejó marchar.
Todos,
público y músicos,
disueltos en gratitud.
No había más que
una oscuridad sembrada de estrellas,
el olor del heno recién cortado,
y la mano de un viento acariciando
cada una de nuestras frentes.
Ni siquiera recuerdo la música.
Se oyó un susurro unánime
que yo no supe entender.
Cuando bajé del escenario
le pregunté al promotor
qué decía la gente.
Me dijo que estaban coreando:
to-re-ro, to-re-ro
Una joven me llevó de vuelta al hotel,
la flor y nata de la raza.
Todas las ventanillas estaban bajadas.
Fue un paseo sin error.
No sentía la carretera
ni la atracción de nuestro destino.
No hablamos
y ni siquiera se planteó
la cuestión de que ella entrara en el vestíbulo,
o subiera a mi habitación.
Hace poco
recordé aquel pasado de antaño,
y desde entonces,
necesito sentirme ingrávido
Pero nunca lo consigo.
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Autor: Leonard Cohen. Título: La llama. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon
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