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La llamada de… Arnaldur Indriðason

La llamada de… Arnaldur Indriðason

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más complejo: la literatura.

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Tener un padre escritor puede ser el mejor camino para elegir otra profesión. Arnaldur Indriðason se pasó la infancia escuchando los chasquidos tipográficos emitidos por la máquina de escribir de su progenitor, Indriði G. Þorsteinsson, autor de corte literario muy aplaudido por la crítica nacional, y cuando alcanzó la adolescencia se hizo una promesa a sí mismo: no dedicarse a la literatura bajo ningún concepto. Atravesaba esa etapa en la que todo hijo quiere hacer justo lo contrario que sus mayores, así que se matriculó en Historia y, a poco de terminar la carrera, entró a trabajar en el periódico Morgunblaðið. Pero, ya fuera porque superó la edad del pavo, ya porque los chasquidos de aquella vieja máquina de escribir seguían retumbando en su inconsciente, a la edad de 34 años sintió la llamada y, rescatando un argumento que le rondaba la cabeza desde hacía algún tiempo, escribió Inocencia robada, novela con la que, cuidado con esto, inauguró todo un género en la literatura islandesa: el policiaco.

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No todos los escritores sienten la llamada durante la primera juventud. Raymond Chandler, por ejemplo, trabajó como ejecutivo en una compañía petrolera hasta los 44 años, edad en que se fue al paro por culpa de la Gran Depresión y en que, por aquello de probar suerte, envió un primer relato a una revista pulp. Algo más de un lustro después, alcanzados los 51 años, publicó su primera novela negra, El sueño eterno, y el resto es ya historia de la literatura. Por su parte, Charles Bukowski abandonó su trabajo en la oficina de correos al alcanzar la cincuentena y fue entonces cuando escribió una novela, Cartero, que le abrió las puertas del malditismo, del alcohol y de la posteridad. De igual modo, Giuseppe Tomasi di Lampedusa no se interesó por la creación literaria hasta que un día, habiendo alcanzado los 58, asistió a la entrega del premio Strega a su amigo Eugenio Montale y quedó tan fascinado con las fanfarrias del mundo editorial que decidió probar suerte con una novela: El Gatopardo. ¿Más autores tardíos?: Miguel de Cervantes (La Galatea, 38 años), Joan Samson (El subastador¸ 39), J. R. R. Tolkien (El hobbit, 45), Luis Landero (Juegos de la edad tardía, 50 años), Penelope Fitzgerald (El niño de oro, 61 años), Laura Ingalls (La casa de la pradera, 65 años), Frank McCourt (Las cenizas de Angela, 66 años) y, entre muchos más, Toyo Shibata, japonesa de 98 años, a quien su hijo sugirió que matara el aburrimiento escribiendo algo y que ya ha vendido más de dos millones de ejemplares de sus poemarios.

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En el orden de los premiados con el Nobel de Literatura destacan dos nombres: Toni Morrison, que no publicó su primer libro, Ojos azules, hasta los 39 años, principalmente porque su trabajo como profesora y sus atribuciones como madre le robaban demasiado tiempo, y José Saramago, que quedó tan frustrado con el fracaso del primer libro que publicó a los veinticinco años que no volvió a probar suerte hasta los 58, momento en que sacó aquella Levantado del suelo que cambió la literatura portuguesa para siempre. Y un caso curioso es el de Gonçalo M. Tavares —de quien Saramago vaticinó que algún día recibirá el Nobel—, que se autoimpuso no publicar nada hasta haber alcanzado la suficiente madurez como para administrar el éxito o el fracaso con tranquilidad. Tavares fijó ese momento vital en los 31 años, y hasta que superó esa edad se dedicó a acumular manuscritos en los cajones de su escritorio. Cuando al fin los sacó a la luz, el mundo descubrió a un escritor sensacional.

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Por cierto, el padre de Arnaldur Indriðason tuvo tiempo de leer cuatro libros de su hijo. Indriði G. Þorsteinsson era un autor de novela literaria (sic) y, de algún modo, a su vástago le preocupaba que se avergonzara de su dedicación a un género tan mal considerado en algunos círculos como puede ser el policiaco. Sin embargo, el hombre que lo engendró no solo no reprobó su labor, sino que la aplaudió. De hecho, poco antes de fallecer, leyó su cuarto título, Las marismas, y le dijo que se trataba de su mejor libro. Luego murió, y hoy su máquina de escribir solo retumba en la cabeza de su hijo.

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La última novela de Arnaldur Indriðason es El rey y el relojero (RBA).

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