Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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La carrera de David Uclés tiene tres momentos fundacionales vinculados no directamente con la escritura, sino con su hermana mayor: la lectura. El primero nos remite a las siestas de verano, cuando su familia dormitaba por los rincones de la casa y él no sabía qué hacer. El calor jienense imposibilitaba salir a la calle, no había amigos con los que jugar en la plaza mayor, en la televisión no echaban nada de interés. Uclés tenía once años y todo le parecía aburrido. Hasta que un verano se instaló en casa su prima catalana y, ya en la primera siesta, sacó de su mochila un ejemplar de El Señor de los Anillos y se puso a leer. Se pasó tres horas en absoluto silencio, totalmente quieta en una esquina del sofá, la nariz pegada al libro y las piernas dobladas bajo la falda. La imagen de aquella niña absorta en la lectura fascinó al pequeño Uclés. Le fascinó tanto que, cuando hubo reunido el suficiente dinero, entró en la librería del pueblo, compró un ejemplar del clásico de J. R. R. Tolkien y, durante la siesta del día siguiente, entró en un mundo del que nunca más habría de salir.
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Han sido muchos los escritores que han robado horas al sueño para así poder leer. De hecho, se atribuye a Quevedo la invención del primer dispositivo de lectura nocturna: unas gafas con portavelas acoplados a la montura. Por su parte, ya durante la adolescencia, Stefan Zweig acostumbró a su cuerpo a dormir pocas horas para dedicar de este modo más tiempo al placer lector. Y, más cercana al presente, Sigrid Nunez pasó no pocas noches de su pubertad escondida en el lavabo con un ejemplar de Anna Karenina entre las manos.
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Pero el despertar como lector —y, por ende, como escritor— de David Uclés no se detuvo con El Señor de los Anillos. Porque, más o menos en aquella misma época, un profesor pidió a todos los alumnos que leyeran un fragmento de Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, y que dibujaran lo que dicha escena les sugiriera. Aquel día, mientras se adentraba en la novela más colorista de la literatura española del siglo XX, Uclés descubrió que las narraciones no están realmente compuestas de palabras, sino de algo mucho más interesante: imágenes. Y este hallazgo marcó para siempre su visión de la literatura.
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Y hay todavía un tercer libro que enderezó la carrera de Uclés. Lo descubrió siendo ya adulto, cuando decidió regresar a España tras algún tiempo viviendo en Alemania. Uno de sus mejores amigos quiso hacerle un regalo de despedida y, señalando la enorme biblioteca que tenía en casa, le dijo: “Coge el libro que quieras”. El futuro escritor estiró la mano y la apoyó sobre un tomo al azar. Resultó ser El nazi y el peluquero, de Edgar Hilsenrath, novela que cuenta el auge y caída del nazismo desde sus orígenes más remotos hasta la construcción del estado de Israel. Aquella ficción no solo deslumbró a Uclés por su calidad literaria, sino también por su capacidad para condensar la II Guerra Mundial en apenas unas páginas. Y le sorprendió tanto que existieran ficciones capaces de sintetizar épocas enteras que quiso encontrar una novela que explicara con idéntica nitidez nuestra Guerra Civil. La buscó con ahínco por librerías, por bibliotecas y hasta por mercadillos de segunda mano, y como no la encontró, se arremangó la camisa y se puso a escribirla él mismo. Quince años después publicó La península de las casas vacías (Siruela) y el resto, bueno, el resto ya lo conocen ustedes.
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Es hermoso pensar que un único libro puede modificar el destino de un ser humano. Jean Giono, por ejemplo, era un hombre de extracción humilde —padre zapatero, madre lavandera— al que el destino parecía haber dispuesto un futuro poco prometedor. Pero el 20 de diciembre de 1911 rompió su hucha y se plantó en una librería resuelto a comprar el libro más barato que encontrara. Fue una selección de poemas de Virgilio y, cuando Giono empezó a leerla, sintió que “el corazón le volaba” (sic). Podemos conformarnos con pensar que aquel día se convirtió en escritor, pero también podemos ir más allá y pensar que fue entonces cuando inició el camino que habría de llevarle a ser él mismo quien, con sus escritos, convirtiera a otros adolescentes en futuros escritores. Y así eternamente.
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