Imagen de portada: Iván Giménez
Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo todavía más complejo: la literatura.
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Javier Cercas se enamoró por primera vez a la edad de catorce años. En aquel entonces ya vivía en Girona y solo regresaba a su pueblo natal, Ibahernando, provincia de Cáceres, para pasar los veranos. Fue durante una de aquellas vacaciones cuando el amor irrumpió en su vida con la desmesura propia de las emociones en la adolescencia y, cuando llegó septiembre y tocó regresar a Cataluña, el muchacho sintió que el corazón literalmente se le rompía. De hecho, tan en serio (sic) se tomó el sufrimiento experimentado por la separación de su amada que una tarde entró en una librería y compró el libro más serio (sic) de cuantos aguardaban turno en la estantería. Se trataba de San Miguel Bueno, mártir, una nivola en la que Miguel de Unamuno cuenta los desvelos de un sacerdote que, pese a haber perdido la fe, decide seguir predicando para evitar que sus feligreses se aparten del recto camino. Cuando alcanzó la última página, Cercas sintió que aquel libro le había cambiado: le había alejado de la religión, pero acercado la narrativa. En aquel tiempo estudiaba en un colegio de curas, pero, hasta la aparición de Unamuno, jamás se había planteado si realmente creía en Dios. Y ahora, cuando al fin lo hacía, solo le tenía una respuesta: «Creo en la literatura».
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El abandono de la religión en pos de las letras no es algo tan infrecuente como parece. Miguel Hernández, por ejemplo, nació en un municipio, Orihuela, provincia de Alicante, definido por Gabriel Miró como «la ciudad de las treinta iglesias». Y si ese pueblo contaba con semejante cantidad de templos era porque, en tiempos de la Reconquista y a tenor del celo con el que la población defendió la cristiandad, el Papa concedió a sus habitantes la gracia de poder celebrar misa en todas y cada una de sus casas. Así pues, Miguel Hernández nació allá donde más refugios tenía Dios y, sin embargo, su anticlericalismo —que no ateísmo— fue uno de los más notables del siglo XX.
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Goethe tenía seis años cuando se produjo el Gran Terremoto de Lisboa (1755), el cual segó la vida de unas cien mil personas, y quedó tan impresionado por la magnitud del desastre que, según dejó escrito con posterioridad, se planteó por primera vez la existencia de ese dios protector y bondadoso del que tanto alardeaban los cristianos. Y todavía más: siendo niño, consiguió que su padre le pusiera un profesor de hebreo y, cuando descubrió que los pasajes de la Biblia podían ser interpretaciones de distintos modos, se sintió tan estafado por la religión oficial que decidió construir la suya propia.
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Cuando Simone de Beauvoir tenía quince años, su madre, católica ferviente, se sentó delante de ella y le anunció que había llegado el momento de desvelarle de dónde venían los niños. Su hija replicó rápidamente que ya sabía esas cosas y, respirando aliviada, su progenitora cogió la puerta y abandonó la habitación. Sin embargo, unos días después, y probablemente preocupada por el origen de aquellos conocimientos, volvió a entrar en el dormitorio de la adolescente y le preguntó si la religión continuaba ocupando un lugar importante en su vida, cuestión a la que la muchacha respondió que hacía tiempo que había perdido la fe. Su madre trató entonces de convencerla sobre la conveniencia de regresar al seno divino, pero, como la chica no dio su brazo a torcer, acabó escondiendo el rostro tras las manos, rompiendo a llorar y dejando caer un susurro: «Pobrecita mía».
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El que no consiguió escapar de la mirada atenta de Dios fue Søren Kierkegaard. Su padre había sido pastor en las lejanas y estériles montañas de Jutlandia occidental, y en cierta ocasión, harto de tanta penuria, alzó el puño al cielo, apretó los dientes y maldijo al Creador con todas sus fuerzas. Desde entonces, la familia Kierkegaard vivió con el temor de que el Todopoderoso hubiera maldecido su apellido y negado a sus descendientes la entrada en el Paraíso. Søren temió tanto esta posibilidad que dedicó su vida a la reconquista del corazón del Altísimo, levantando para tal efecto una obra de ambición desmedida en la que defendió que solo el sufrimiento y el sacrificio permite alcanzar el Reino de los Cielos. Igual, en realidad, que el de las Letras.
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Javier Cercas publicará El loco de Dios en Mongolia (Random House) en abril.
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