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La llamada de… John Langan

La llamada de… John Langan

Imagen de portada: Fiona Paton

Álvaro Colomer sigue empeñado en desvelar el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, indagar en los orígenes de su vocación, en el germen de su despertar al mundo de las letras, en el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más abstracto: la literatura.

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Tenía John Langan diez años cuando la profesora de literatura pidió a todos los alumnos que escribieran un cuento para Halloween. Langan andaba en aquel tiempo obsesionado con los nazgûl, jinetes negros a las órdenes de Sauron en la saga El Señor de los Anillos, y se inventó la historia de un niño que entraba en el cobertizo de casa y se encontraba un espectro de esos.

Al día siguiente, cuando la maestra vio que su cuento ocupaba cuatro folios, mientras que los del resto de niños apenas alcanzaban la cuartilla, le pidió que subiera a la tarima y lo leyera en voz alta. Langan abandonó nervioso el pupitre, arrastró los pies hasta la pizarra y se plantó ante sus compañeros. La voz le temblaba, las piernas le flaqueaban, el sudor le cubría la cara. Pero cuando alcanzó el punto final y levantó la mirada, el miedo mutó en alegría: la clase estaba sumida en un profundo silencio, los estudiantes le miraban ojipláticos y boquiabiertos, la profesora apretaba las manos como si estuviera rezando. John Langan había captado por primera vez en su vida la atención del público y esa sensación, la de tener a la gente en la palma de la mano, se adentró tanto en su alma que todavía hoy, cuando pone los dedos sobre el teclado, busca reproducir la satisfacción que sintió aquella víspera de Halloween en el colegio.

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La historia de la literatura está hecha por personas a quienes alguien prestó atención de pequeños. El mismo John Langan, por ejemplo, sonríe cuando recuerda aquella clase de literatura, pero todavía se emociona más cuando rememora el día en que un amigo de la familia, concretamente el padrino de su hermano pequeño, le preguntó qué quería ser de mayor. Cuando respondió que quería ser escritor y que ya había escrito algunos cuentos, el otro le miró fijamente, le puso una mano en el hombro y le dijo que, en tal caso, ahora le tocaba encontrar un editor. Y el hecho de que aquel adulto se tomara su aspiración en serio, de que no intentara reconducir su futuro hacia una profesión más práctica, de que no lo tratara como un niño y se preocupara de darle un consejo realmente útil, hizo que Langan lo amara profundamente.

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Los niños necesitan adultos que les apoyen. Nada más que eso, tampoco nada menos. Samuel Beckett —por cierto, uno de los tres autores preferidos de Langan, después de Stephen King y Charlotte Brontë— confiaba perdidamente en su padre, William Frank Beckett, y siempre que podía evocaba la mañana en las pedregosas playas de Sandycove (Dublín) en que su progenitor, ya metido en el agua, estiró los brazos hacia la roca sobre la que se erguía su hijo y le gritó: «Salta, confía en mí». Siendo anciano, Beckett continuaba recordando la escena y aseguraba que ninguna frase le influyó tanto en la vida como aquel «salta, confía en mí» en boca de su padre.

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La persona que más creyó en Shirley Jackson fue su marido, Stanley Edgar Hyman, a quien conoció en su época de estudiante. El chico estuvo siempre tan convencido del talento de su novia que abandonó su propia pretensión de ser novelista y se dedicó por entero al ensayo, convirtiéndose en uno de los críticos más importantes de Estados Unidos. Y más cerca de nosotros, tanto en el espacio como en el tiempo, tenemos los ejemplos de Mario Cuenca Sandoval y María Sánchez. El primero recibió el apoyo incondicional de una profesora de Lengua y Literatura, la también poeta Isabel Rodríguez Baquero, con quien todavía mantiene una enorme amistad y a quien agradece que le animara a perseguir su sueño. Y la segunda tuvo una profesora, de nombre Eva, que creyó tanto en su trabajo que se personó en la Feria del Libro de Córdoba para pedir a Elena Medel que leyera los poemas de su alumna más destacada.

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Desgraciadamente, los niños que quieren ser escritores también tienen que aprender a soportar los desprecios de quienes no creen en ellos. John Langan ganó los doce dólares con cincuenta centavos del concurso de relatos navideños de su instituto con un cuento sobre un niño cuyos juguetes cobraban vida y mataban al padre. Lógicamente, al progenitor de Langan aquel relato no le gustó y una tarde, mientras iban los dos en coche, le dijo que eso que él escribía, los cuentos de terror, eran una porquería con la que nunca se ganaría la vida. Una década después, estando ya en la universidad, una profesora a la que él admiraba profundamente reincidió en la idea al insinuarle que la literatura de terror no era auténtica literatura. Y después le recomendó encarecidamente que no perdiera más tiempo con historietas de fantasmas y monstruos, y que se dedicara por fin a algo serio.

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De cualquier modo, quienes suelen destrozar las aspiraciones artísticas de los niños no son sus profesores o amigos, sino sus propias madres. La de Balzac, Anne-Charlotte-Laure Sallambier, se quedó tan horrorizada durante la lectura de Clotilde de Lusignan, o la hermosa judía que le dijo a su otra hija, Laure, que Honoré había parido un bodrio. Tras leer Las palabras, la madre de Jean-Paul Sartre, Anne-Marie Schweitzer, cerró el libro, se quitó las gafas y dijo: «Poulou no ha comprendido nada de su infancia». Y cuando la de Arthur Schopenhauer, Johanna, se enteró de que su hijo había puesto a su último libro el título de Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, le miró fijamente a los ojos y le dijo que no iba a vender ni un ejemplar. Y es que, ay, ¿quién quiere críticos literarios teniendo madres…?

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La última compilación de relatos de John Langan se titula Bocadáver y otras autobiografías (La Biblioteca de Carfax).

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