Foto: José González
Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo todavía más complejo: la literatura.
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Tenía María Sánchez ocho años cuando localizó en la biblioteca familiar, por otra parte una biblioteca mayoritariamente dotada de los típicos ejemplares que regalaban en las cajas de ahorros o que retractilaban en los periódicos del domingo, un libro con el logotipo de una cabra en el lomo. La niña, que por aquel entonces ya hacía sus pinitos pastoreando el rebaño de cabras de su abuelo, quedó prendada tanto del emblema de la editorial Austral como de la cubierta rosada de aquel volumen en concreto, y lo cogió, se lo llevó al dormitorio y lo abrió en silencio. En su interior, dos obras de teatro, Bodas de sangre y Yerma, de un mismo autor: Federico García Lorca.
Aquel hombre quería proteger a su pequeña de los secretos de los adultos, pero no se dio cuenta de que, al poner aquel ejemplar fuera del alcance de las manos pero dentro del perímetro de la vista, lo único que estaba haciendo era convertir a su hija en poeta. Porque, a partir de aquel día, cada vez que María Sánchez pasaba por delante de la biblioteca, miraba hacia arriba y soñaba con crecer, no para conocer mundo, sino para llegar a aquel libro. Y es que así se forjan los escritores en este país: con el deseo de transgredir la norma y alcanzar a Lorca.
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El acceso a los libros prohibidos ha sido siempre una puerta de acceso a la literatura en mayúsculas. Recientemente, Sara Torres nos describió la sensación de estar infringiendo algo cuando, todavía preadolescente, abrió un ejemplar de El amargo don de la belleza, de Terenci Moix. Sabía que aquel libro contenía material incendiario y le daba tanta vergüenza que la vieran leyéndolo que nunca lo hacía en un lugar público. Aun así, en cierta ocasión un amigo de su padre la pilló con la nariz metida en aquellas páginas y, cuando le preguntó qué estaba leyendo, ella sintió un temblor en todo su cuerpo. Un temblor que, por supuesto, hoy trata de reproducir en sus propios libros.
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Ismael Kadaré, a quien perdimos hace unos meses y a quien ya echamos de menos, rememoró en cierta entrevista la ocasión en que cogió un libro de la biblioteca particular de su tío, concretamente un ejemplar de Macbeth, y se sentó en el suelo para leerlo de corrido. Esa misma noche, soñó que su ciudad natal, Gjirokastra, era un enorme castillo escocés y que sus vecinos, no siendo conscientes de ello y por tanto creyendo que vivían sus propias vidas, representaban un día tras otro la tragedia de Shakespeare. Al día siguiente, cómo no, Kadaré supo cuál sería de mayor su oficio.
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Al padre de Petrarca, como al de María Sánchez, no le hacía pizca de gracia que su hijo anduviera leyendo ciertos clásicos y, una tarde, cuando el chico no estaba en casa, le quemó la biblioteca, indultando no obstante dos títulos: uno de Cicerón que le pareció útil para el futuro como notario que deseaba para él, y otro de Virgilio que le pareció inofensivo. Hoy consideramos que Petrarca fundó eso que llamamos Renacimiento y que su obra consolidó el concepto de cultura europea, cosa que nos invita a pensar que en verdad basta con un par de títulos, por supuesto muy bien elegidos, para cambiar el mundo.
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El último poemario de María Sánchez es Fuego la sed (La Bella Varsovia).
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