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La llamada… de Miqui Otero

La llamada… de Miqui Otero

Foto de portada: Foto: Cecilia Duarte

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo todavía más complejo: la literatura.

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Miqui Otero sintió la llamada de la literatura precisamente a través de una llamada… aunque, en su caso, de teléfono. Al otro lado de la línea, una voz lejana, ignota, mínima: «Tú no me conoces, pero soy tu primo… el de América». Cuando les entraba la morriña, los parientes que abandonaron Galicia para labrarse una vida allende los mares cogían el teléfono y marcaban un número de su España querida. Sus voces sonaban a través de la línea como si fueran psicofonías que reclamaran no caer en el olvido, y sus tonos de voz, casi siempre melancólicos y añorantes, excitaban la imaginación del niño en ese momento al habla. Después, cuando sus padres colgaban el teléfono y volvía la calma a la casa, el pequeño Otero preguntaba por los emigrados de la familia y, como a veces le respondían que no molestara y se fuera a la cama, él se encerraba en su cuarto y se ponía a inventar sus vidas.

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A Miqui Otero le contaban la historia del tío abuelo que se fue a La Habana y trabajó en la sastrería El Sol, a la que acudían mafiosos de todo tipo, Frank Sinatra incluido, y él rellenaba con la imaginación los huecos libres de semejante relato. En otras ocasiones ponía su atención en el loco del pueblo, un hombre que regresó de Cuba con un tornillo suelto y que vestía su terno de lino blanco por los caminos enfangados de la montaña gallega, y Otero fantaseaba con el modo en que aquel compatriota debió de perder la chaveta. Y a veces ponía la oreja en el corrillo de viejas del pueblo y escuchaba los cuchicheos sobre el cabrero que se jugó medio rebaño a las cartas y que, como no se atrevió a volver a casa tras haber perdido la mano, se subió al primer barco que abandonó el puerto, uno que resultó zarpar rumbo a Nueva York, de donde el pastor retornó años después con acento italiano porque, según aseguraba, había trabajado en las atarazanas para Lucky Luciano, y Otero cerraba al instante los ojos y visualizaba en su mente a un grupo de estibadores descargando un cargamento de whisky y a unos gánsteres irrumpiendo en el muelle y robándoselo a punta de metralleta. De estas y otras historias se enteraba Otero cuando era niño, y gracias a ellas aprendió algo de suma importancia para su futuro como novelista: que la ficción, cuando no la mentira o la hipérbole, también es un mecanismo de defensa contra la pobreza y el sufrimiento.

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Las andanzas de los expatriados gallegos se transformaban en novelas en la mente de Miqui Otero, y tantos decorados, personajes y complementos les añadía con su imaginación que al final le ocurría lo que le pasa a muchos ancianos, y a otros no tan viejos: que confundía realidad y ficción. Por ejemplo: hasta hace poco, contaba a los periodistas que él aprendió a leer con unas tarjetas de lectoescritura creadas por un republicano que, tras la Guerra Civil, anduvo escondido en la aldea por miedo a que lo capturaran, pero que al final fue delatado por un vecino y fusilado en el paredón de la cárcel de Burgos. Aquel hombre, posible maestro de profesión, había creado un sistema de tarjetas, todas con dibujos y grafías de interpretación muy intuitiva, que facilitaba tremendamente el reconocimiento visual tanto del alfabeto como de sus combinaciones más simples, y como en casa de los Otero había un juego de esos, el escritor se recuerda a sí mismo estudiándolo a solas, de un modo autodidacta, durante su primera infancia. De ahí que en las entrevistas acostumbrara a contar que aprendió a leer gracias al empeño de un maqui que acabó ajusticiado en presidio, y de ahí también que un día su padre lo cogiera por banda y le pidiera que dejara de decir tonterías a los periodistas, porque, aunque era cierto que aprendió a leer con cierta premura y que en casa había un taco de aquellas tarjetas, él nunca aprendió a leer con aquel sistema, sino yendo al colegio como todo el mundo, transcribiendo mil veces el mimamamemima y, eso sí, hojeando algún que otro tebeo.

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A estas alturas de su vida, Miqui Otero no sabe —ni quiere saber— cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en sus propios recuerdos, y esto nos sirve para recalcar aquí una máxima de las buenas: que toda memoria es ficción. Y es que no hay nada menos fiable que un adulto rememorando su infancia, sobre todo si es escritor. Que ya dejó dicho Elias Canetti que ninguna forma mejor de destrozar la niñez hay que tratando de recordarla.

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El último libro de Miqui Otero es Orquesta (Alfaguara).

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