Álvaro Colomer sigue empeñado en desvelar el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, indagar en los orígenes de su vocación, en el germen de su despertar al mundo de las letras, en el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más poderoso: la literatura.
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Mónica Ojeda decidió hacerse escritora el día en que su madre descubrió un relato en el escritorio del ordenador familiar. Se trataba de un cuento de ciencia ficción protagonizado por una chica, Nixi Ling, que tenía poderes. Después de leerlo, la mujer miró a sus dos hijas por encima del monitor y preguntó: «¿De quién es?». Cuando Mónica levantó el dedo, la madre arrugó la nariz. No se creyó que aquella niña de trece años a quien no se le daban nada bien los estudios fuera la autora de un relato tan perfecto, y le ordenó que escribiera otro delante de ella. Aquel gesto de desconfianza enrabietó tanto a la preadolescente que ese mismo día, mientras ponía las manos sobre el teclado, decidió que de mayor sería escritora.
Mónica Ojeda dominaba ya en aquella época el arte de narrar porque su abuelo le había contado historias desde su más tierna infancia. El hombre le metía tanta alma a eso de rememorar sus propios recuerdos, así como a eso otro de recrear los cuentos ajenos, que sus nietas escuchaban con los ojos más abiertos que los de un gato ante los faros de un coche. A las niñas les encantaba el modo en que el anciano declamaba, la forma en que modulaba la voz y, sobre todo, la manera en que convertía su cuerpo en parte fundamental del relato. Por ejemplo, cuando aparecía una montaña en la historia, doblaba el espinazo, tocaba el suelo con las puntas de los dedos y retraía un poco las piernas. Y así era como, voilá!, se convertía él mismo en montaña.
Los abuelos han hecho más por la literatura que todos los editores juntos. De hecho, se podría trazar un recorrido por la historia de nuestras letras a través de ellos. En ese libro aparecerían, por supuesto, los de Gabriel García Márquez por parte de madre: el coronel Nicolás Márquez, Papalelo para su nieto, y Tranquilina Iguarán, Mina. El primero le contaba historias realistas, normalmente de carácter bélico, y la segunda cuentos folklóricos, casi siempre un tanto fantásticos. Y no sería absurdo deducir que de esa mezcla salió, por qué no, el realismo mágico.
En Empeñados en ser felices (Aguilar), Miguel Munárriz homenajea a otro abuelo materno a quien conviene tener en cuenta: el del escritor argentino Daniel Moyano. Era de origen italiano y tenía la vista cansada, así que cierta noche de invierno, después de haber cocido pan en el horno y de haber puesto las brasas sobrantes en el centro del dormitorio, su nieto empezó a leerle el Quijote. Cuando terminó el primer capítulo, el abuelo se encogió de hombros y dijo «sí, bueno, son cosas de un loco», pero cuando un año después el hidalgo cerró los ojos de un modo definitivo, el anciano se secó las lágrimas y murmuró para sus adentros: «Poverino, il vecchietto».
Qué distinta fue la actitud del abuelo de escritor gallego Víctor Freixades. Aquel guardia civil regresó de África con un ejemplar del Quijote bajo el brazo y, cuando sus nietos se tronchaban ante las chaladuras del caballero andante, el militar se enfadaba y les reprendía. Según cuenta el propio autor en Una infancia de escritor (Xórdica, 1997), su antepasado consideraba que la cultura era una cosa muy seria. Tan seria que no procedía reírse con ella. Ni siquiera cuando esa había sido precisamente la intención del autor.
No sabemos si el abuelo de Mónica Ojeda leyó el Quijote, pero tenemos constancia de que una profesora, de nombre Raquel Noli, la animó a participar en un concurso intercolegial de relatos. La niña no ganó, pero quedó segunda, y aquel reconocimiento emocionó tanto a la maestra que, a partir de entonces, la inscribió a todos los certámenes de los que tuvo noticia. Al final, Ojeda se hizo con uno. Uno que consistía en completar un fragmento del Quijote y que tenía como premio un viaje por los escenarios de la obra cervantina. La futura escritora tenía diecisiete años y no imaginaba que en España pudiera hacer tanto frío.
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La última novela de Mónica Ojeda es Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024).
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