Imagen de portada: © Jean Luc Bertini
Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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La madre de Pierre Michon era la maestra del pueblo y, en consecuencia, vivía con los suyos en un piso habilitado justo encima de la escuela. Los domingos, cuando el silencio se adueñaba del edificio y las motas de polvo flotaban en los recortes de luz, el pequeño Pierre bajaba por las escaleras, entraba en la clase y se sentaba no en el pupitre de algún alumno, sino a la mesa de la profesora. Cogía a continuación papel y lápiz, apoyaba la mejilla en el hueco del codo y se ponía a escribir. De vez en cuando levantaba la ceja y escrutaba la sala vacía, pero enseguida la bajaba de nuevo y retomaba su tarea. Todo esto ocurría hace ya setenta años y, sin embargo, cuando el autor de Vidas minúsculas y El origen del mundo echa la vista atrás y rememora el pasado, siempre se ve a sí mismo reclinado sobre aquella mesa, con las piernas colgando y el olor a tiza en la pizarra, deseando escribir un cuento que su madre considerara perfecto.
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Pierre Michon aprendió muy pronto que la literatura puede ser femenina o masculina. La primera opción la tomó de su madre, que algunas noches le leía las fábulas de La Fontaine y que, al término de la lectura, le explicaba el significado de las mismas, le contaba anécdotas sobre el autor y le inculcaba la importancia del género. Aquella mujer era maestra y, claro, no podía ceñirse al relato, sino que necesitaba añadirle contexto, convertirlo en materia de estudio, culturizarlo al completo. Años después, ya en secundaria, Michon tuvo otro profesor, uno que virilizó su concepto de literatura. Aquel hombre tenía unas carencias culturales tremendas, sobre todo en lo tocante a temas religiosos, y no alcanzaba a comprender algunos de los poemas que el temario le obligaba a enseñar, por ejemplo los de Rimbaud, un autor abundante en referencias bíblicas. El profesor intuía que se le escapaba algo de aquellos versos y, cuando los recitaba en voz alta, transmitía a sus alumnos, por supuesto de un modo involuntario, su inquietud por el misterio. Desde entonces, Pierre Michon considera que la parte masculina de la literatura es el secreto que se esconde bajo las palabras, mientas que la femenina es la circunstancia que la rodea.
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En la novela más reciente de Luis Landero, La última función (Tusquets, 2024), aparece un maestro, don Ángel Cuervo, que, al no saber cómo triunfar por sí mismo, decide consagrar su vida a la detección del talento ajeno, es decir, a la búsqueda de alumnos que sobresalgan por encima de los demás y que necesiten un empujoncito para alzar el vuelo. Es hermosa esa visión del oficio. Hermosa y, de alguna manera, certera. Porque no hay un solo escritor sobre la faz de la Tierra que no recuerde al profesor de literatura que le metió, consciente o inconscientemente, el gusanillo dentro.
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El director de la escuela de la Catedral de Llandaff azotó a Roald Dahl —y a cuatro de sus compinches— por haber metido un ratón muerto en un tarro de dulces de la tienda de la señora Pratchett, mujer en quien el futuro escritor habría de inspirarse para crear a la directora del colegio de Matilda, la señorita Trunchbull, personaje que consideraba que la escuela perfecta es aquella en la que no hay niños y que, en vez de fustigar a los alumnos, los arroja directamente por la ventana. Lógicamente, la madre de Dahl sacó a su hijo de aquel colegio a poco de descubrir las heridas en su trasero y lo inscribió en un centro privado, el St. Peter’s School, cuyos profesores tenían la costumbre de pasar los sábados en el pub del pueblo, dejando a los niños bajo la supervisión de una canguro, mistress O’Connor, que no era profesora, pero que siempre llevaba encima una lista con las mejores obras de la literatura inglesa y que aprovechaba aquellas jornadas para contar a los niños los argumentos de aquellos libros. Y parece ser que lo hacía de un modo tan vívido que, según dejó escrito Dahl en su relato “Racha de suerte”, nunca hubo un solo alumno que no la escuchara en silencio.
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Ignacio Aldecoa, sin embargo, tuvo a un profesor, don Amadeo, que en cierta ocasión le castigó por haberse reído en clase. Le impuso la pena de salir del colegio una hora más tarde durante cuatro semanas y de copiar mil quinientas veces la frase “Me gusta burlarme y no soy un caballero. Los que no son caballeros pertenecen al arroyo. El arroyo es por tanto el lugar más apropiado para mí”. Y, aunque resulta evidente que Aldecoa nunca guardó un buen recuerdo de aquel torquemada, salta a la vista que siempre lo tuvo presente, puesto que lo convirtió en personaje en uno de sus cuentos.
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Y un último ejemplo: durante su etapa escolar, Juan Rulfo llegó a odiar la literatura. Y esto ocurrió porque sus profesores le daban a leer libros pomposos cargados de adjetivos. De ahí que años después, cuando escribió Pedro Páramo, revisara el manuscrito cientos de veces para librarlo de esos elementos gramaticales tan engorrosos.
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La última novela de Pierre Michon es Los dos Beune (Anagrama).
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