Durante los últimos meses se han escrito numerosos artículos y reseñas sobre La España vacía, el genial ensayo de Sergio del Molino. El presente no tiene como objetivo unirse a ese conjunto, puesto que no voy a analizar ni reseñar aquí la citada obra. Únicamente voy a citar un par de pasajes que han servido de inspiración para la escritura de este texto, el cual tiene su origen tanto en esta obra como en una conferencia que di en el mes de noviembre de 2016 en Toledo, en el contexto de unas jornadas de homenaje a Miguel Delibes, cuyo título (algo largo y quizá pomposo, lo reconozco) era: El mundo rural en la narrativa del siglo XX y XXI: de El Camino y Alfanhuí a Intemperie y Aguacero. Es importante reseñar que dicha conferencia la realicé antes de la lectura de la obra de Sergio del Molino. Y esto es importante porque, como he podido comprobar posteriormente, las conexiones entre el libro y la conferencia son tan evidentes que no pueden sino corresponder a la proyección de un mismo sentimiento, aprehendido de forma espontánea casi al mismo tiempo por mí y por el autor del citado ensayo.
Del ensayo de Sergio del Molino voy a rescatar un par de citas. La primera es una descripción que hace de Miguel Delibes, autor rural por antonomasia y cuya novela El disputado voto del señor Cayo resulta central para el núcleo argumental del libro. La descripción es la siguiente: «Delibes era castellano viejo, cazador, paseante, madrugador, hombre de campo y hoguera. Sólo él podía medir la distancia que había entre ambos mundos porque los transitaba a diario y sabía que no había nada que hacer, que la ruptura era tan grave que no había remedio». Delibes es, en palabras de del Molino, una suerte de médium entre los dos mundos que suponen la corte y la aldea, alguien que, al contrario que la mayoría, sabía moverse indistintamente en ambos ambientes (aunque prefiriera el campo para su día a día). Delibes supo establecer mejor que nadie la ruptura entre ambas realidades, y se encargó de mostrar esta ruptura especialmente a través de un lenguaje a menudo localista y arcaico, con el que conseguía «inducir un estado alterado de la conciencia» en los lectores urbanos.
La siguiente cita aparece casi al final del ensayo. Es la siguiente: «Reclamarse heredero de la prosa de los grandes autores del siglo XX era y sigue siendo un riesgo para el escritor joven. Nombres como Delibes, Torrente Ballester o Cela no sólo estaban manchados por su relación de privilegio con la dictadura de Franco, sino que tenían el sambenito de carpetovetónicos, antiguos, rurales y pueblerinos». Ni qué decir tiene que a un escritor primerizo (yo) cuya nota biográfica finaliza del siguiente modo: «Admira a Delibes, Cela, Ferlosio, Sender, Azorín, De la Serna, Aldecoa, Barea y Martín Santos», debía afectar profundamente una cita como esta.
Del Molino incluye en su obra una recopilación de escritores y otros artistas jóvenes que han vuelto su vista al mundo rural, entre los cuales, por fechas, hubiera sido imposible incluirme a mí (si acaso el autor hubiera deseado hacerlo). En la lista aparece de manera destacada un autor novel de gran éxito en los últimos años, Jesús Carrasco, cuya obra, Intemperie, aparece a su vez en el título de mi conferencia, junto al del homenajeado Delibes. Esta relación no es original, ya había sido establecida por los críticos y los medios anteriormente. Carrasco como renovador de la prosa rural, heredero del regusto rural en el lenguaje que empleara magistralmente Delibes. Heredero y sin embargo autor con voz propia, liberado de cualquier servilismo literario. Del Molino citó a Delibes y a Jesús Carrasco para hablar de su España vacía, lo mismo que yo en mi conferencia, dedicada a la literatura rural del siglo XX y su posterior reflejo en la actualidad. Coincidimos también en citar a autores como Marsé o Cela, y yo, además, dado que mi trabajo estaba centrado exclusivamente en la literatura, cité a otros como Ignacio Aldecoa, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Ferlosio. La tesis (si es que era tanto como una tesis) que traté de demostrar aquella tarde en Toledo era la de que el legado literario de estos autores (algunos de los cuales caminan entre nosotros de forma corpórea, convertidos ya en clásicos vivientes), aunque de manera limitada o subterránea, continúa todavía vigente. Autores estos no todos provenientes del mundo rural, pero que trataron, desde una perspectiva u otra (lo mismo describiendo la vida de una pequeña aldea castellana que la vida de los pueblerinos recién asentados en Madrid o Barcelona), el éxodo rural ocurrido en los años 50 y 60 del siglo pasado, así como los fantasmas derivados de este éxodo.
Es cierto que a Marsé se le sigue leyendo hoy en día, quizá porque es el único de estos autores que sigue vivo, publicando, y que no ha abjurado de la ficción pura, aunque haya permanecido siempre enclaustrado en el consabido Guinardó de la posguerra. Pero no nos engañemos: Marsé es la excepción. ¿Qué persona joven, exceptuando a algunos filólogos o intelectuales de distinto signo, lee hoy a Cela, Aldecoa, Goytisolo o Ferlosio? O más aún: ¿qué persona joven lee a otros autores quizá no menores, pero sí menos conocidos para el gran público como Martín-Santos, Laforet, Benet o Josefina Aldecoa, entre otros muchos? En el tono de las preguntas va implícita la respuesta. Todos estos autores son carne de estudios filológicos. Aunque una nueva edición de alguna de sus obras pueda convertirse en un éxito comercial, hay que advertir que incluso en ese caso, el éxito provendrá de un público de edad madura que desee rememorar los textos que leyó en su juventud. Delibes, junto con Marsé, es otra excepción, por la vertiente o sustrato juvenil de algunas de sus obras más conocidas. Pero aun así no debemos engañarnos: la España que describe Delibes, en la forma en la que la describe Delibes, solo conecta ya con los lectores de más edad, quienes la conocieron; con ellos, y con un puñado de lectores (y escritores) jóvenes, sobre todo provenientes del ámbito rural (como es mi caso), que sentimos esa España tan cercana a nosotros como la España del siglo XXI en que vivimos.
Sin embargo, el asunto no es tan dramático como parece. El legado literario de un autor o de toda una generación no pervive en las obras que escribieron, sino en las obras que los autores y generaciones posteriores escriben retomando el espíritu de aquellos. No hablo de epígonos o seguidores, por supuesto, sino de autores (como el propio Jesús Carrasco) que en lugar de reescribir la obra de sus predecesores, usando sus mismos parámetros, la asimilan y usan para adquirir una voz personal, distinta, original. Es de este modo y no de otro como la cultura, el arte, ha avanzado a través de los siglos. Nadie negará, por ejemplo, el poso de ironía y humor cervantino en la prosa de un autor como Eduardo Mendoza, y que entre Cervantes y Mendoza han existido muchos eslabones de autores que igualmente retomaron estos rasgos —que a su vez Cervantes tomara de la novela picaresca—. Pero el gran público de hoy, sobre todo el público joven, no ha leído a Cervantes. A Cervantes se le lee hoy, por motivos obvios, más que a otros autores de su siglo o de siglos posteriores, pero aun así, y sin necesidad de ninguna encuesta que lo respalde, se puede afirmar que en la actualidad (en este año que entra, o en el que acabamos de dejar) un autor como Eduardo Mendoza ha sido más leído en España que Cervantes. Y esto es absolutamente natural. Porque, ¿cómo podría un autor del siglo XVII y XVIII conectar con el público de hoy? Resulta impensable. Un autor puede perpetuarse en el imaginario académico de la mano de los filólogos que revisitan su obra (pongamos: Gracián, Feijoo, Gil y Carrasco), pero no podrá pervivir en el imaginario del público. Eso no está en mano de filólogos ni especialistas, sino en manos de los autores que vienen detrás. Si Cervantes es quien es hoy en día, un autor recordado y celebrado por todos, tanto por los que lo leen como por los que no lo leen, no es por la labor de los académicos, sino por la labor de los autores que posan su mirada en él para elaborar sus propias obras, ya se trate de Eduardo Mendoza o Paul Auster.
Así, la pervivencia de Delibes y compañía no está en manos de los estudiosos de sus obras, sino en la mano de nosotros, los autores que venimos detrás. Como expliqué en la citada conferencia de Toledo, El camino fue la primera obra que consulté para la documentación de mi novela Aguacero. El camino como germen para una novela negra, plagada de muertos y misterio: puede parecer un sinsentido. Pero si fue El camino la escogida para comenzar mi «camino» en el mundo de las letras, fue porque lo de menos era que yo planeara escribir una novela negra. Lo importante era la adquisición de un lenguaje y una mirada determinados: los de la España rural y atrasada del siglo XX, donde yo iba a enmarcar mi obra. Delibes, y luego Cela, Ferlosio, y muchos otros fueron quienes marcaron el paso de mi escritura. Los había conocido de oídas en mi deambular por las aulas de Bachillerato, los leí posteriormente en mi etapa universitaria, y los releí (lápiz y libreta en mano) nuevamente al inicio de mi proyecto, cuyo final no estaba claro entonces, y del que solo tenía una certeza: que partiría del corazón mismo de la literatura de estos autores, el corazón mismo de la literatura española del siglo XX. No faltaban manuales y artículos sobre la vida cotidiana en la dictadura franquista a los que podía haberme agarrado, pero no iba a ser ese mi método (en pocos de esos manuales hubiera podido encontrar una expresión tan maravillosamente castiza, puramente castellana, como la de «no distinguir a un cura en un montón de yeso», que tomé directamente de El Jarama). No, mi método iba a ser el de contagiarme del espíritu de estos autores, introducirme en sus libros con una mezcla de respeto e irreverencia y tratar de ver la España de aquellos años tomando su mirada, pero sin olvidar la mía propia, irrenunciable, la de un autor de principios del siglo XXI.
Vuelvo a Sergio del Molino y su ensayo. También hacia el final escribe: «Como aquellos judíos de Sefarad que, varios siglos después de la expulsión de sus ancestros, conservan la llave de su casa de Toledo o de Gerona o de Córdoba, la casa que ya no existe en la patria que sólo se conserva en el léxico del ladino, en ese español arcaico lleno de palabras turcas, hebreas, árabes y griegas». La imagen bellísima del judío que lleva consigo las llaves de su morada abandonada es un tópico que ya fue empleado, entre otros, por Jorge Semprún en su obra Veinte años y un día. Y lo mismo Semprún (quien algo de esto debía saber) que del Molino hacen referencia en sus textos a que es «el lenguaje lo único que queda para reconstruir esos orígenes»; el lenguaje como único legado, único nexo con las raíces familiares perdidas por uno u otro motivo, lo mismo por un éxodo de raíces económicas, que una expulsión forzosa o un exilio político.
Es por esto por lo que el legado literario de los autores españoles de las entrañas del siglo XX ha de buscarse no en las obras de esos mismos autores, sino en lo que queda de ellas en las obras de quienes seguimos sus pasos. Lo que queda de su mirada, adquirida a través de su lenguaje, en las obras escritas en la actualidad. El buen maestro no es aquel que guía la mano del alumno en la pincelada, sino el que predica con el ejemplo y deja que su aprendiz adquiera por sí mismo el movimiento. Los maestros están ahí, su mensaje, su mirada, su lenguaje, está al alcance de nosotros. Habla Sergio del Molino de que la literatura española ha sufrido en las últimas décadas una «expurgación del estilo de rasgos endémicos», lo que ha conllevado «el cultivo de un idioma neutro que a veces suena a inglés traducido». No podría estar más de acuerdo. El homenaje a Delibes y el resto de autores de su época, los autores de la época más compleja y más dura de la historia reciente de nuestro país, no está en la participación en tertulias, jornadas, debates ni exposiciones, sino en saber captar, asimilar, y reinterpretar su mensaje, su lenguaje, lo que en definitiva constituye la llave de nuestra casa en Toledo, Gerona o Córdoba, la llave de la casa de nuestros predecesores, de nuestra memoria.
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