Como en un juego de espejos, un joven aspirante a escritor vive inmerso en su pasión por la escritura y en el amor a su mujer, una bella modelo. La novela narra como el joven recupera lo mejor de su vida y de su ser al volver a escribir, tras abandonarlo.
A continuación reproducimos el prólogo de Ángel Antonio Herrera a la novela de Eduardo Martínez Rico, Cuerpos y letras (Dalya).
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Eduardo Martínez Rico ha escrito una novela, esta, Cuerpos y letras, que no es tal, o sí, porque es una novela que incluye varias novelas, aunque yo mejor diría que es una novela que a ratos se quiere ensayo íntimo, a ratos memorias del momento, a ratos narración que vuela lírica. No arriesgaré que hablamos de un libro antigénero, pero sí que es un libro de afán de modernidad, en la medida en que no nos cabe en el patrón clásico de la novela contada en línea, y al pormenor. Quiero decir que Martínez Rico ha logrado una obra que enseguida se quiere por dirección prohibida, saltando de la reflexión al relato, y al revés, atando el diálogo con la confesión, y pretendiendo siempre “la calidad de párrafo”, que algún maestro diagnosticara en Marcel Proust.
En efecto, la escritura pudiera ser una labor mayor de la locura, porque otra tentativa echa ancla en la normalidad, y la normalidad resulta un benigno clima para un notario, o un letrado, pero no para un poeta, o un novelista. Espigo esa frase del libro de Martínez Rico porque creo que el protagonista de este libro vive la condición de escritor como una pasión de locura, que es lo que también le ocurre al autor del autor, o sea, al propio Martínez Rico, que vive el diálogo con las palabras como un fijo sacerdocio. Uno no cree que exista otro modo de navegar el empleo de escribir, el modo de la aventura de la locura, y poniendo en ese empleo la vida entera, y no un rato de domingo en un día cualquiera. El protagonista de este libro se debate entre consagrarse a la obra pura, a la escritura de arte, a la obra de extremada música, o bien abandonarse a perpetrar un libro de armazón urgente de best-seller, una novela del cartonaje del éxito rápido, para lectores de aeropuerto. Esa zozobra no deviene sino en argucia técnica, digamos, para sitiar desde varios costados la obsesión primera, y acaso última, de la obra, que es el misterio de la escritura, con su envenenado oxígeno, con su quemante bálsamo, con su benéfica herida ardiente. Luego está la aparición cómplice de un viejo maestro, y la presencia dorada de la mujer hermosa, y las envidias o desalientos del universo literario, y el quimérico editor de lo que se escribe o no se escribe.
El autor protagonista sabe que la escritura pertenece a la intemperie, como la vida misma. Y eso mismo es lo que Eduardo Martínez Rico sabe y arriesga.
Aquí consta. Clamorosamente.
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