El vívido rojo, el tamaño de las figuras, la técnica del trazo punteado o puntillismo utilizado, la distribución en la estrechez del espacio… dotan de belleza y un extremado realismo a las 18 ciervas que ornan las paredes de piedra de la cueva de Covalanas (Cantabria), tanto que parece que éstas vayan a salir huyendo ante la atenta mirada de los visitantes. Estas 18 ciervas intitulan y vertebran el último poemario de Rosana Acquaroni, 18 ciervas (Bartleby, 2023); sin embargo, los poemas de este libro no rehuyen ninguna de las emociones, que nos atraviesan en tanto seres humanos de manera atávica, sino que nos adentran en ellas con el sigilo y la sacralidad precisa que exige la contemplación de la certeza.
Por qué no hablar de todas
nuestras pequeñas
rendiciones,
del precio que pagamos
con el solo propósito
de sentirnos amadas.
La cierva, desdoblamiento del yo, le permite a la poeta el extrañamiento exacto desde el que observar los límites de ese bosque que transita entre el sufrimiento y el amor, porque éste, y no otro, en todas sus posibles manifestaciones es la razón de este libro, que trasciende el tono íntimo y personal para alcanzar dimensiones universales:
Hemos entrado aquí,
desmemoriados y juntos,
como dos desahuciados
a los que les llegó la hora
de vivir.
18 ciervas recorre un extenso lapso vital condensado cronológicamente en tres partes y un epílogo, coincidente con la decimoctava cierva, donde cada una de ellas está asociada a una etapa afectiva, pero siempre desde el presente y el discernimiento que el tiempo otorga: Mi corazón cosía sus pedazos / de piel entre las hojas. “I” se abre con una suerte de invocación a esa cierva de resonancias simbólicas que vamos a ir persiguiendo a través de los versos. La voz de la poeta busca el encuentro consigo misma, sólo en ese instante su completud será y será posible el silencio a modo de conclusión:
Pero si ella regresa,
si la cierva viniera de nuevo a mis oídos
yo les pondría fin
a estas palabras.
Palabras, huella o reflejo de un aprendizaje, el del amor, en constante cambio, pues el cambio es el impulso que hace indetenible el hallazgo, el hoy, la vida:
(Resulta inconcebible
y, sin embargo, es cierto
que en la vida un instante
puede cambiarlo todo).
Acontecido instante que divide la existencia y la convierte en improbable regreso, aunque ancle la memoria en un antes constructor de nuestro presente:
Si no te hablara de él
sería
como una amputación
de lo vivido.
Este amor al que la razón se resiste, pero que responde a las preguntas del cuerpo, parafraseando unos versos del poemario, se transmuta en dolor, en violencia que desvela el lado velado del “amor” en la segunda parte, “Anatomía del primer disparo”. La cierva es ahora objeto de persecución y caza:
Se encasquillan los bordes
de la palabra «puta».
Reverbera a destiempo.
No puede ser verdad.
(…)
No han quedado señales.
Algunas cicatrices
cosidas
en el alma.
Luego el querer retorna
y su luz nos redime
y regresan los labios
que borran las palabras.
También un aborto y su legrado, el parto y la dureza de la maternidad o la carencia de afecto se filtran en estos poemas para abarcar la amplitud de un espacio asfixiante a la espera de la batida final:
Aquel silencio suyo
después de una pelea
-siempre la misma-.
Y la vana promesa
de que no volvería a suceder.
Y el perdón, como un eterno retorno, que nos arroja la culpa:
¿Qué hacer con el perdón?
Palabra que autoriza a perpetuar el ciclo.
Engranaje sin fin
de una violencia
sorda
que sirvió para la culpa.
Estas escenas de caza son introducidas por los textos de una web para cazadores, donde se explica cómo dar alcance a la presa y acabar con ella, pero ésta, la cierva, si bien herida, conseguirá huir:
Hacia dónde seguir
más allá de la herida.
La herida concede el aprendizaje, la lucidez con la que ponerse a salvo y continuar. La distancia, la separación no extingue el daño, pero posibilita habitar una nueva tierra. Así canta “II”: refundar la mirada y las ciudades, recobrar el impulso, construir un hogar, recomponer la propia historia, también el amor con cuerpo y mente. El erotismo de la amante se despliega con la sutileza de quien se ejercita en un acto desconocido, redescubriendo al amado y la capacidad de amar, un ars amandi ovidiano en voz femenina:
Hago un ramo de novia
con tu torso desnudo
hundo mi mano abierta
como si trasquilara con los dedos.
Escondidos
dos botones rosados
que despuntan.
El encuentro con el otro en un amor maduro pone en fuga a las ciervas. Sólo queda la poeta ante sí. La cierva 18, poema final, ofrece una mirada retrospectiva sobre el espacio y el tiempo pasado, cerrando una etapa. Las marcas de una vida, de una maternidad salvífica, esas huellas son ya sólo un recuerdo.
Rosana Acquaroni nos da una lección de vida en estos versos. Con sencillez y hondura nos reabre su herida, nos deja transitar por ella y explorar la ternez de sus bordes, contemplarla como el testimonio que es y nos la entrega, fruto y recompensa del sufrimiento, pues nos enseña que todo fluye, todo cambia, nada permanece, tampoco el dolor: Una lúcida herida. Sólo resta vaciar la casa, acallar las voces, cerrar la puerta. Silencio.
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Autora: Rosana Acquaroni. Título: 18 ciervas. Editorial: Bartleby. Venta: Todos tus libros.
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