Todo se interrumpe porque ellas están dibujadas en el cielo del sur. Precisas en la oscuridad más allá de la fronda de la higuera, cuyas hojas, como grandes manos añosas, crujen al caer con la brisa nocturna.
Y debajo, perfecta en línea, la Luna creciente tan delgada como mi dedo.
De tocar se trata.
Se trata de placer.
Se trata de alegría plena.
Se trata de lo indescriptible.
Venus, golpe blanco.
Y la Luna que subraya la esfera de su sombra. Una sombra lamida por un alfanje de luz.
Venus del confín tan cercana.
Anulada toda la distancia.
Tanto que la Luna parece estar en el mismo plano.
Justo ahí: encima del horizonte, cuando termina el valle.
Se asombra el búho real, que acaba de silenciarse después de ulular al crepúsculo y llamándolos a ellos: los astros.
Se asombra la gineta, inmóvil sobre el tejado, cazando con los ojos haces blancos, lontanos.
De lontananza se trata.
De lontananza en la efervescencia del estómago.
De digerir Venus con la Luna.
Adentro del silencio y del aullido.
Ante los ojos de cualquier criatura que solo puede mirar.
Agradecer.
Rumiar.
Soy de este mundo.
No quiero otro.
Sangraré y haré sangrar.
Restituiré mis alimentos dejando huellas de certidumbre en el barro. Certidumbre y saber. Y algo que normalmente no tiene el nombre de amor, pero que es el ser siendo la vida sin titubeos.
El cielo del sur es tan limpio que Venus y la Luna son los únicos seres que ahora están actuando.
Hay escorpiones detenidos en la boca de sus escondrijos, entre los troncos de la leñera, con las pinzas olvidadas de cazar.
Y las piedras del círculo brillan y sus sombras las hacen tan altas como Stonehenge.
Hasta los conejos han dejado de cavar en la arena y de defecar los granos de café en que transmutan las acciones del día.
La serpiente no pone en movimiento el reflejo de las estrellas en su piel. Y el zorro ha interrumpido su astuta tristeza.
Nada deambula.
Otra hoja cae de la parra. La higuera ya tiene un espeso círculo de sí misma alrededor, como meditando sobre el reciente esplendor que ha desaparecido.
Una extraña felicidad hay en el aire, aunque es frío y arrebata el calor de las entrañas.
Venus arriba.
La Luna abajo.
En una línea perfecta.
Separadas por tres palmos de mi mano.
Mis manos que han perdido función y movimiento.
Porque ya solo quieren ser aquello visible —y a la vez invisible— que atrapan.
Son, somos ella: la Luna y Venus.
Abajo, la Tierra nos contempla. Y algo, en su núcleo ígneo, se regocija con un rugido.
Lo puedo escuchar desde muy alto.
El planeta azul de agua.
Y el fuego que late en el núcleo.
El aire infinito sobre cinco continentes.
Los cuatro elementos que hacen una casa.
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