Seguro que el remix al que Mike Flanagan ha sometido a la obra de Shirley Jackson y Henry James en su dupla La maldición de… en Netflix no es un procedimiento nuevo. Pero en manos de un realizador con pretensiones y ambición como Flanagan este concepto de adaptación mutante, que recoge, incorpora y sustituye a modo de compendio espiritual una obra de género mítica para el nuevo consumo en streaming se revela la herramienta perfecta para cierto espíritu de renovación clásica.
Puede que La maldición de Bly Manor no sea el perfecto artefacto de terror que fue, hace un par de años, la gran revelación de aquel año, Hill House. Flanagan, salido ahora de las mieles críticas (pero no de taquilla) de Doctor Sueño (donde, por cierto, aplicó un proceder similar hermanando cine y best seller, así como dos personalidades antagónicas como las de Stanley Kubrick y Stephen King) no ha logrado un producto tan redondo e intenso en sus propios términos como en aquella ocasión.
Bly Manor se resiente de algunas exigencias de ese formato de terror antológico fomentado por Ryan Murphy en sus American Horror Story, recursos que en aquellas funcionaban relativamente bien, probablemente por su tono de farsa y ese espíritu de fiesta más o menos lúdica alejada de toda convicción real. Que los mismos actores de la primera temporada interpreten otros papeles en la segunda favorecía el espíritu juguetón del relato de Ryan Murphy, pero en las dramáticas y románticas aventuras de Flanagan, donde se busca un terror “real” y palpable, este factor parece perjudicar en la misma medida. Ver a la excelente Victoria Pedretti interpretar otro papel al de Nell Crane (aunque igual de sufrida) o a Henry Thomas como un distante tío tras ejercer el papel de padre coraje de turbio pasado, produce un pequeño vuelco de desazón al constatar el espectador que esos personajes ya no existen.
Quizá una de las razones por las que esta segunda temporada ha pegado menos fuerte, si es que acaso no lo ha hecho, es, precisamente, porque Flanagan se ha tomado por lo literal esa etiqueta de “terror romántico” y ha aplicado su fórmula al horror no de la desintegración familiar sino de la pérdida del amante y al de un ambiguo y sombrío retrato de esas relaciones amorosas capaces de descomponer incluso el entorno, disolver el tiempo. Algún salto temporal más formulario después del impacto de la primera temporada tampoco favorece a una serie que toma, hay que reconocerlo, un camino de cierta valentía: no depender de los sustos o jump scares tanto como a parte de su público le hubiera gustado.
Lo que queda es la dramática composición de caracteres típica de Flanagan, y que aquí sigue operando al 100%. Eso, junto a la propia necesidad de crear suspense a lo largo de nueve episodios, refuerza un componente de folletín que diluye hasta cierto punto la legendaria ambigüedad del texto de James. La maldición de Bly Manor es, de todas formas, un sombrío y pesimista, a la par que romántico, retrato de la pérdida amorosa y la naturaleza en cierto modo tóxica del amor. Que éste tome un cariz negativo depende de la obsesiva personalidad de sus protagonistas, incapaces de dirimir la ficción de la realidad, como tampoco podía el espectador (y el lector) de la mítica “vuelta de tuerca” original, ya sea la película de Jack Clayton o la publicación de Henry James.
La maldición de Bly Manor se beneficia, como decíamos, de estar pilotada en mayor o menor medida por Flanagan, un artesano del género capaz de aunar lo elevado y lo popular, porque entiende que hasta cierto punto todo son puntos de vista. La excelente música de los hermanos Newton, que retoma los temas originales de la primera temporada pero añade otros, es otro punto a favor de la serie, como también la labor de la mayoría de los actores y, sin duda, la gótica fotografía de todos sus capítulos, capaz de subsumir la ambientación y el diseño de vestuario de los ochenta en las necesidades de un relato gótico atemporal (aunque no pasamos por alto ese homenaje a Una pandilla alucinante, la fracasada y luego reivindicada secuela Hammer de Los Goonies).
Que el folletín y lo fantástico se integren en Bly Manor, a pesar de los pesares y de la falta de un miedo cerval en la mayoría de episodios, sirve para reivindicar la necesidad de artistas ambiciosos pero humildes como Flanagan, capaces de integrar las necesidades del binge-watching y el producto Netflix a sus propios intereses e incorporar una concepción del terror que va algo más allá del mero artículo de consumo de la semana.
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