‘My First Sermon’, Sir John Everett Millais
Abril es el mes más cruel. Y no menos cruel es el relato que la Escuela de Imaginadores trae este mes a Zenda. Brutal, inhumano y descarnado como, por desgracia, lo es la propia vida.
Su autora, la imaginadora Mamen de Blas, que además de directora de programas de televisión y especialista en comunicación, es madre de un hijo y de una hija, sin duda se ha sentido identificada con la historia que nos cuenta. Se debe de haber sentido directamente afectada y concernida por estos acaecimientos, como nos hemos sentido tantos de nosotros.
«La maleta» cuenta con la pericia y la estructura necesarias para volver a arrojarnos a los pies de los caballos, para ayudarnos a comprender mejor y terminar de comprometernos. Como ha de hacer la literatura.
***
La maleta
—Como no esté lista la maleta de aquí a diez minutos nos vamos sin vosotros.
Aunque siempre finge interesarse por si nos apetece llevarnos esto o aquello (¿Os echo los patines por si os cansáis en las caminatas y preferís ir a vuestro aire? Nena, ¿te llevo los bañadores del año pasado o solo los nuevos?), en cada una de nuestras maletas va solo lo que ella decide que tiene que ir, en orden inverso al que debemos colocarlo en los cajones en el armario de vacaciones.
Según mi padre, él podría identificar nuestro equipaje entre los de cientos, miles, dice a veces, de pasajeros de cualquier avión, tren o autobús. Es el «olor a limpio» el que nos delata, olor a jabón de Marsella, con el que mamá sumerge, y casi ahoga, las sábanas en la lavadora. Después las cuelga unos minutos al sol para que retengan el aroma.
Cuando las extiende sobre las camas de los hoteles y los apartamentos, y mi hermana cierra los ojos, cree que está en su cama de casa, con la puerta entreabierta, escuchando el sonido de los cubiertos y nuestras voces en la cena.
Esta noche, además, antes de que nos acostemos, mamá planchará nuestras sábanas y meterá bolsas de agua caliente dentro de las camas, porque en casa de los abuelos hace bastante frío. La nena dice que no tanto, claro, porque ella duerme abrazada a su peluche.
Fafi, el pequeño elefante suave y peludo de mi hermana, siempre viaja dentro de la maleta desde que un verano nos lo dejamos en una estación de servicio y la nena se privó en el coche de tanto llorar. Cuando se dio cuenta de que no estaba, ya habíamos recorrido la mitad del camino, y no nos quedó más remedio que darnos la vuelta para buscarle en los sitios en los que habíamos parado. Mi madre siempre lo cuenta: «allí estaba, en la barra de ese bar de carretera, sentadito, mirando hacia la puerta, como si esperase a que, de un momento a otro, entrásemos a recogerle».
Ella es así, se preocupa también por nuestros muñecos. Les habla, les besa, les achucha y hasta les encomienda misiones. Cuando yo era pequeño me metía tres o cuatro monstruos en la mochila, para que me protegiesen de los abusones y para que me hiciesen compañía en el camino de vuelta del colegio.
Se me ocurre que ahora es Fafi quien va a necesitar algún amigo. Se ha quedado solo en la maleta, sin otros peluches con los que jugar, sin alguna princesa con la que charlar. Lo malo esta vez es que no sé si va a venir alguien a recogerle. A lo mejor los abuelos.
Ni siquiera viajan hoy con nosotros los ponis de pelo rosa, que no se pierden una, como dice papá, y he tenido que consolar a la peque diciéndole que yo tampoco me llevo la consola ni los juegos, que ni siquiera he podido echar un par de cómics porque no puedo llevar bolsa. En este viaje, le he explicado, llevamos solo lo justo, porque no podemos viajar más que con un bulto para todos.
Cuando nos hemos levantado, la maleta nos esperaba en la puerta. Todo estaba en silencio. No se oía la radio por el patio, ni el ruido del ascensor bajando y subiendo vecinos para ir al trabajo. La casa estaba recogida y las persianas bajadas.
He vestido a la nena y le he hecho una coleta. (No sabes hacerla, me tira).
—¿Por qué tenemos que irnos si aún hay colegio?
—No sé, ha dicho mamá que nos lo va a explicar todo en el tren.
Aunque suelo darle largas porque es muy preguntona y bastante pesada, esta vez le he mentido. Sí que lo sé, o me lo imagino, pero solo tiene siete años y creo que no va a entender nada de lo que está pasando. No me atrevo a decirle que se va a perder la función de fin de curso y que no sé cuándo volverá a ver a sus amigas. Le aflojo la goma del pelo para que no se coja una rabieta.
Sigo a mamá mientras da el último repaso a las habitaciones antes de salir. Está muy nerviosa. Así que, aunque me había preparado el discurso, decido callarme que no quiero ir donde los abuelos, que me quiero quedar en casa con papá. Que me ha costado mucho conseguir que Tania me haga caso y que, ahora que por fin me ha dicho que sí, no me quiero marchar.
Voy a ser el más tonto de todos. Pedirle salir a una chica y cambiarme de ciudad a las dos semanas. No es justo. ¿Por qué no me puedo quedar con papá? Las clases siguen. ¿Por qué siempre tengo que ser el raro?
Abro la boca, pero la cierro antes de articular palabra, tan rápido como ella abre y cierra los cajones de la mesa, compulsivamente. Mete las dos manos dentro del secreter de papá y, tanteando en la semipenumbra del despacho, saca unos carnets o cartillas, atados con una goma. Al fin logro ver que son nuestros pasaportes.
—¿Me puedo llevar el diario, mamá?
La voz de mi hermana llega, melosa, desde su habitación hasta la cocina, donde nuestra madre revisa ahora la llave de gas. Me fijo en la nevera, abierta, vacía y desenchufada, y quiero preguntarle cuánto tiempo vamos a estar fuera. Pero sigo en silencio. Espero que en el tren nos explique, de verdad, todo.
—No, nada de diarios ni juguetes. Lo siento hija, solo podemos llevar una maleta.
Esa maleta. La misma que ahora ha quedado sola, de pie, esperando destino. Dentro lleva lo justo para vivir, ha vuelto a contestar mamá a la enana en el descansillo, justo antes de cerrar la puerta y ante sus últimas súplicas para llevarse un disfraz de sirena.
Un olor raro, como de carne quemada, nos ha acompañado en el coche hasta la estación de tren. Amanecía con un cielo rosa-violeta que a la nena le hubiera encantado ver, si mamá no la hubiese obligado a echarse sobre mis piernas y cerrar los ojos para dormir otro ratito, que nos queda mucho camino hasta donde los abuelos.
Yo sí lo he visto. También las fumarolas blancas, negras y grises que cercaban, a lo lejos, la capital. Aparecían de pronto, tras las siluetas de los árboles pelados y secos, y entre las serpientes luminosas que atravesaban los caminos y carreteras.
He visto la mano de mi padre soltar el volante y agarrar la de mi madre cada tanto, y a ésta girarse para comprobar que la nena dormía y que yo la sujetaba bien con las mías.
Dormía y respiraba suave, y a mí me parecía como si ese sonido guiase al coche al dar cada curva, al atravesar cada cruce, donde grupos de hombres nos hacían indicaciones para continuar.
Casi ya en la ciudad, el cielo se ha despejado del rosa al azul, y al acercarnos a la autopista el paisaje verde ha perdido el color bajo las ruinas de edificios que antes eran colosos. No, titanes, papá ha dicho titanes, hablando bajito y mirándome a través del retrovisor. Pero la guerra, hijo, puede con todo.
Ha sido entonces, mientras íbamos dejando atrás escombros, montañas de chatarras y neumáticos ardiendo, cuando me ha pedido que cuidase de las chicas. Y ha sido entonces cuando me he enterado de que él tiene que quedarse a luchar, y yo le prometido que, seguro, seguro, seguro, haré muy bien su parte en la familia. Claro que sí, hijo, hay que arrimar el hombro, porque el abuelo ya está algo mayor. Tú sabrás qué hacer en cada momento, me ha sonreído al final.
Ahora, sin embargo, espero alguna señal. Estoy confuso, No puedo pensar, solo recordar una y otra vez este día. La mirada de mamá a nuestra casa, ya desde la calle, parada en la acera, girándose hacia nuestros balcones. Escucho gemidos y llantos, pero no reconozco a mi madre ni a mi hermana en ellos. Trato de moverme, de estirarme, de alargar la mano para poder coger la maleta.
Casi nos la dejamos en el coche al llegar a la estación, con los nervios. Mamá no quería despertar a mi hermana, pero teníamos que hacerlo si queríamos llegar a tiempo al tren. Ha sido gracias a que la niña quería sacar a Fafi para llevarlo en brazos durante el viaje que nos hemos dado cuenta. Y, con mi hermana de una mano, conmigo de la otra y yo arrastrando la maleta, hemos empezado a caminar, deprisa, casi a correr, hasta la entrada.
No sé si es que la muerte nos esperaba en la puerta o si la traíamos detrás todo el camino y allí decidió cumplir con lo suyo, pero fue nada más alcanzar cuando un siseo sutil me arañó la nuca y sentí el impacto. Estas llamas y este olor podrían ser los del infierno, pero no, mamá y la nena nunca irían a ese sitio y yo puedo verlas aquí a mi lado, tapadas con mantas. Oigo ahora el alarido de las sirenas y un par de botas militares se acercan corriendo hacia nosotros. Una mano fuerte pero temblorosa nos descubre el rostro y nos tapa de nuevo.
—Muertos los tres —dice el militar—. Parecía que el chaval respiraba, pero no. Esa debe de ser su maleta.
A Miketa, Tadjna y Alissa, in memoriam
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