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La mancha frambuesa

La mancha frambuesa

Ella vestía una sonrisa de satén claro no se sabe a juego con qué. Él, atento y previsor —qué otra actitud cabría ante una mujer así—, se había adelantado reservando una mesa en Bomarzo. Sus paredes recordaban los jardines y las esculturas monstruosas del bosque del duque de Orsini que Manuel Mujica Láinez retrató en su novela. Hablaban todos los días, pero un hombre sabe cuándo una mujer necesita una conversación más extensa, profunda y reparadora. Un encuentro sin horario.

"Para entonces, mediada la comanda, ellos ya habían abordado otras materias: algo de cine, un poco de música, otro tanto de arte, así como algunas ironías y malvadas ternuras"

Con los entrantes llegaron los escorzos y las anécdotas del trabajo, las críticas a la familia, las ganas de vacaciones. El vino, un Valenciso de precisión inaudita, se fue deslizando suavemente entre bocado y bocado. La espera de los platos principales sirvió para distraerse enlazando las manos y enredando tiempos y lugares, recuerdos y alegrías que nunca se extinguen. Una pareja entró con dos criaturas que amenazaban la tranquilidad de la sala, pero al primer berreo el progenitor salió con el carrito afuera, dejando que la madre degustase una paz infinita.

Para entonces, mediada la comanda, ellos ya habían abordado otras materias: algo de cine, un poco de música, otro tanto de arte así como algunas ironías y malvadas ternuras. En definitiva, ese entramado cultural que acompaña, sostiene y justifica la vida pequeño burguesa, que tranquiliza conciencias y depone actitudes ejemplares, acotando compromisos solidarios a un puñado de citas ineludibles. «No sé si me explico bien» —dudó ella—. «Cuando Mozart compuso el Réquiem, Kafka despertó a Samsa o Manet pintó aquel balcón del bar con una mancha frambuesa, de repente lo cambiaron todo». Sucedió un impasse. «Sí, la mancha frambuesa que lo cambia todo», apuntaló ella. Tomó un sorbo y alabó el vino. Él permaneció inmóvil y avizor, sin saber a dónde iba a llegar con esos ejemplos. «Y sin embargo —remató ella, cambiando la euforia por un tono herido—, esa mancha frambuesa no sirve. Es una frivolidad pensar que algo cambia ante las imágenes de niños gaseados y ancianos desantendidos, emigrantes y refugiados, mujeres violadas y hombres que mueren cada día en el trabajo, qué se yo…». Ella tomó aire con una mueca de impotencia y él respiró sin alivio. Tal vez porque a veces creemos tener las claves de la vida, pero la vida se nos atraganta y las estrellas se difuminan y hasta se apagan. Entonces percibimos que debemos algo, sin saber muy bien qué ni a quién. Y un lance de vergüenza se nos clava en algún lugar de la conciencia.

"«¿De quién es?», quiso saber ella. «Pertenece a un poema de Szymborska. Luego lo busco y lo leemos»"

Fue entonces cuando él recordó un verso y se lo recitó: «Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco de un minué». Ella agrandó los ojos, satisfecha con el detalle, agradecida por la comprensión, tal vez ilusionada por las horas venideras. «¿De quién es?», quiso saber ella. «Pertenece a un poema de Szymborska*. Luego lo busco y lo leemos». Decidieron tomar un café en otro lugar. Aparcaron el auto y pasearon por la playa. En un bar le tomaron las medidas a la tarde y mirando el mar jugaron con las palabras y los hechos, entre bromas y piques, pullas y caricias, como dos amantes antiguos y magníficos.

Al salir, perdidos por las calles de la noche, él se paró ante un hotel y se lo propuso. Ella aceptó, pero antes le pidió que le leyera aquel poema.

Bajo una pequeña estrella

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.

Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.

Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.

Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.

Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado por alto a cada segundo.

Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo el primero.

Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.

Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.

Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco de un minué.

Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño a las cinco de la mañana.

Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.

Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.

Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,

inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,

absuélveme, aunque fueras un ave disecada.

Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.

Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas respuestas.

Verdad, no me prestes demasiada atención.

Solemnidad, sé magnánima conmigo.

Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.

No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.

Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.

Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos, cada una de ellas.

Sé que mientras viva nada me justifica porque yo misma me lo impido.

Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas y que me esfuerce

después para que parezcan ligeras.

 

* Wisława Szymborska. De Hasta aquí. Traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Bartleby Editores. Madrid, 2014.

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