Primeras páginas de La maniobra de la tortuga (Suma), la nueva novela de Benito Olmo. En primer lugar reproducimos el prólogo, escrito por César Pérez Gellida, y a continuación los capítulo 0 y 1 del libro.
Prólogo
Adrenalina pura para el corazón
Todavía no me había recuperado del fracaso cosechado en el asunto de la rubia platino cuando aquel caso me estalló en la cara como lo hace en el paladar el sabor a madera vieja del buen bourbon.
Siguiendo los pasos de un escurridizo asesino en serie que se había llevado por delante a unos cuantos desafortunados en mi ciudad natal, Valladolid, me desplacé hasta Valencia a principios del mes de mayo del 2013.
Allí fue la primera vez que escuché hablar de él.
El día acompañaba. Lucía el sol, la temperatura era buena y daba la impresión de que ese sábado los valencianos se habían tirado a la calle como si el mundo se fuera a terminar con las últimas luces del día. Recuerdo que tuve que dejar mi gabardina en el coche antes de acudir a la cita fijada con Ramón Palomar y Alicia Giménez Bartlett, dos confidentes que habrían de soltarme la información que andaba buscando para continuar avanzando en aquel encargo que me ardía entre las manos. Algo más tarde, tratando de indagar en el perfil de aquel sociópata narcisista, me vi interrogando a libreros de caseta en caseta, flotando sin rumbo como una cometa, y sin hilo, a merced de la primera corriente que me encontrara en el camino.
Pero siempre hay ráfagas favorables, solo hay que saber distinguirlas y la mía llegó a modo de sugerencia.
—Tienes que hablar con Benito Olmo, ese tipo sabe más de lo que aparenta —me susurró alguien.
Nunca había oído hablar de él, pero, según pude averiguar, atesoraba más experiencia que yo —lo cual no era difícil pues no era más que un recién llegado en el mundo de la investigación privada— y estaba tratando de ampliar su área de influencia desde Cádiz.
«Cojones tiene», pensé.
Y no me equivocaba, porque resultó que cojones tenía.
Un tipo de buena talla, ojos fisgones y noble sonrisa me esperaba con la mano extendida y muchas palabras que pronunciar. Me relató cómo acababa de dar carpetazo a un complicado caso de un escritor refugiado en sí mismo que cae en el pozo de las sombras de un escabroso pasado antes de verse deslumbrado por las luces de un amor poco menos que imposible. Aquella historia aconteció en Granada y, según me confirmaron otros, había logrado resolverlo con mucha más pericia que reconocimiento. Aquel primer encuentro duró más bien poco, pero lo suficiente para que me dejara un poso indeleble, una conclusión, una certeza: yo era un calvo con suerte, un privilegiado.
Poco después, naufragando en la espuma de la cerveza que tenía delante, empecé a valorar de otra forma el hecho de haber contado desde el principio con un revólver cargado con la munición del sello editorial al que yo representaba. Unas balas que sin duda facilitan el desempeño de mi profesión a la hora de enfrentarme a las dificultades del día a día. Aquel gaditano, en cambio, tenía que desgastar las suelas de sus zapatos para encontrar clientes y casos en los que trabajar.
Tenía que saber más sobre Benito Olmo.
Así, me propuse escarbar en sus antecedentes a través de un informe que él mismo me facilitó del caso Mil cosas que no te dije antes de perderte. Solo me hizo falta leer las primeras páginas para cerciorarme de que sabía perfectamente lo que hacía. Cuando lo terminé leí mis notas: trama de muchos quilates, bien equilibrada y estructurada con gran acierto; uso de un léxico variado y enriquecedor; personajes bien dibujados y perfectamente interpretados. Pero, sobre todo, subrayé varias veces el uso honesto de la prosa.
Un investigador de la vieja escuela, ese era Benito Olmo.
Pasaron algunos meses hasta que volví a coincidir con él. Esta vez el escenario fue el madrileño Parque del Retiro. Yo continuaba persiguiendo a mi escurridizo asesino en serie mientras que él andaba metido en asuntos varios a la espera de recibir noticias que allanaran su futuro. Se le notaba esperanzado, con ganas renovadas de seguir peleando por hacerse un sitio en aquel complicado negocio y, sin poder evitarlo, me dejé contagiar por aquellas emociones para afrontar la última etapa de mi viaje.
A partir de entonces estrechamos los lazos de la amistad y atravesamos esa invisible barrera que separa la profesionalidad de la confidencialidad; fuimos algo más que colegas compartiendo un mismo oficio.
Sin embargo, no fue hasta el último encuentro que tuve con Benito cuando comprendí por fin las razones que alimentaban su entusiasmo. Fue en Sevilla, pero no vino solo.
Porque él también escondía un as en la manga.
Adrenalina pura para el corazón.
Porque contar con el apoyo absoluto de la persona con la que compartes a diario tus sueños vale mucho más que trabajar en el mejor de los sellos editoriales.
Y sé muy bien de lo que hablo, créanme.
Paula, sirvan estas últimas líneas como agradecimiento de parte de todos los que ya somos lectores de Benito. Y de todos los que llegarán.
Benito, ya eras un gran investigador antes de que te concedieran la licencia, ahora solo tienes que demostrarlo.
Aquí nos tienes.
César Pérez Gellida, un amigo
Capítulo 0
Club Dimas, Jerez de la Frontera
Sábado, 22:05 horas
Las putas se contoneaban de un lado para otro, en biquini o ropa interior, tratando de llamar la atención de la docena de hombres que las devoraban con la mirada desde la barra. Pese a ser sábado, el local no estaba demasiado concurrido y Manuel escogió una mesa situada en un rincón alejado de la entrada desde donde podía contemplar cómo, uno tras otro, los clientes caían en las provocaciones de las chicas y consentían en invitarlas a una ronda. Estas, conocedoras de su cometido, pedían copas de champán que después les cobrarían a precio de oro.
Manuel decidió que no le disgustaba aquel sitio. A pesar de la decoración sesentera y recargada, con neones rojos, taburetes cromados y anticuados sofás de piel, resultaba agradable fumar y beber en la penumbra que proporcionaba la escasa iluminación del local. Las chicas no tenían mala pinta, aunque eso era lo de menos. Un par de ellas se le habían acercado nada más llegar esgrimiendo sonrisas que pretendían ser provocativas, pero enseguida se dieron cuenta de que no había ido en busca de compañía, sino más bien todo lo contrario.
Llamó la atención de una de las camareras sosteniendo el tercio de cerveza vacío en alto y esta se acercó a su mesa y se lo cambió por uno lleno al instante. «Esto es eficiencia», pensó. Antes de que pudiera darle el primer sorbo, las puertas del local se abrieron y entró un grupo de cuatro hombres que se acodaron en la barra y comenzaron a pedir de forma desordenada. Manuel se fijó en uno de ellos en particular y, cuando sus miradas se encontraron, supo que algo iba mal.
Un destello de reconocimiento brilló en las facciones del individuo, que apartó la mirada de inmediato, y Manuel dio un largo trago directamente del gollete sin quitarle los ojos de encima. Le observó dar un leve codazo a uno de sus acompañantes y decirle algo al oído. Ninguno se volvió para mirarle, pero tampoco hizo falta que lo hicieran.
Manuel no creía en las casualidades. No lo había hecho nunca, lo que le había salvado el pellejo en más de una ocasión. Por eso, en cuanto reconoció a aquel tipo supo que tendría suerte si acababa la noche de una pieza. Era el mismo al que había detectado siguiéndole aquella misma tarde al volante de un Fiat de color azul eléctrico y al que creía haber despistado sin demasiadas complicaciones.
Que coincidiera con aquel individuo dos veces en un mismo día no podía ser casualidad, y que encima apareciera en compañía de otros tres amigotes no resultaba nada tranquilizador. Todos tenían el mismo aspecto patibulario, maleantes de medio pelo con colgantes y anillos de oro y ropa poco discreta, y Manuel intuyó que por separado no debían de ser demasiado peligrosos. Sin embargo, cuatro contra uno era una apuesta perdida de antemano. Una desventaja insalvable a la que no podría hacer frente con las manos vacías.
Dio un nuevo trago a la cerveza mientras su cerebro carburaba a toda velocidad. La salida estaba en el lado opuesto del local y para llegar hasta allí tendría que pasar a la fuerza junto a aquel grupo. ¿Irían armados? Se preguntó si le asaltarían allí mismo o si tenían planeado dejarle salir para después atacarle en el aparcamiento. Había dejado su revólver en el coche, pero dudaba de que fueran a dejarle llegar hasta él y masculló una maldición mientras calculaba riesgos y probabilidades de éxito. Por más vueltas que le daba no veía la manera de salir bien parado de aquel embrollo y comenzó a asumir que tenía que actuar cuanto antes. No podía dejar que aquellos tipos tomaran la iniciativa.
¿Quién les habría enviado? Aunque en aquel momento su principal preocupación era salir indemne de allí, sabía que tendría que plantearse aquella cuestión antes o después. De lo que estaba seguro era de que debía de haber cabreado mucho a alguien. Eso justificaría que se tomasen tantas molestias para quitarle de la circulación.
Los cuatro individuos le dirigían miradas nerviosas cada pocos segundos y Manuel intuyó que no las tenían todas consigo. A pesar de la ventaja numérica, su envergadura debía hacerles presagiar que no iba a ser nada fácil someterle. Parecían aterrorizados. No sería la primera vez que ganaba una pelea sin lanzar un solo puñetazo, ya que muchos matones recapacitaban en cuanto tenían delante sus más de dos metros de altura y capitulaban antes siquiera de empezar a soltar golpes. «Mejor no contar con que se rindan», pensó mientras dejaba el tercio vacío sobre la mesa y tomaba una decisión.
Se puso en pie de forma lenta, lo suficientemente despacio para acentuar su tamaño y que pareciera que no terminaba de levantarse nunca. Trastabilló un poco, fingiendo estar borracho, y vio de reojo cómo los maleantes cruzaban miradas extasiadas, tal que si acabasen de ver multiplicadas sus posibilidades de éxito. Más valía que le creyesen ebrio y torpe a que supieran que hacía un rato que había reparado en ellos.
Caminó hasta la barra tambaleándose y constató que los cuatro rufianes se alborotaban. Uno de ellos dijo algo en voz baja y los demás rieron la ocurrencia, nerviosos. Manuel sacó un billete arrugado y se lo dio a la camarera, que lo hizo desaparecer en algún lugar bajo la barra y se alejó sin devolverle el cambio. «Va a resultar que soy mejor actor de lo que creía», pensó.
—Qué feo es el hijoputa —oyó decir.
De nuevo apreció risas nerviosas, contenidas, provenientes del grupo de matones. Ya no se molestaban en disimular, no creían tener que hacerlo. Manuel siguió mirando al frente, como si continuase esperando a que la camarera regresara con su cambio, mientras medía mentalmente la distancia que le separaba del grupo y calculaba sus posibilidades.
«A tomar por culo», pensó. Si aquellos tipos creían que iba a dejarles machacarle sin más estaban muy equivocados.
Se volvió hacia ellos y los miró uno por uno. Identificó al gracioso que había soltado aquel chascarrillo sobre su aspecto y le dedicó una sonrisa lobuna, logrando que se le congelaran las facciones en una mueca de espanto. Sus rostros evidenciaron que estaban llegando por sí solos a las mismas conclusiones, una tras otra: en primer lugar, algo como «Se ha dado cuenta, sabe que venimos a por él y no está dispuesto a ponérnoslo fácil». Un instante más tarde llegaba la segunda conclusión: «No está borracho en absoluto. Ha fingido estar ebrio para que nos confiemos y bajemos la guardia».
Antes de que pudieran extraer una tercera conclusión, Manuel cogió el taburete que tenía al lado y lo levantó sobre su cabeza. Debía de pesar unos veinte kilos, pero lo enarboló como si fuera un maldito mondadientes, algo que tampoco les pasó desapercibido. Sin tiempo para reaccionar, los maleantes le vieron lanzar el taburete contra ellos, derribando a los dos que tenía más cerca.
Varias putas comenzaron a chillar ante la trifulca que se avecinaba y, sin darles tiempo a recomponerse, Manuel se desplazó hasta el grupo con una rapidez que nunca habrían atribuido a alguien de su tamaño. Se plantó ante el más gracioso de los cuatro y le soltó un manotazo en la mejilla que sonó como si una corriente de aire hubiera cerrado de golpe las puertas del infierno.
Blam.
Le vio poner los ojos en blanco y caer desmadejado, igual que un títere al que hubieran cortado los hilos. «Uno menos del que preocuparse», pensó mientras se revolvía y salía a la carrera del club.
Una vez fuera se colocó junto a la puerta y armó el brazo. No pensaba cometer el error de echar a correr hacia su coche y dar la espalda a aquellos matones, consciente de que aprovecharían la oportunidad para echársele encima. Dado que no iba a poder llegar hasta su arma, la única opción viable era un ataque directo, por lo que en cuanto vio asomar la cabeza a otro de aquellos tipos le encajó un manotazo en pleno rostro que lo mandó a hacer compañía a su compinche al país de los sueños. Blam.
Detrás de aquel individuo venían los dos a los que había derribado al lanzarles el taburete, ya recompuestos y preparados para la batalla y, antes de que pudiera armar el brazo de nuevo, se le echaron encima arrojándole una lluvia de puñetazos en el rostro que le hicieron retroceder.
Manuel acertó a devolver un par de golpes, pero sabía que ya era demasiado tarde y no tardó en trastabillar y tropezar con algo que le hizo caer de culo sobre el suelo de grava del aparcamiento con un estrépito similar al que habría provocado un árbol recién talado. Los matones supieron que no iban a tener otra oportunidad como aquella y, tras saltarle encima, redoblaron sus esfuerzos y le machacaron sin piedad con puñetazos de los que Manuel trató de cubrirse colocando ambas manos frente a su rostro mientras rezaba por no desmayarse. «Como lo haga, soy hombre muerto».
En un momento de lucidez, en plena lluvia de golpes con dos indeseables sentados sobre él, alcanzó a recordar las circunstancias que le habían llevado a acabar en el aparcamiento de un burdel perdido de la mano de Dios recibiendo la paliza de su vida.
Todo había comenzado con la muerte de una chica. No tenía claros los motivos que hicieron que emprendiera aquella cruzada solitaria para desenmascarar a su asesino, aunque puede que tuviesen algo que ver con el hecho de que sus compañeros y superiores le hubieran repetido una y otra vez que se mantuviera al margen.
El sabor metálico de la sangre le sacó de sus ensoñaciones, enfureciéndole, y entre los dedos alcanzó a ver los rostros jadeantes y sudorosos de sus asaltantes. Si bien los golpes eran demoledores, lo que demostraba que se trataba de individuos experimentados en tales lances, sabía que no tardarían en cansarse y que sus puñetazos se volverían más lentos y menos certeros. Nadie podría mantener aquella cadencia de golpes durante mucho tiempo, «ni siquiera el puto Mohamed Ali», se dijo y resolvió esperar su oportunidad.
A pesar de todo, una parte de su cerebro no paraba de repetirle que aquello no era del todo malo y que si alguien se había molestado en mandar a esos cuatro para que le dieran un escarmiento era porque estaba en el camino correcto. Estaba más cerca de atrapar al asesino de Clara Vidal.
«Si salgo de esta, claro», pensó.
Todo empezó con la muerte de una chica
Capítulo 1
Comisaría Provincial, Cádiz
Viernes, 6:57 horas
El día anterior, el inspector Manuel Bianquetti comenzó su jornada de la forma habitual. Llegó a comisaría unos minutos antes de las siete de la mañana, fichó y fue directamente al parque móvil. Cada mañana, los inspectores y subinspectores adscritos a la Comisaría Provincial de Cádiz se reunían a esa hora para organizar el servicio y repartir los asuntos pendientes y las tareas a realizar durante el día. Manuel no estaba invitado a las reuniones, ya que sus funciones en aquellas dependencias apenas requerían planificación, y prefería largarse a desayunar antes que compartir un solo minuto con los inútiles que tenía por compañeros.
En el parque móvil había varios vehículos a disposición de los agentes de paisano, entre ellos el desvencijado Opel Kadett que siempre escogía. La tapicería llena de quemaduras de cigarrillo y el olor a sudor y tabaco encastrado en el habitáculo, fruto de las innumerables noches de vigilancia en las que había servido, eran motivos más que suficientes para que nadie quisiera utilizarlo y resultaba incomprensible que todavía no lo hubieran mandado al desguace. Manuel estaba convencido de que aquella tartana y él tenían algo en común: nadie esperaba nada de ellos.
Encajado en el habitáculo del Kadett, que su corpulencia llenaba casi por completo, condujo hasta el Paseo Marítimo y se puso a la cola de la caravana de madrugadores que acudían a sus lugares de trabajo. El sol todavía no había hecho acto de presencia y el cielo estaba tan oscuro que bien podría haber sido noche cerrada. El viento de levante que llevaba varios días azotando la ciudad parecía haberse calmado al fin, aunque por todas partes se podían ver rescoldos de su furia: vallas publicitarias rotas, contenedores volcados, algunos ciclomotores derribados… Aquel molesto ventarrón, que cada pocas semanas asolaba la ciudad como si de un ciclón se tratase, era una de las cosas que más odiaba de Cádiz.
Llevaba menos de un año en aquella ciudad, pero no echaba de menos Madrid. Durante los primeros meses le pareció que Cádiz se le quedaba pequeño, con sus avenidas estrechas y aquella asfixiante disposición, rodeada de mar por todas partes. Sin embargo, con el tiempo la sensación de angustia había sido sustituida por una extraña resignación ante el modo de vida de aquel pequeño rincón olvidado al sur del sur, más pueblo que ciudad, que parecía regirse según sus propias normas.
Cuando llegó al final del Paseo Marítimo, casi en las afueras, aparcó en doble fila y entró en una tasca llamada El Candil. Había varias cafeterías en las inmediaciones de la comisaría, pero prefería acudir a aquel tugurio para evitar encontrarse con alguno de sus compañeros.
Nada más entrar saludó al camarero, se acodó en un extremo de la barra y pidió un cortado. Mientras esperaba, el aroma a café recién molido se introdujo en sus fosas nasales sin pedir permiso, un olor que a cualquiera le habría parecido de lo más agradable, pero que a Manuel le hizo arrugar la nariz merced a lo que tiempo atrás un médico calificó como olfato selectivo. Un defecto que provocaba que algunos olores le molestasen profundamente, mientras la mayoría pasaban por su pituitaria sin pena ni alegría.
Para combatir el olor encendió un cigarrillo y exhaló el humo hacia el techo. En aquel momento era el único cliente, por lo que no creyó que el camarero fuera a recriminarle que fumase. Además, llevaba acudiendo a aquel antro el tiempo suficiente como para que supiera que era policía y que se pasaba por el forro aquella absurda ley antitabaco.
—Como vengan los municipales y te vean fumando me va a caer una buena —dijo aquel mientras colocaba el café sobre la barra de madera llena de muescas y marcas de cigarrillos.
—No me vengas con esas —respondió Manuel, poco dado a reírle las gracias a nadie antes del primer café— o te mando una inspección para que cierre este nido de cucarachas.
El camarero esbozó una sonrisa incierta, sin saber si tomarse en serio o no la amenaza. Finalmente negó con la cabeza y le dio la espalda, dispuesto a olvidar el tema y seguir con su trabajo. Manuel probó el cortado y se concentró en el televisor grasiento que daba las noticias desde una esquina del establecimiento.
Aquella fue su primera toma de contacto con el asesinato de Clara Vidal. En la pantalla apareció una reportera frente a un cordón policial custodiado por un agente que trataba de contener a los periodistas que se amontonaban frente a él. Manuel intuyó que había pasado algo gordo, por lo que se acercó al televisor y, sin pedir permiso, utilizó uno de sus gigantescos dedos para pulsar el botón que controlaba el volumen del aparato. A su espalda el camarero alzó las cejas en un gesto ambiguo: por una parte, molesto porque aquel cliente se comportase como si estuviera en su casa; por otra, estupefacto ante la facilidad con la que era capaz de pulsar un botón al que él solo llegaba poniéndose de puntillas desde lo alto de una silla.
—… Ha sido hallada muerta esta mañana, dentro de un contenedor de basura —decía la periodista—. La joven ha sido identificada como Clara Vidal, de nacionalidad colombiana y dieciséis años de edad. Todavía se ignoran las causas de su muerte, aunque la policía está interrogando a los amigos y al novio de la víctima para tratar de esclarecer las circunstancias en las que se produjo.
La reportera dio paso a las declaraciones del novio de la chica, un joven sudamericano de aspecto despistado que hablaba de forma atropellada, aún en estado de shock.
—Anoche salimos a bailar, pero Clara se separó de nosotros —dijo, el labio inferior temblando entre palabra y palabra—. La llamamos más de mil veces pero no cogió el teléfono. No sabemos dónde fue ni con quién…
Manuel apenas escuchó las vagas explicaciones del muchacho mientras examinaba sus rasgos latinos con ojo clínico. La estadística jugaba en su contra y dedujo que el próximo paso que darían los investigadores encargados del caso sería detenerle y someterle a un interrogatorio más exhaustivo.
El recuerdo de Sol, su hija, y de las circunstancias que le habían hecho recalar en Cádiz se le presentó de forma abrupta. Ella también tenía dieciséis años cuando cayó en las garras de un degenerado, y trató de ahuyentar aquellos pensamientos apurando el café de un trago.
La reportera dio paso a otra noticia y Manuel volvió a la barra, pensativo. Cádiz no era Madrid y un homicidio no era algo con lo que estuvieran precisamente acostumbrados a lidiar en comisaría. Se preguntó cómo pensarían sus superiores manejar el asunto. ¿Se ocuparían ellos mismos de la investigación o esperarían a que mandaran a alguien desde la central de Sevilla para que se hiciera cargo?
De cualquier manera, decidió que no quería perdérselo. Normalmente no aparecía por comisaría antes de la hora de volver a fichar, pero para una vez que pasaba algo interesante quería ser testigo de primera fila de cómo se manejaban aquellos fenómenos que tenía por compañeros. Dejó unas monedas sobre la barra y salió del local mientras notaba la mirada del camarero clavada en su espalda, maldiciéndole entre dientes mientras rodeaba la barra y acercaba una silla al televisor para volver a ajustar el volumen.
«Quién sabe —pensó mientras montaba de nuevo en el Kadett—, tal vez me pidan que les eche una mano. Entonces sí que me voy a reír».
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Sinopsis: Empujado por el infortunio, el irreverente inspector Manuel Bianquetti se ve obligado a aceptar un traslado forzoso a la comisaría de Cádiz, un destino previsiblemente tranquilo que se verá alterado con el hallazgo del cadáver de una joven de dieciséis años. Una muerte violenta que le traerá reminiscencias de un pasado del que no logra desprenderse.
A pesar de la oposición de sus superiores, el inspector Bianquetti emprenderá una cruzada solitaria para atrapar al culpable siguiendo el rastro de unas evidencias que podrían no existir más allá de su imaginación. La realidad se va oscureciendo en la medida en la que el lector va devorando páginas al tiempo que participa junto al protagonista en la investigación de un caso cada vez más turbio y escabroso.
Título: La maniobra de la tortuga. Autor: Benito Olmo. Editorial: Summa. Edición: Papel y Kindle
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