Con motivo del Día Mundial de las Redes Sociales, Zenda y la Escuela de Imaginadores publican una selección de relatos inéditos que reflexionan sobre el uso y el impacto de las nuevas tecnologías.
Los tintes policiacos de «La mano de Dios», de José Manuel Díaz García, nos llevan a indagar en el problema del bullying y nos muestran cómo las redes —en este caso, en curiosa combinación con las creencias religiosas— amplifican todo lo que tocan.
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Entre una imagen tuya
y otra imagen de ti
el mundo queda detenido.
En suspenso. Y mi vida
es ese pájaro pegado al cable
de alta tensión,
después de la descarga.
(Intermedio, Chantal Maillard)
La mano de Dios
Ánxela subió a la albardilla del muro de la azotea. Miró la calle cinco pisos abajo. El griterío de las gaviotas le hizo alzar la vista al cielo. Avanzó el pie derecho que medio asomó al vacío. Adelantó el otro. Cerró los ojos, abrió los brazos y se dejó caer.
Un golpe seco fue su adiós. Quedó varada en la acera como una estrella de mar.
A lo lejos, el faro se apagó. La sirena del astillero accionó las grúas. Mientras, el sol convirtió en azogue el mar que las barcazas surcaron camino a puerto, tras faenar.
El policía levantó la cinta roja y blanca que acordonaba la zona donde yacía el cadáver para dejar pasar a las inspectoras.
—¿Qué sabemos de la muerta? —dijo la inspectora Peña.
—Ánxela Mariño Feijóo —comenzó la subinspectora Cobos—. Catorce años. Estudiaba segundo de la ESO en el colegio Santa Teresa. Hija única. El padre enviudó y contrajo segundas nupciales hace dos años. Es marino mercante. Actualmente embarcado en el Némesis con destino a Shenzhen. La madrastra es también la tía. Espera en la vivienda. Al conocer la noticia se puso histérica: hubo que sedarla. Una psicóloga del Sámur está con ella.
Se acercaron al cuerpo. Una mujer con equipo de protección blanco lo inspeccionaba.
—¿Qué tienes?
La forense levantó la cabeza y miró a la inspectora.
—Buenos días, también para ti, Peña. Poco que añadir.
—¿Pudieron empujarla?
—Pudiera ser, pero no era la primera vez que lo intentaba.
—¿En qué te basas?
Descubrió la muñeca izquierda.
—Mirad la cicatriz. Por el color, solo tiene unos meses. Además, están las uñas. —Mostró los dedos—. Comidas hasta la mitad.
—Vayamos a hablar con la madrastra —dijo Peña.
Comenzaron a caminar hacia el portal
—¿Qué piensas?
—Mejor subamos —dijo Cobos.
Al cruzar la puerta, un policía uniformado les saludo. Entraron en el salón. Sentada en el sofá junto a la psicóloga, una mujer gemía con la cara tapada con un pañuelo.
—¿Parece una monja? —susurró Peña.
—Casi lo fue.
—¿Se encuentra bien, señora? —dijo la inspectora.
La mujer descubrió el rostro y la miró.
—Soy la inspectora Aída Peña. A la subinspectora Luna Cobos, ya la conoce. ¿Se encuentra en condiciones de hablar con nosotras?
La mujer asintió con la cabeza. Tenía los ojos rojizos e hinchados. Llevaba el pelo corto y no usaba pendientes.
—¿Sabe por qué lo hizo?
La mujer cogió el móvil de la mesa. Puso la huella; buscó una pantalla y lo pasó a la inspectora.
—Lo vi esta mañana.
La inspectora cogió el móvil.
—Adiós mamá. No puedo más. Te quiero —leyó—. ¿Qué significa?
—Unas compañeras del colegio la acosaban.
—¿Lo denunciaron?
La mujer negó con la cabeza y volvió a llorar.
—Tranquilícese.
La psicóloga la tomó de la mano. Tras limpiar las lágrimas y sonarse, dijo:
—Se lo conté a la hermana Justa, directora del colegio.
Tomó el vaso de la mesa y bebió un sorbo de agua.
—Me dijo que no denunciara, que ella se ocuparía.
—¿Cuándo empezó el acoso?
—Nos mudamos de la aldea el verano pasado. Siempre fue cariñosa y aplicada. Vinimos para que tuviera oportunidades de estudio. Según avanzaba el curso le fue cambiando el carácter. Se encerraba en su habitación y no hablaba. Cuando se cortó las venas, lo entendí todo.
—¿Por qué se cortó las venas?
—A primeros de año. Salió a comprar pan. Regresó llorando. Se metió en su cuarto y no abría. Insistí muito. Al fin, lo hizo con la muñeca chorreando sangre. Mientras la curaba, me dijo que dos compañeras la acosaban y le pegaban.
—¿Sabe si hubo algún detonante nuevo para lo ocurrido ahora?
—Eu non sei. Todas las mañanas ponía pretextos para no ir a clase. Si la veía muy angustiada, llamaba para excusarle. Ayer… —Rompió a sollozar—. Meu Deus, que fixen!
—¿Qué ocurrió ayer?
—La obligué a ir a clase.
Las inspectoras se miraron y esperaron que se calmara.
—¿Qué carácter tenía?
—Ya se lo dije: era unha boa rapaza. Pecaba de tímida. Quedó sin madre muy pequeña. Al principio la atendió la abuela, pero al morir, salí del convento para cuidar de ella, de su padre y de la granja.
—¿Era usted monja?
—Aún no había tomado los hábitos. Luego, Dios lo quiso, me enamoré de mi cuñado y nos casamos. El pasa la mayor parte del año embarcado. Para ayudar, traballo en la cocina del convento.
—Resumiendo: no denunciaron. Solo habló con la directora del colegio que no hizo nada —dijo Cobos leyendo sus notas.
—Algo sí. La envió de ejercicios espirituales y todos los miércoles, oían misa y hablaban.
—Ya.
La mujer quedó hablando con la psicóloga.
—Acompáñame a la habitación —dijo Cobos a Peña.
Era un rectángulo de tres por cuatro. Tenía dos ventanas: una en la cabecera de la cama; y otra, sobre la mesa de estudio, junto a un armario. Las paredes estaban desnudas de pósteres y cuadros. La única foto de la habitación estaba en un portarretratos sobre la mesilla.
—¿Qué echas en falta?
Peña miró alrededor.
—No hay recuerdos.
—Mírala —dijo Cobos, pasándole el marco.
—¡Joder! Cumple el estereotipo: gordita, con gafas, tímida e introvertida. Vamos, una acosada de manual.
La pantalla del ordenador se iluminó. Apareció un rostro curtido, de ojos marrones, párpados hinchados y rojos y barba tupida. Llevaba un mono mahón azul, abrochado hasta el cuello. El fondo era una porta rectangular de esquinas redondeadas por la que asomaba un cielo azul de nubes aborregadas.
—¿Señor Mariño?
—Son eu.
—Soy la inspectora Aída Peña, de la Policía Nacional.
—Llama usted por lo de Ánxela, ¿no?
—Siento lo ocurrido.
—Cago en deus! —Golpeó la mesa con el puño.
El hombre rompió a llorar. Apoyó la frente en la palma de la mano y comenzó a mover la cabeza. Peña aguardó en silencio hasta que se calmó. Se limpió las lágrimas con la manga antes de hablar.
—Como pasou? —dijo con voz temblorosa.
—Podemos continuar en otro momento, si lo prefiere.
—No. Necesito saber cómo fue. Mi muller no quiso decirlo.
La inspectora se tomó un tiempo.
—Se arrojó desde la azotea.
—Tendría que haberlo supuesto.
—Suponer, ¿qué?
—Que la única oportunidad para mi neniña era volver a la aldea. Nunca debimos partir.
—¿Por qué la única?
—Mi muller confiaba en la hermana Justa. Le aseguró que todo se arreglaría. Yo sabía que no.
—¿No confiaba en ella?
— He visto moito, inspectora. Si Dios existe, hace tiempo que se olvidó de nosotros.
—¿Vendrá al sepelio?
—Depende de la empresa. Aún queda para arribar a puerto.
Los ojos añil de la hermana Justa destacaban en el rostro arrugado, adusto y enjuto. El velo gris que cubría el cabello de la anciana dejaba al descubierto un mechón de pelo blanco.
Las recibió en un despacho presidido por una gran cruz de madera. A su derecha, sobre una mesa auxiliar, había una máquina de escribir. Se acodó en la mesa y cruzó los dedos.
—¿En qué las puedo ayudar?
—Venimos por la muerte de Ánxela —dijo Peña.
—Que Dios tenga en su gloria.
—¿Es cierto que la madre le informó que su hija estaba siendo acosada por dos compañeras?
—Sí.
—Existe un protocolo para denunciar estos hechos. ¿Por qué no lo activó? —dijo Cobos.
—No es tan sencillo. Este colegio es católico. Los padres nos eligieron para instruir a sus hijas dentro de la fe. Jesucristo dijo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian. Y al que te hiere en la mejilla, ofrécele también la otra.
—Admirable mensaje. Lástima que no se siga.
—Querida inspectora, se olvida los designios de Dios.
—¿Los designios de Dios?
—A veces son inescrutables para la mente humana.
—Y, ¿qué tienen que ver con la muerte de la niña?
—Dios la puso a prueba.
—¿Qué?
—Al igual que Job, Ánxela necesitaba fortalecer su fe para superar las adversidades.
—¿Por eso la envió de ejercicios espirituales? —dijo Cobos
—Veo que están bien informadas.
—¿De qué hablaban los miércoles?
—De fe.
—Pasemos a lo práctico —dijo Cobos—. Habló con las maltratadoras.
—Con ellas y sus padres. Quedaron consternados. A veces, ellos también son víctimas de los hijos díscolos. Otras, los hijos son los que sufren por los pecados paternos.
Cobos anotó algo en una libreta.
—¿Dígame sus nombres?
La hermana se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos.
—Prometieron no reincidir.
—Le mintieron —intervino Cobos.
—¿Tomó alguna medida? —dijo Peña.
—Ordené a la tutora que vigilara los recreos. Nada ocurrió en ellos. Además, como ustedes saben, la agresión que llevó a Ánxela a cortarse las venas, ocurrió fuera del colegio.
—Esa agresión sucedió hace meses. En su mensaje de despedida, escribió que no podía más. ¿Sabe el por qué?
La hermana negó con la cabeza. Peña miro a Cobos y se pusieron en pie.
—Muchas gracias, hermana.
—¿Puedo darle un consejo? —dijo Cobos.
La anciana asintió con la cabeza.
—Ante un caso de acoso, siga el protocolo. Deje que los padres denuncien. Con el apoyo de un psicólogo y una orden de alejamiento, muchas veces es suficiente para salvar una vida.
—Lo tendré presente.
—Y… algo más. De no activar el protocolo, al menos, mande a la acosada a clases de defensa personal en lugar de a ejercicios espirituales.
—Usted no es creyente, ¿verdad?
—No. En mi descargo, le diré que estudié en un colegio católico.
—Lo siento por usted.
—No lo sienta. Me hicieron pragmática. Prefiero lo práctico a lo teórico —dijo Cobos.
Aprovecharon el recreo para charlar con la tutora. Era una mujer de mediana edad entrada en carne, de cara lavada y pelo recogido en una cola, camisa blanca y falda y rebeca gris.
—Soy la inspectora Peña, ella es la subinspectora Cobos —dijo mostrando la placa.
—Vienen por la muerte de Ánxela, ¿verdad? —Se cruzó de brazos.
—¿Qué nos puede contar sobre ella?
—Al inicio de curso era una niña callada, pero estudiosa. Luego cambió. Se volvió hermética y dejó de estudiar. Aunque con justificación, faltaba mucho a clase. Cuando venía estaba ausente, como atemorizada.
—¿A qué atribuye ese cambio?
—Bueno… Durante los recreos vi ciertos comportamientos hacia ella por parte de otras alumnas que…
—¿La acosaban?
—Pudiera ser.
—¿Qué hizo al respecto?
—Informé a la hermana directora, como otras veces.
—Por lo que dice, ¿eran las agresoras reincidentes?
Tardó en contestar.
—Sí.
—¿Tomaron medidas?
—No, que yo sepa.
—¿Continuó el acoso?
—Preferí no mirar.
—¿Cuáles son los nombres de las acosadoras?
—Para eso deberán hablar con la hermana directora.
—La muerte de Ánxela lo cambia todo —intervino Cobos—. De nada les servirá esta especie de omertá que guardan.
—De verdad que no puedo. Es mucho lo que me juego.
—Como quiera. La citaremos en comisaría para declarar.
La tarde declinaba. La luz crepuscular teñía el despacho con tonos rojizos y alargaba las sombras de las pantallas de los ordenadores y las lámparas de las mesas.
Aída tecleaba en el ordenador. De vez en cuando paraba para consultar una hoja con notas escritas a lápiz.
—Ven a ver esto, Aída —pidió la subinspectora.
—Un momento, me falta la última frase.
Tecleó y leyó lo escrito. Luego, se levantó, rodeó la mesa y se acercó a Luna.
—Mira. Lo encontré en Facebook. Está fechado el 13, dos días antes del suicidio.
Cobos pulsó iniciar el vídeo. En una especie de garaje, por las columnas y las marcas del suelo, una muchacha rubia y grande, vestida con chándal azul, insulta a Ánxela y la empuja contra la pared. Luego, tirándole del cabello la arroja al suelo. No contenta, le pisa la cara rompiendo la gafa y comienza a patearla. Mientras lo hace, grita que, si dice algo, la próxima paliza será peor.
—Fíjate —dijo Cobos—, tiene más de quinientos me gusta.
—Ya sabemos el origen de los hematomas que presentaba al morir.
—Y la causa del suicidio.
Luna Cobos entró en la sala de inspectores. Colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y miró a la inspectora Peña que terminaba de hablar por teléfono.
—Madrugaste.
—Quería ultimar el expediente de Ánxela para enviarlo esta mañana a la fiscalía de menores.
—¿Un café? Pareces necesitarlo.
—No veas la noche que me ha dado Marcela. Está echando los dientes y…
—Úntale las encías con aceite de clavo. Mi madre me lo recomendó para la mayor y es mágico. —La miró—. Este caso te afecta, ¿verdad?
Aída afirmó con la cabeza.
—Sí. Me acosaron en el colegio.
—¿Cómo lo solucionaste?
—Lo solucionó mi hermana mayor. Había un muchacho que me empujó y tiró al suelo varias veces. Luego, con la amenaza de pegarme, exigía que le diera cada mañana el dinero del desayuno.
—¿Qué hizo tu hermana?
—Mi hermana era un año mayor y cinturón marrón de judo. A la salida del colegio, paró a mi acosador y le exigió que devolviera el dinero que me había quitado.
—¡Con dos cojones!
—El otro le dijo que yo se lo había dado. Le metió un puñetazo en el plexo que le dobló. Lo levantó tirándole del pelo. ¿Qué se siente cuando alguien abusa de ti?, le preguntó. El otro se limitó a fulminarle con la mirada. Entonces, le golpeó la corva y cayó de rodillas. Intentó rebelarse, pero mi hermana le tiró y retorció el brazo. Volvió a preguntar hasta que reconoció, entre lágrimas, que mal. Le dejó marchar, no sin advertirle que estaría pendiente de él.
—Reincidió.
—Fue increíble. A partir de aquel día se comportó como un muchacho normal. Hasta diría que educado.
Sonó el móvil de la inspectora.
—¿Sí?… ¿Qué?… ¿Dónde?… Bien. Vamos para allá.
—¿Qué pasa? —dijo Cobos.
—Encontraron el cadáver de la hermana Justa en la capilla del colegio.
El cuerpo de la directora estaba caído junto a un reclinatorio tapizado en terciopelo rojo.
La mujer con equipo de protección blanco que tapaba el cuerpo volvió la cabeza al escuchar los pasos de las inspectoras resonando en la nave.
—¿Qué me cuentas? —dijo Peña.
—Míralo, tú.
Levantó la sábana y descubrió el cuerpo.
—¡Dios!
Cobos se arrodilló junto al cadáver.
La hermana Justa yacía boca bajo. Tenía hundida en la coronilla uno de los brazos de una cruz dorada.
—La golpearon con la cruz del altar.
—Hay que tener mucha fuerza para hacer esto —dijo Cobos.
—Fuerza o rabia —apuntó la forense.
—¿Quién la encontró?
—La hermana Justa acostumbraba a venir a la capilla un rato antes de la misa de siete para rezar. La encontró el oficiante.
—¿Quién conocía su rutina?
—Toda la comunidad.
Al salir, Aída Peña levantó la mirada al cielo. Siguió como una gaviota con las alas extendidas planeaba ganando altura gracias a las corrientes ascendentes.
Se giró hacia la subinspectora.
—Contacta con el Némesis. Pregunta si el padre salió para acá. Si lo hizo, qué día y a qué hora. Luego, comprueba el pasaje de los vuelos que llegaron desde esa fecha.
—Me pongo con ello.
El ruido del fax hizo que Luna se levantara. La hoja impresa cayó en la bandeja. La recogió y leyó.
—El avión del padre de Ánxela aterrizó a las cinco y seis minutos —leyó en voz alta.
—Del aeropuerto al colegio, cuánto se puede tardar: treinta minutos —dijo Aída.
—Tan temprano, incluso menos.
—¿A qué hora murió la monja?
—A eso de la seis y veinte —aclaró Luna.
La inspectora se quedó abstraída, recorriendo con un dedo la línea de sus labios.
—Tengo algo más —dijo la subinspectora al cabo de unos segundos.
—¿Qué tienes? —preguntó Aída, volviendo de su ensimismamiento.
—Cuando hablamos con ella, me llamó la atención lo que dijo sobre los hijos que pagan por los pecados de los padres.
—¿Sabes a qué se refería?
—Creo que sí. —Se acodó en la mesa—. Cuando hablé con la naviera donde trabaja el padre, aproveché para preguntar desde qué fecha trabaja para ellos. Marzo del 2000 —leyó un papel—. Pedí que me enviaran el detalle de los periodos de embarque.
Tomó unos papeles de una carpeta y fue hasta la mesa de Aída.
—Mira. —Puso dos hojas en la mesa—. Ánxela nació el 15 de abril de 2004. —Señaló la fecha en la partida de nacimiento—. Si retrocedemos los nueve meses de gestación, nos vamos a agosto de 2003.
—Pongamos julio-agosto.
—Vale. Mira la hoja de periodos de embarque. —Señaló con el dedo—. En el año 2003, estuvo embarcado desde mayo hasta noviembre sin ningún permiso.
—Entonces, no puede ser el padre.
—Aguarda. Mira esta partida de defunción —dijo Luna.
Puso otro documento en la mesa.
—¿Recuerdas que la madrastra nos dijo que estuvo de novicia en el convento y que salió a la muerte de su hermana para cuidar de la sobrina, del cuñado y la granja?
—Lo recuerdo.
—Investigué la causa de la muerte. Murió por parada cardiorrespiratoria a consecuencia de un cáncer de útero.
—¿Qué edad tenía la niña?
—Unos tres años. Pero hay algo más importante.
Puso un nuevo documento sobre la mesa.
—Lo determinante —sonrió— es que dos años antes de nacer Ánxela, a la teórica madre biológica le extirparon los ovarios.
—Entonces, ¿quién es la madre?
—A falta de realizar comparativa de ADN. Pienso que es la madrastra.
—¿En qué te basas?
—En su reacción al comunicarle la muerte. Las que somos madres sabemos qué es sentir a un hijo.
—Vamos. Nos debe una explicación.
Al segundo timbrazo, el padre de Ánxela abrió la puerta. Se había afeitado, pero de los pabellones de las orejas, salían matas de pelos.
—¿Podemos pasar? —dijo Cobos.
—Sí, pero…
Entraron sin hacer caso de lo que el hombre quería decir.
Encontraron a la mujer sentada en un sillón, con la mirada perdida y un rosario entre los dedos.
—¿Qué le ocurre?
—Vino poco después de hacerlo yo del aeropuerto. Se sentó y ahí está desde entonces. Non sei que carallo está pasando. Le pregunté cientos de veces qué le sucede, pero no habla.
Cobos se aproximó a la mujer. La tomó por los hombros.
—¿Se encuentra usted bien?
La mujer no contestó y siguió con la mirada ausente.
—Ya que su esposa no puede —dijo la inspectora—. Se lo preguntaré a usted, señor Mariño. ¿Quién es la verdadera madre de Ánxela?
—Ella. —Señaló a la mujer.
—¿Y el padre? —dijo Cobos.
—Nunca lo supimos. La forzaron en una feria de una aldea vecina.
—¿Por qué reconocieron a la niña?
—Siempre quisimos tener nenos. Pero la enfermedad no nos dejó. Ánxela no tenía culpa. La cuidamos como propia.
—Fue designio de Dios.
Oyeron susurrar a la mujer.
Se volvieron a mirarla. Aún parecida perdida.
—¿A qué se refiere? —preguntó la inspectora.
—A la muerte de la hermana Justa.
—¿Por qué un designio de Dios?
—Era un demonio. Mató a mi niña.
—¿Usted la asesinó?
—Fue Dios, por mi mano.
—¿Cómo ocurrió? —dijo Cobos.
—Sabía que iba a la capilla a rezar antes de misa. Fui a verla. Necesitaba consejo.
Calló y comenzó a llorar sin aspavientos.
—Continúe.
—Sentinme culpable por mandarla al colegio el día antes de morir. Era miércoles.
—El día en que hablaba con la hermana Justa —aclaró Cobos.
—Sí. Quería saber si le confió el motivo por el que se mató.
Comenzó a retorcerse las manos.
—¿Qué dijo? —preguntó Peña.
—Que no pudo soportar la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que yo era su madre. —Las lágrimas corrían por las mejillas—. Pregunté por qué lo hizo. Añadió que Ánxela murió por mi pecado. —Negó con la cabeza—. Non sei que me pasou. Cogí la cruz del altar y… Xa non me acordo. Cuando volví en mí, ya había… Créanme, no fui yo quien la mató, fue Dios, por mi mano.
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