Llevamos años viendo cómo la vivienda es la crónica de una muerte anunciada. Los alquileres turísticos afloraron como oportunidad ocurrente, un modo de viajar más barato. Ese fue el inicio. No se hizo nada más que dejar que el invento modificara los mapas y los territorios. Como resultado: edificios preñados de candados, ni una sola vivienda libre y a precio asequible. La imposibilidad de disponer de un lugar donde reposar del frío o de los otros. De contar con una guarida.
Todos y cada uno de nosotros ponemos en marcha de forma inconsciente una máquina de habitar propia. Le Corbusier definía así a sus viviendas porque —según él— contenían, más allá de parámetros arquitectónicos, un planteamiento emocional y metafísico.
Esa máquina de habitar que confeccionamos a medida nos permite gestionar los imprevistos, las realidades, los miedos y las bondades de nuestra vida. La cosa se complica cuando hay que crear esa máquina de forma consciente y reforzarla. Llego entonces al inicio de este libro. A la maternidad, una andadura conjunta entre mujer, criatura y entorno, que he querido abordar desde la resistencia, en un cuaderno que es a la vez de campo y de cultivo, para una madre que busca herramientas con las que educar, ayudar y aproximarse a una hija que le ha declarado la guerra.
He concebido el Diario de una madre que perdió su nombre como un motor de cambio, un ejercicio sobre la identidad y el amor propio. Es un libro incómodo, duro, consciente. Nada complaciente. Real como la vida misma. Una obra que desde la ficción me ha permitido reivindicar muchas realidades de las que hay que hablar, como la soledad, la incomunicación, la perversión que esconden muchos divorcios y recae en los hijos, y de otras tantas que hay que seguir visibilizando, como la no aceptación que afecta no solo al cuerpo, también a la forma de pensar y sentir, a lo difícil que resulta la convivencia, o el poco mérito que se le da a valores como la generosidad, la honestidad y la fortaleza.
Precisamente ahora que escribo este artículo, reverbera la historia atroz cometida sobre Gisèle Pelicot durante diez años por más de ochenta hombres capitaneados por el que entonces era su marido. Esta evidencia abre las puertas de par en par a la atrocidad, a la aniquilación del concepto de respeto, de la violencia misma. Es la destrucción del amor. Pero también refuerza la valentía de la víctima —demuestra que su máquina de habitar es un artefacto extraordinario— que le permite ir a cara descubierta, y con un aplomo digno de asombro, a las sesiones del juicio, en el que los violadores (los que han podido ser capturados, hay más de treinta libres) van tapados.
“Un día empecé a ver documentales de animales salvajes. Estar alerta no me servía de nada. Tenía que prepararme, mudar la piel cambiar la forma de moverme, de gesticular incluso, para estar a otra altura, superior a la tuya, que te desconcertara y te infundiera respeto (…). Observar a las hembras impala me ha hecho aprender a defender, a mirar y olfatear el territorio. A escuchar, porque cada sonido emite un mensaje y plantea una respuesta rápida. Ellas me han enseñado a desprenderme: a mostrarme distante contigo. A dejarte con la manada. A quitarle peso a las cosas. Al menos aparentemente. A ser otra yo por ti para enseñarte que hay una jerarquía natural que ni siquiera tú, con toda tu mala leche y tu guerra de guerrillas puedes cargarte”.
Con Diario de una madre que perdió su nombre he defendido la aproximación al campo de batalla, el combate cuerpo a cuerpo, íntegro y desprendido, que establece una madre con y por su hija. Su lucha por no dejar de ser quien es. Por mantener su voz como baluarte de sí misma.
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Autor: Laura Demaría. Título: Diario de una madre que perdió su nombre. Editorial: Nocturna. Venta: Todostuslibros
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