Segunda entrega de la serie La Masacre de Grecia.
En 1453 cayó Constantinopla en manos de los turcos otomanos, comandados por Mehmet II. Con ella cayeron también los últimos bastiones del otrora magnífico Imperio Bizantino, que abarcara desde las riberas del Mar Negro hasta Belgrado. Todos los súbditos bizantinos eran de cultura y lengua griega y religión cristiana ortodoxa.
A partir de ahí, la dominación turca se fue extendiendo como una nube de langostas por los territorios antaño bizantinos. La convivencia entre otomanos y griegos no fue fácil. Los primeros llegaron como conquistadores y no hicieron nada por integrarse con sus súbditos, que siempre tuvieron la conciencia de estar subyugados por la babucha turca.
Cuando el Imperio otomano empezó su declive, a comienzos del siglo XIX, prendió la llama de la independencia en los territorios helenos. En 1821 comenzó la llamada Guerra de la Independencia, principalmente en la península del Peloponeso y en otros lugares de la Grecia continental. El uno de enero de 1822, en una asamblea celebrada en el emblemático teatro de Epidauro, se proclamó la independencia.
Quíos era una de las islas más ricas del Egeo gracias a los cultivos de la masticha o almáciga (una resina muy apreciada para uso culinario o en la fabricación de productos farmacéuticos. La de Quíos es de las más afamadas por su calidad) y de cítricos. Un grupo de mil insurgentes helenos desembarcó en la isla con el fin de ganarla para su causa. La guarnición turca estaba formada también por mil efectivos.
El gobernador Vahit Pachá pidió ayuda a la Sublime Puerta (así se llamaba al gobierno del sultán en Estambul). La Puerta no podía permitir que se extendiera la llama de la rebelión entre sus vasallos griegos y, teniendo también in mente la matanza de turcos perpetrada por las tropas helenas en la liberación de la ciudad de Trípoli, ordenó dar a los quiotas un castigo ejemplarizante.
El 30 de marzo de 1822, Martes Santo, llegó al puerto de la capital una flota de 46 navíos con 7000 soldados, comandados por el almirante Kara Ali. Nada más desembarcar se dio la orden de iniciar una masacre indiscriminada, a la que se unieron los 1000 efectivos que estaban de guarnición en la fortaleza. Fue una matanza general, sin excluir hospitales o lazaretos de leprosos. La ciudad y aledaños fueros devastados por las llamas. Al día siguiente, 31 de marzo, pequeñas flotillas de fanáticos turcos comenzaron a hacer incursiones desde otras islas cercanas o desde las costas de Anatolia para cazar griegos y saquear sus propiedades. Dichas incursiones se mantuvieron hasta agosto de este mismo año. Se postula que, contando las tropas regulares y los voluntarios acudidos a masacrar a los quiotas, el número de invasores ascendió a unos 40.000 hombres.
Las órdenes que el pachá Vahit y el almirante Ali dieron a todos sus efectivos fueron: matar a todos los niños, independientemente de su sexo, menores de 3 años, a los chicos jóvenes a partir de los 12 años y a los ancianos y a todas las mujeres mayores de 40 años; capturar y vender como esclavos a las chicas y mujeres entre 3 y 40 años, a los chicos entre 3 y 12 años; respetar la vida de los varones jóvenes, sólo si consentían en islamizarse, pero matar a los ancianos, aunque alegaran que estaban dispuestos a abrazar el Islam.
Después de arrasar la ciudad los turcos se dirigieron hacia el sur, hacia Kampos y su territorio (donde los genoveses habían introducido el cultivo de cítricos, cuyas mandarinas eran muy apreciadas en los mercados europeos). Los griegos ofrecieron una tenaz resistencia en Thymiana y en el monasterio de Agios Minas. Fue inútil. En una de las capillas, junto a delicados iconos, se pueden observar, en unas estanterías pintadas de azul mar, los restos de los masacrados en aquel lugar santo.
Los supervivientes buscaron refugio en las montañas y monasterios de la zona central, en la Mastichochora, al sur, donde se producía la masticha, cuyo cultivo estaba protegido, pues era monopolio del harén de la hermana del sultán, y en la costa oeste, esperando ser evacuados por los navíos y barcas que llegaban desde la vecina isla de Psara.
Al séptimo día de comenzada la masacre, Kara Ali anunció una amnistía a los quiotas que entregaran las armas y regresaran a sus hogares. Incluso obtuvo cartas del Metropolitano de la isla, Platón, la máxima autoridad religiosa ortodoxa, y de otros notables asegurando a sus vecinos que las intenciones del almirante eran sinceras. Llegó a persuadir también al cónsul de Austria y al vicecónsul de Francia para que recorrieran la isla instando a los quiotas a aceptar la amnistía.
Pocos retornaron a su hogar. Los que lo hicieron fueron ejecutados, junto con los rehenes notables que tenían cautivos en la fortaleza, el Metropolitano incluido.
A partir de aquí, comenzó el segundo ataque o la Gran Masacre, siendo la más larga en duración y en número de víctimas. Le tocó ahora a la región central, en la que se sitúa el citado monasterio de Nea Moni. Centenares de fugitivos buscaron refugio en este lugar sagrado. Inútilmente. Los monjes actuaron de escudos humanos. Fueron decapitados con cimitarras o alanceados los primeros.
Acongoja ver algunos cráneos de varones, mujeres o niños reventados por golpes de maza o por picas, o que te cuenten que muchas mujeres jóvenes, que podían haber salvado la vida, fueron degolladas por intentar defender a sus hijos de pecho, a sus padres o a sus esposos. Aseguran que muchos cuerpos aparecieron decapitados. Los merodeadores turcos, atraídos por las recompensas prometidas por Vahit, decapitaban a sus víctimas para llevarle al pachá las cabezas, lenguas u orejas de sus víctimas. El gobernador enviaba barriles con estos despojos al Sultán.
Incluso mujeres y niños, que por su edad debían haber salvado la vida para ser vendidos como esclavos, fueron degollados para mutilarlos y llevarse los trofeos, pues se hallaban muy lejos de la capital y era un engorro para sus verdugos conducirlos con vida hasta allá.
Las poblaciones que ofrecieron resistencia, como Vrontados, donde se levanta la Daskalópetra, y Thymiana, fueron devastadas a sangre y fuego.
El último reducto en el que encontraron refugio los griegos en esta segunda masacre fue en el Noroeste de la isla, donde los fugitivos esperaban ser evacuados por los bajeles helenos, procedentes los más de la isla de Psara. Testigos presenciales describen que los huidos cubrían una extensión de unos doce kilómetros de costa. Miles de almas desamparadas acosadas por los otomanos. Muy pocos encontraron salvación en la mar. Bien porque las naves griegas no se atrevían a cruzar entre los navíos turcos que comenzaron a llegar, bien porque algunos patrones helenos pedían sumas desorbitadas a sus compatriotas para embarcarlos, abandonándolos a su suerte si no pagaban.
Los turcos fueron arrinconando a los fugitivos en el cabo de Melanios. Se produjo una orgía de sangre. Millares de muertos e innumerables cautivos. Los verdugos se divertían castrando a los varones, aún vivos, y metiéndoles los testículos en la boca, prendiendo fuego a las vestiduras de las mujeres que intentaban proteger a los suyos. Muchos helenos se arrojaron por los acantilados antes de caer en manos otomanas. El mar, teñido de rojo.
Partidas de merodeadores emprendieron, auxiliados de perros de presa, una búsqueda sistemática de supervivientes en calas, riscos y cuevas recónditas. Caravanas de cautivos eran llevados hasta la capital para ser embarcados y vendidos como esclavos en los mercados de Esmirna.
Sólo la región productora de la almáciga, la Mastichochora, por ser el cultivo de estos arbustos resinosos monopolio de la familia del sultán, quedó a salvo. Por el momento. Aunque los otomanos conminaron a sus habitantes a entregar a los fugitivos bajo severas amenazas.
Pero el pueblo griego es un pueblo bravo, capaz de los mayores actos de heroísmo en los momentos más críticos. A primeros de junio un puñado de unos 30 partisanos, mandados por un isleño de Psara, Konstantinos Kanaris (al fin el tal Kanaris), burló la vigilancia turca y se deslizó entre sus navíos hasta llegar a la nave capitana. Se las ingeniaron para entrar a la santabárbara de la misma y colocar una carga explosiva, que hicieron detonar cuando ya se hallaban a salvo en su lancha. Mandaron a pique al buque insignia y al almirante Kara Ali, a retozar con las huríes. En un rincón de la fortaleza se halla la tumba de Ali y el Museo Naval de Quíos atesora, como sabemos, la daga que usara Kanaris, quien siguió combatiendo en la Guerra de Independencia, llegando a ser almirante y Primer Ministro hasta en seis ocasiones.
El 7 de junio, nada más ser enterrado el almirante Kara Ali, Vahit Pachá mandó que fuera arrasada también la región de la Mastichochora y encomendó la llamada Tercera Masacre a 20.000 soldados.
La isla fue arrasada en su totalidad. Las matanzas, incendios y saqueos se extendieron hasta el mes de agosto. Incluso fueron empalados dignatarios extranjeros que intentaron parar las degollinas.
Según Constantinos E. Fragomichalos, al principio de los hechos aquí narrados Quíos contaba con unos 120.000 griegos y unos 3.000 turcos. Al final de las masacres sólo quedaron en la isla 1.800 helenos. Unos 23.000 consiguieron huir. 52.000 fueron vendidos como esclavos. 42.000 perdieron la vida, frente a los 600 turcos que cayeron en las escaramuzas.
Inmediatamente fueron hechos venir griegos de otras regiones para que atendieran sin demora la recolección de la almáciga. La hermana del sultán no podía prescindir de tan suculentas rentas.
Las matanzas de Quíos conmocionaron a la opinión pública occidental, que acabó adhiriéndose a la lucha del pueblo heleno por su libertad. Intelectuales como Victor Hugo, Chateaubriand o Lamartine escribieron encendidos artículos filohelenistas. Lord Byron acudió voluntario a combatir con las tropas de liberación y murió de un ataque de malaria en la ciudad de Messolonghi en 1824. Artistas como Xydakobe, Kanelakis o Delacroix pintaron cuadros sobre el tema. El más conocido es el del francés, que se expone en el Louvre con el título La matanza de Quíos. Resulta desolador.
Incluso políticos como el rey alemán del estado de Baviera, Luis I, llamó a luchar por la independencia griega. Potencias como Rusia, Francia y el Reino Unido contribuyeron a la causa helena.
Los quiotas debieron esperar 90 años para escapar definitivamente del yugo otomano: la isla fue liberada en 1912.
Hoy Grecia vuelve a estar sometida. Una nueva masacre se está perpetrando en el país heleno. Los turcos actuales hablan alemán (es el caso de la canciller Angela Merkel y su ex Ministro de Finanzas Wolfgang Schäuble ), francés (como la Presidente del Fondo Monetario Internacional), italiano (cual Mario Draghi, Presidente del Banco Central Europeo) o inglés (como los ejecutivos de los diferentes fondos buitre que quieren repartirse los despojos del país que alumbró la Democracia). La Sublime Puerta se llama ahora la Troika. Pero sus fines son los mismos: desguazar a un país, humillar y masacrar a sus ciudadanos en aras de un talibanismo neoliberal, donde los mercados, los bancos y los grandes lobbies empresariales están por encima de las personas. Lo único que importa es sacar cuantos más beneficios mejor. A cualquier coste.
El papel de los jenízaros, las tropas de élite otomanas, formadas por soldados que habían sido niños cristianos raptados y adoctrinados en un fanatismo islamista ciego, y de los verdugos lo forman ahora los propios gobernantes de los países masacrados por la Troika: los sucesivos gobiernos helenos comandados ahora por la Syriza de Alexis Tsipras, pero antes por Antonis Samaras, líder del Partido Nueva Democracia, gemelo de nuestro PP, causante junto con el PASOK (el equivalente al PSOE) del hundimiento de la economía griega y salpicado (al igual que acá) de sangrantes casos de corrupción y los gobiernos europeos formados por una cuadrilla de tecnócratas que gobiernan por y para la Banca y los de su ralea.
Mientras tanto, en España guardamos silencio. La masacre se está dirigiendo ahora contra los estudios de artes y humanidades. El griego está desapareciendo de institutos a pasos agigantados, dándose ya sangrantes ejemplos donde no se puede ni estudiar. Lo mismo le sucede a su hermano el Latín, que tampoco se libra del sambenito de “inútil”.
A las actuales generaciones les están robando Grecia, lo que los enseñó a ser seres humanos libres, con todas las contradicciones que ello conlleva. Les están hurtando las grebas de Aquiles dándoles a cambio, como vulgar timo del tocomocho, las espinilleras de Cristiano Ronaldo. Los versos de Homero están siendo sustituidos por los rebuznos de Kiko Rivera o Belén Esteban. La elocuencia de Clístenes, Pericles o Demóstenes nos están siendo escamoteadas a cambio de los ininteligibles balbuceos de Mariano Rajoy o de cualquier soplacirios que grazna desde vomitivos platós de telebasura. Nos quieren birlar los poemas inmortales de Safo a cambio de los ripios voceados a ritmos machacones por violadores de la música que relinchan reggaetón y afines. Se les da más valor a los tatuajes de Sergio Ramos que a la inteligencia de Odiseo.
Estamos perdiendo a Esquilo y su capacidad de apiadarse de los vencidos, como dejó escrito en Los Persas. Nos roban a Sófocles y sus inmortales lecciones vertidas en la saga de Edipo. Nos sajan a Eurípides y a su grandiosa capacidad de empatizar con el terrible drama de Medea, que, por despecho al marido por abandonarla, es capaz de matar a sus propios hijos.
En la penúltima noche que pasé en Quíos, fuimos a cenar a un puerto pesquero. Bajo un emparrado, en el porche de entrada a la taberna, había un grupo de marineros. Llegaron dos individuos a caballo. Vestían blusones y pantalones negros y llevaban turbante. Eran agricultores de los pueblos de la montaña, que sudaban de sol a sol (de ahí los turbantes) intentando arañar algún cultivo en aquellos terruños cuajados de piedras. Al caer la fresca bajaban al puerto a tomarse unos vinos con sus amigos pescadores, antes de que éstos se embarcaran para faenar.
Cada uno tenía frente a sí un cuartillo de vino blanco fresco. Tres o cuatro platos de aceitunas negras eran su única comida. La crisis no les permitía más. Estaban pletóricos por poder compartir con los amigos un par de horas, unos tras una dura jornada de faena y otros antes de otra ardua labor en la mar. De vez en cuando uno se levantaba y se ponía a bailar alguna de esas fabulosas danzas griegas, al son del equipo de sonido de la taberna. Me acerqué fascinado ante sus bailes y su alegría de vivir. Se percataron de mi presencia y me ofrecieron un cuartillo de vino, que paladeé con el alma plena. Intenté devolverles su cortesía invitándoles a una ronda. Con gesto adusto, casi ofendidos, declinaron mi ofrecimiento. Yo era su invitado, aunque no me conocieran de nada.
En otra de mis visitas por la Grecia continental sucumbí a uno de mis vicios: visitar lugares arqueológicos preñados de ruinas. Fuimos a Arjea Mesina (Antigua Mesenia). Allí me reconcilié algo con el pueblo teutón: algunos ciudadanos alemanes visitaban con delectación aquellos parajes llenos de historia y leyenda. Varios, incluso, colaboraban como arqueólogos voluntarios en las excavaciones de una basílica.
Quiero pensar que aún hay esperanza en Alemania, en el resto de Europa, España incluida: esos viajeros que respetan como se merecen los países que visitan, esos jóvenes y mayores alemanes que acudieron a la Academia Homérica a traducir y a rendir tributo al padre Homero y recitaron como bardos un pasaje sobre la cólera de Apolo, esos jóvenes españoles (Ana, Carmen y Manuel), que “sacrificaron” parte de sus vacaciones viviendo Homero y visitando piedras, esos docentes españoles (Jaime, Ángel, Marién, Felipe y Magdalena) que son capaces de transmitir a sus alumnos su amor por el mundo clásico, esa pareja suiza que acudió a estudiar griego a sus casi 80 años, esa norteamericana jubilada que cruzó medio mundo para traducir a Homero en su cuna.
Ellos son mi esperanza. Sólo ellos y los que se consideran hombres y mujeres de bien tienen el poder de parar esta masacre.
En caso contrario, perderemos Grecia. Entonces nos daremos cuenta, demasiado tarde, de que Grecia éramos todos. De que sin Grecia no tendríamos ni Democracia, ni teatro, ni vino, ni aceite, ni vida mediterránea, ni cultura. Que si perdemos a Grecia nos perdemos a nosotros mismos.
Vídeo: Gracias, Grecia
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