Hace años empecé a sentir una extraña desgana: los libros ya no me atraían y estaban empezando a dejar de ser compañeros para convertirse en decoración de las paredes. Como ya era adulto y medianamente responsable no me preocupé mucho de esa desazón y sí de otros asuntos que me parecían de mayor enjundia… hasta una mañana en que estaba ajustándome el sombrero ante el espejo y vi por el rabillo del ojo a mi yo lector. Nunca había reparado en su presencia, pero lo reconocí al punto, pues no en vano era carne de mi carne y letra de mis letras; estaba tumbado en mi cama, respiraba con dificultad, padecía una evidente obesidad mórbida, por las comisuras de su boca se escurrían restos de páginas a medio digerir y me pedía auxilio con sus ojos miopes.
Decidí ponerlo a dieta: desde ese momento mi yo lector sólo comería buena literatura, de la de antes de que las librerías se llenasen de olor a fritanga por culpa de sus anaqueles atiborrados de sobras de refritos y algún que otro plagio en salsa brava. Costó reeducarlo, pero mi yo lector fue poco a poco perdiendo y olvidando farsas y perifollos y quedándose con el sustancioso tuétano de los clásicos.
Enseguida pensé que podría haber más gente en mi estado, e incluso llegué a plantearme que pudiera haber algún interés creado para que la gente atestase sus cerebros con literatura —por llamarla de alguna manera— digna de los programas televisivos de cotilleo.
—Jairo, ¿qué dices? —comentó otro de mis yoes: el Jairo sarcástico y canalla que habita en mi sesera—; ¿un complot para que la población sea idiota? ¡Leer es cultura!
Ahí intervino el Jairo mesurado:
—La comida rápida es, a fin de cuentas, comida; pero solo un suicida se alimentaría a base de hamburguesas. ¿Y si intento hacer algo bueno y sabroso? Una novela que se lea como si bebieras agua y que te sentase bien sin efectos secundarios.
—No va a funcionar; el menú de este restaurante que son los libros es monotemático y elaborado en grandes cocinas industriales. Salirse de la línea y arriesgarse a ofrecer algo distinto a unos paladares embotados es fracaso garantizado, y yo lo sé porque tú lo sabes.
—¡Por favor, ten un poco de fe! Por supuesto que lo sé y me permito recordarte que fuiste tú quien me dijo que escribir Shara Clayton era una pérdida de tiempo, y la novela —anónima y sin padrinos— se metió en la final del Premio Planeta e incluso le llegó una vaharada de sus mieles. ¿Ahora callas? Olvídate de las masas, pensemos en dar lo mejor al individuo. Salvar a uno será el mayor éxito. Como dice nuestro mejor amigo, “el ganado quiere pienso”, y coincido, pero me resisto a pensar que no hay esperanza… ¡Esperanza! Quiero una novela esperanzadora, distinta a la línea imperante. ¿Qué tal si la ambientamos en la época de la Restauración? Esa novela tiene que tener aventura, viajes, exploradores, villanos, tiroteos, monstruos y lugares exóticos; tiene que tener ciencia-ficción, tiene que mirar al futuro y necesitará una pizca de los tres amores: el tóxico, el platónico y el verdadero; tiene que saber a dulce amistad y a amarga maldad; tiene que tener juegos de palabras, salitre, quillas, velas y piratas. Tiene que ser sorprendente, que no se le caiga al lector de las manos… Y ciencia. Nada de Deus ex machina ni marcianos salvadores de la humanidad.
—Veo que me vas a poner a trabajar.
—¡Cállate! Prepara café, prende un pitillo y ve encendiendo el ordenador, hay que escribir.
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Autor: Jairo Junciel. Título: La máscara de Prometeo. Editorial: Almuzara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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