En los primeros setenta el cine era de barrio y de aventuras. De sesiones continuas pero nunca lo bastante largas para las multitudes de niños que llenaban la platea. Chavales boquiabiertos ante una pantalla donde, muchas veces, un héroe de negro enmascarado batía su espada con la del villano. Nada sonaba mejor que aquel chocar de filos y cazoletas, nada tan espectacular como una buena coreografía de estocadas traicioneras. Luego finta, molinete y el sable del malo salía volando. Desarmado el rival, bastaban tres rápidos trazos de florete para que el enmascarado le dejara marcada la frente con una humillante “Z”. La zeta del Zorro. La misma que se quedaba grabada, igual de imborrable, en los corazones de esos críos que salían del cine entusiasmados y pidiendo a sus padres una espada de juguete y un antifaz.
Desde niños las máscaras nos atraen, y el creador del Zorro, Johnston McCulley, lo sabía. Si ya el prósopon griego (pros: delante, opon: faz) facilitaba a los actores potenciar comedia o drama mediante caretas, las consiguientes máscaras terminaron de otorgar autenticidad al bien y al mal. Un villano con el rostro cubierto es más villano, un héroe que hace lo mismo parece más héroe. Por eso McCulley eligió una máscara que simbolizara la justicia.
Periodista treintañero nacido en IIlinois (EEUU), Johnston McCulley se había criado en California del Sur. Después de escribir un par de novelas de aventuras sin demasiada fortuna decide recuperar las historias que tanto había escuchado de niño, historias sobre la dominación española en aquellas tierras a comienzos del siglo XIX. Es en ese escenario donde sitúa a don Diego de la Vega, un joven y rico terrateniente español que cultiva una imagen pública pusilánime y amanerada en exceso para que nadie sospeche que en realidad es El Zorro. Estamos, por tanto, ante un personaje que en su vida cotidiana representa exteriormente una mentira. Que sólo adquiere su verdadera dimensión cuando se coloca la máscara y se transforma en un audaz y escurridizo justiciero, símbolo de los más nobles ideales.
La primera aventura del Zorro se publica en agosto de 1919, se titula La maldición de Capistrano y aparece dividida en cinco entregas dentro de la revista de relatos All-Story Weekly. Gracias a la favorable acogida de los lectores, McCulley escribirá cerca de sesenta historias que encumbran al enmascarado como uno de los grandes héroes de capa y espada de la literatura estadounidense. Un héroe con no pocos referentes.
Sin duda, en la génesis del Zorro hay una clara influencia de Dick Turpin, ladrón de caballos y asaltante de poca monta que existió realmente en la Inglaterra del siglo XVIII y terminó sus días en la horca. La posterior literatura popular empezó a rodearlo de leyenda hasta que el escritor William Harrison Ainsworth termina de darle forma como bandido de buen corazón, uniformado con impecable casaca roja, tricornio y antifaz en Las aventuras de Dick Turpin (1834). El Zorro también tiene una estrecha conexión con La Pimpinela Escarlata, la extraordinaria novela de aventuras firmada por la baronesa Emmuska Orczy en 1905. Es una historia protagonizada por Percy Blakeney, un noble inglés aparentemente superficial y remilgado, pero que en secreto se dedica a rescatar a los aristócratas condenados a la guillotina tras la Revolución Francesa. Similitudes más tenues podemos encontrar en Dubrovsky, el bandido ruso (1841), obra de Alexander Pushkin en la que el protagonista se ve obligado a convertirse en forajido. Si bien los rasgos trágicos de este personaje nada tienen que ver con nuestro enmascarado, el recurso del héroe enamorado de la hija del villano sí se repetiría luego en muchas de sus aventuras. Pero además de estos parentescos literarios, El Zorro parece inevitable deudor de Judex, film dirigido en 1916 por el también creador de Fantomas, el francés Louis Feuillade. Es muy probable que McCulley fuera un día al cine y se encontrara con esta cinta, donde no sólo aparece un enmascarado que desafía la ley. Además conocemos a un misterioso justiciero de identidad secreta, vestido de negro y, por si fuera poco, a una banda que se identifica habitualmente con la letra “Z”.
Precisamente la inicial con la que El Zorro marca a sus enemigos podría encerrar otro significado bastante menos explícito. Para el investigador Fabio Troncarelli, esa “Z” también se refiere al signo semítico Ziza, un símbolo de la luz resplandeciente y la energía vital relativo a la masonería, institución a la que pertenecería McCulley y cuyos ideales coinciden con las inquietudes justicieras del Zorro. El círculo se cerraría si tenemos en cuenta que la primera adaptación cinematográfica del personaje es obra de un guionista llamado Eton Thomas, pseudónimo utilizado por Douglas Fairbanks, estrella del cine mudo, productor y maestro de la logia masónica 528 de Beverly Hills.
Fairbanks había leído La Maldición de Capistrano aconsejado por su mujer, la también actriz Mary Pickford. A ella le había fascinado el relato y él enseguida vio en El Zorro una estimulante posibilidad de dar un giro a su carrera. Entusiasmado, escribe, produce, protagoniza el film y hace algo hasta entonces nunca visto en Hollywood: contratar a un maestro de esgrima para adiestrarse, tarea que correrá a cargo del tirador belga Henry J. Uyttenhove. Tras cambiar el título original por La Marca del Zorro, el rodaje arranca en octubre de 1920 con dirección de Frank Niblo. No sólo Fairbanks se lo pasó en grande manejando la espada y dando rienda suelta a las saltarinas acrobacias que tanto le gustaban, también hizo disfrutar a los miles de espectadores que no pararon de llenar los cines para conocer al nuevo héroe. De la noche a la mañana La Marca del Zorro se reveló como un éxito que superaba todas las expectativas.
La repentina popularidad convierte al Zorro en un icono eminentemente cinematográfico y relega a segundo plano sus orígenes de literatura pulp. Su indiscutible magnetismo visual hace que en los años siguientes su presencia en la gran pantalla sea constante y, por lo tanto, llena de altibajos. Como anécdota, la producción mejicana El Nieto del Zorro (1947) contó en su reparto con quienes en los años setenta se convertirían en los populares Payasos de la Tele, Gaby, Fofó y Miliki, Para mayor asombro, quien dio vida al Zorro fue nada menos que Gaby en la que pasaría a la historia como una de las peores películas rodadas jamás.
Desde mediados de los sesenta El Zorro aprovecha el auge del spaghetti western para subirse al carro de las producciones hispano-italianas de bajo presupuesto. Películas de Serie B, violencia blanda y rodadas en apenas cuatro semanas pero tremendamente eficaces para el público infantil. A los pequeños espectadores les traía sin cuidado la escasa calidad de lo que sucedía en la pantalla. Disfrutaban del puro entretenimiento, y para cuando aparecían los títulos de crédito todos querían ser El Zorro.
Los actores que encarnaban al héroe en aquellos spaghetti zorros solían ser completos desconocidos de segunda fila, nada que ver con las estrellas que se ciñeron la máscara en producciones más exigentes. En 1940 es Tyrone Power quien protagoniza El Signo del Zorro, una revisión de La Maldición de Capistrano dirigida por Rouben Mamoulian. El film cuenta entre sus alicientes con un gran Basil Rathbone encarnando al villano, así como con la presencia de Linda Darnell, vértice de una sólida trama romántica en lo que sería la más elegante y cuidada versión fílmica del héroe hasta entonces. En 1975 el italiano Duccio Tessari dirige a Alain Delon en El Zorro. El actor francés es el principal artífice de este proyecto concebido como un regalo para su hijo Anthony, gran admirador del enmascarado. Rodada en España, la presencia de una estrella como Delon benefició al film, distribuido por todo el mundo con buena acogida de crítica y público. En 1997 su interpretación en La Máscara del Zorro, dirigida por Martin Campbell, consagra a Antonio Banderas como gran estrella latina de Hollywood, un contundente éxito internacional que no se repetirá en La Leyenda del Zorro, tardía secuela que el actor malagueño protagoniza en 2005 con el mismo director. Eso sí, su entrenador, el maestro tirador Bob Anderson, recordaría a Banderas como uno de los mayores talentos naturales para la esgrima con los que había trabajado.
Tampoco tendría la acogida esperada la segunda entrega del Zorro interpretada por Douglas Fairbanks en 1925 con el título Don Q, el Hijo del Zorro y dirección de Donald Crisp. Pionera en introducir los temas del envejecimiento del héroe y su descendencia, la película también nos muestra por vez primera al Zorro empuñando no sólo la espada, sino también un látigo, que manejaba con idéntica habilidad. Fue una idea del propio Fairbanks, quien se despedirá del personaje con esta cinta, pero a quien siempre deberemos la imagen definitiva del Zorro. Como impulsor de la primera adaptación, Fairbanks tenía recelos ante un posible fracaso en taquilla y por eso decidió incluir elementos de comicidad que en el relato original de McCulley no existían. También fue idea suya exagerar la ineptitud y torpeza de los villanos, así como aprovechar al máximo las posibilidades del medio cinematográfico para rodar espectaculares persecuciones y potenciar el innegable poder visual de la “Z” como símbolo definitivo del héroe. Características todas ellas que a partir de entonces serían inherentes a las posteriores adaptaciones audiovisuales del Zorro.
El éxito del justiciero enmascarado trascendería la gran pantalla para prolongarse en múltiples versiones televisivas, series de dibujos animados, tebeos, teatro, parodias, muñecos y videojuegos, pero no es hasta 2004 cuando El Zorro recupera sus orígenes literarios. En ese año los herederos de Johnston McCulley encargan a la escritora Isabel Allende inventar para el personaje el pasado que no tiene, construir la historia desde su infancia. El resultado es la novela de 2005 El Zorro: Comienza la leyenda. Situada en Los Angeles de California y la Barcelona del siglo XIX, el relato cuenta cómo, de niño, Diego de la Vega asiste a un acontecimiento que le hace dudar de la justicia y así comienza a forjarse la idea de ayudar a los más débiles. Destaca el esmero de la autora en la recreación histórica y el retrato del Zorro como el héroe divertido, teatral, fanfarrón y vanidoso que se espera que sea. Quizá por eso el libro gustó a los incondicionales del personaje pero no tanto a los seguidores de Isabel Allende, que lo recibieron como una obra menor.
Como no podía ser de otra manera, su condición de mito de capa y espada convirtió a El Zorro en inspiración o descarado calco para numerosos justicieros, en su mayoría olvidables. En 1944 llegaba a las pantallas El Látigo Negro del Zorro. El engañoso título camuflaba a una justiciera encarnada por Linda Stirling pero que tenía como nombre de guerra Látigo Negro. Otros sucedáneos fueron El Vengador Solitario, El Águila Negra, El Caballero Enmascarado o El Californiano. Más cerca del homenaje que de la copia podemos considerar al personaje de Westley, el espadachín de La princesa prometida, la fantástica novela publicada por William Goldman en 1973 y película de culto desde los ochenta. Mención aparte en el capítulo de imitadores merece El Coyote. Serie publicada como novela de quiosco a partir de 1943 y firmada por el novelista barcelonés José Mallorquí, la acción también se desarrollaba en California, pero en una época posterior, ya independizada del dominio español. El Coyote se nos describe como un justiciero vestido de charro mejicano y tocado con antifaz. Su única arma es la pistola y su marca, en lugar de la “Z”, un certero disparo en el lóbulo de la oreja derecha de sus enemigos. Aquí el hombre tras la máscara es don César de Echagüe, otro rico hacendado, de personalidad también aparentemente vacía, pero más erudito y menos amanerado que Diego de la Vega. A pesar de tan evidentes similitudes el éxito del Coyote en la España de posguerra llegó a superar al del Zorro, ventaja que tiene mucho que ver con el muy superior talento de José Mallorquí como escritor en comparación con los más que limitados recursos narrativos de Johnston McCulley.
Sea como fuere, y a lo largo de cien años, El Zorro no ha dejado de fascinar. Su sombra precursora también se cierne sobre esa mitología postiza de los superhéroes norteamericanos, inventada para llenar con enmascarados el vacío de los muchos dioses que Estados Unidos nunca tuvo. En una línea similar, Hollywood baraja desde hace años una posible revisión futurista del Zorro, interpretado esta vez por el mejicano Gael García Bernal. Al mismo tiempo, Quentin Tarantino considera filmar una película que reúna al personaje con el protagonista de su película Django Desencadenado (2012).
Son proyectos que demuestran la indudable vigencia del Zorro. De esa magnética dualidad del héroe que se enmascara para burlar los convencionalismos de clase. Del tenso equilibrio que ése héroe tras la máscara mantiene con su identidad justiciera. Y de esa autenticidad intrínseca en la que siempre podremos confiar. O como una vez dijo Bob Dylan:
“Cuando alguien usa una máscara te dirá la verdad. Cuando no, es poco probable”.
BIBLIOGRAFÍA:
El Zorro y otros justicieros de película. Pablo Mérida. Ed. Nuer. Madrid, 1997.
Máscaras de la ficción. Román Gubern. Ed. Anagrama; Colección Argumentos. Barcelona, 2002
La doble identidad: Imagen e iconografía bajo la máscara del héroe; por Diego Matos. CuCo, Cuadernos de cómic, número 1. Septiembre de 2013 194, CuCoEnsayo.
Blandir la espada. Richard Cohen. Ed. Destino. Barcelona, 2002.
El Zorro: 100 años a capa y espada. Artículo Espectáculos www.ansalatina.com, 12 de agosto de 2019.
Entrevista con Isabel Allende. Diario Clarín. Buenos Aires, 24 de abril de 2005.
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