Releo China, de Henry Kissinger, y repaso un subrayado de la primera lectura: “… la rebelión Taiping (1850-1864), organizada en el sur por una secta cristiana china”. Dicha rebelión contra el Emperador de la dinastía Quing fue liderada por un hombre chino que se postulaba como el hermano menor de Jesucristo, y cuyo lugarteniente era otro sectario chino que aseguraba poseer poderes telepáticos. Por obra de este alzamiento, de un lado y del otro, murieron decenas de millones de chinos. ¿Qué clase B de película podría convertir en verosímiles estos sucesos? ¿Dónde está el límite de credibilidad de la realidad? Y si podemos creer estos eventos, que realmente sucedieron, ¿existe algo que pueda ser inverosímil? En 1980, un grupo comando israelí discute en una sala de gabinete. Una media docena de jóvenes militares, rigurosamente entrenados, acompañados de un jefe de brigada de entre 50 y 60 años, y dos políticos de civil, representantes de los Ministerios de Seguridad y Relaciones Exteriores. La discusión cobra temperatura.
Uno de los militares parece leer un panfleto cuando asevera que el rescate de Entebbe salvó el presente de la nación, que Israel necesitaba del éxito de Entebbe para sobreponerse a la Guerra de Iom Kippur; pero que la Operación Mascarada es una apuesta para modificar el pasado y diseñar el futuro del Pueblo Judío. Deben emprenderla, declama: la Historia no los perdonará si, contando con las posibilidades, no asumen los riesgos.
El representante de Exteriores no cede. Aún no han puesto sobre el tapete el tema del costo de la operación. ¿Por qué no convocaron a un representante del Ministerio de Finanzas? Se trata de una misión ultrasecreta, le responde el jefe de brigada; y además, agrega con una sonrisa irónica, dada la profesión a la que obligaron al sujeto a rescatar, es probable que el ministro de Finanzas se sienta personalmente involucrado y no pueda manejar con suficiente distancia el proceso de toma de decisiones. Bastante ya nos cuesta a nosotros, cierra. En cualquier caso, el costo es prohibitivo, coinciden todos. Si se compara el tamaño de la inversión, con lo intangible de la ganancia, no debería llevarse a cabo la operación. Pero también todos coinciden en que están en esa habitación discutiendo, en Israel, después de 2000 años de exilio, debido a una serie de intangibles completamente inesperados y desproporcionados.
Venecia. Circa 1600. Shylock, el judío veneciano, se encuentra frente a un tribunal de su ciudad, presidido por el Dux, la máxima autoridad de Venecia. Pende sobre su cabeza la sentencia inapelable: lo condenarán a entregar toda su fortuna, a perder a su hija y a abandonar su fe. Su destino será una metáfora del antisemitismo durante siglos. También un muy concreto anticipo del tormento de judíos de carne y hueso, sojuzgados y asesinados. Porcia, una joven que finge ser un leguleyo varón, ha construido un débil sofisma que destroza a Shylock; lo que hace válido su argumento no es su lógica intrínseca, sino el odio de todos los poderosos presentes contra Shylock, anterior y posterior a cualquier diferendo. Un sonido que los reunidos no pueden interpretar inunda la sala. Las aspas de dos helicópteros irrumpen en medio del carnaval veneciano, como Deus Ex Machina con disfraces inusualmente originales. Los soldados israelíes toman a Shylock por los hombros, también a Antonio, Bassanio, al joven leguleyo llamado Baltasar y al Dux. A la hija de Shylock, Jessica, ya la han subido en el segundo helicóptero. Sin encontrar otra respuesta más que las expresiones atónitas y el silencio estupefacto de quienes quedan en tierra, reemprenden el viaje, mucho más largo en tiempo que en espacio, rumbo a Israel 1980. Para su gran sorpresa, Shylock y los soldados, durante el traslado aéreo, descubren que el joven doctor llamado Baltasar, es en realidad una mujer: Porcia, la esposa de Bassanio.
—Esto realmente no tiene sentido —comenta Shylock.
Nadie sabe exactamente a qué se refiere.
Cuando falta poco para aterrizar, un intérprete que participó de la misión en traje de fajina, de apellido Levi, que se maneja entre el dialecto veneciano y el hebreo litúrgico, logra explicarle a Shylock que descenderán en un Estado judío.
—¿Y allí también hay un Dux? —pregunta sobrepasado Shylock.
—No —le contesta el intérprete—. Hay una Corte de Justicia.
Aterrizan a pasos del Distrito de la Corte en Jerusalem. Antes de entrar a la sala, a Shylock se le permite dar una breve vuelta por los alrededores. El juicio que sigue concita la atención internacional. Pero los alegatos son mucho más filosóficos, sociales y políticos que jurídicos.
Pronto los espectadores del caso comienzan a perder el interés. Las sentencias son más bien confusas. A Antonio, Bassanio y el Dux se los obliga a labrar la tierra y vivir de su propio trabajo.
Shylock, por primera vez en toda su vida, dispone de libertad para elegir plenamente su destino: de qué trabajar, por ejemplo. Pide se le permita inicialmente un año de estudios. También Jessica opta por esta alternativa. En un lejano teatro londinense, circa 1600, un bardo inglés reescribe o escribe por primera vez una historia inventada. No tan osada como la realidad.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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