¿Cuál es la diferencia entre novelar y confesar, entre construir un relato y escribir unas memorias? ¿Cuál es la diferencia entre inspirarse en hechos reales y narrar esos hechos reales? La teoría de “la verdad de las mentiras” dice que no hay ninguna diferencia, que el escritor debe construir un mundo en el que todo se sienta como real, aunque ocurra en planetas lejanos y haya hombres que vuelen. Pero no es evidente que eso sea del todo cierto.
En 2014, el joven escritor francés Édouard Louis publicó un libro autobiográfico titulado Para terminar con Eddy Bellegueule, que es el apellido real del autor. En él cuenta como a causa de su homosexualidad fue atacado, marginado y humillado en su ciudad natal, Hallencourt, en el norte de Francia. Su propia familia se avergonzaba de él, su propio padre le pegaba. Sus compañeros de colegio le escupían a la cara y le hacían tragarse los esputos. A los dieciséis años se armó de valor y decidió huir rumbo a París para dejar atrás su pasado: abandonó al Bellegueule mortificado y empezó a construir a Édouard Louis.
El libro fue un éxito absoluto. Vendió varios cientos de miles de ejemplares en Francia y fue traducido a muchas lenguas. Su caso se empleó como ejemplo de la pervivencia de la homofobia salvaje en nuestro tiempo: incluso en la civilizada Francia seguían sufriéndose indignidades como ésas.
Tiempo después de leer el libro me contaron que su madre acudía a las presentaciones que se celebraban en Francia para boicotearlas y explicarles a todos que los hechos que Louis cuenta en el libro son completamente falsos. “Ha destrozado la vida de nuestra familia”, exclamaba al parecer la señora en mitad de los actos públicos.
Nunca llegué a saber si aquello era verdad o mentira, pero mi percepción de Para terminar con Eddy Bellegueule cambió inmediatamente. No cabe duda de que el libro es el mismo sean cuales sean los hechos reales que estén detrás de él, y tal vez en el siglo XXIII, si aún sigue existiendo la literatura, será leído sin que importe mucho que en la partida de bautismo del autor y en la del protagonista figuren el mismo apellido, la misma ciudad de nacimiento y los mismos detalles biográficos. La literatura, sin embargo, no es —como tantas veces nos gusta repetir a los iniciados— un reino de marfil en el que todo tenga vida autónoma. Está manchada por los hechos, por las biografías, por la leyenda, por la suciedad de lo que ocurre.
En la literatura gay confesional ha habido en las últimas décadas —y más aún en los últimos años— un estampido. No es irrelevante que, con todos los matices, los autores se anclen a su propia historia. La literatura del yo —autobiográfica, memorialística, autoficcional— tiene en estos principios del siglo XXI un peso cada vez mayor, y el universo homosexual no podía escapar a esa corriente: su testimonio es el de la intimidad perturbada o conmovida, el de lo privado pisoteado por lo público, el del secreto, la clandestinidad y la penumbra.
El primero en abrir el camino en España fue Juan Goytisolo en Coto vedado, publicado en 1985. El año siguiente publicó En los reinos de Taifas, la continuación. Los dos volúmenes recogen sus recuerdos autobiográficos, que supusieron, en la época, un cierto sobresalto: primero porque el género era muy raquítico en España y la obra constituía una pequeña revolución literaria; y segundo porque Goytisolo, casado con Monique Lange y hermético en público hasta el momento, reconocía su homosexualidad y contaba algunos episodios audaces.
Las memorias de Terenci Moix, El peso de la paja, no tuvieron dos volúmenes, sino tres: se iniciaron en 1990 con la publicación de El cine de los sábados, al que siguieron, pocos años después, El beso de Peter Pan y Extraño en el paraíso. Son unas memorias, como el propio Moix, mitómanas y atrevidas, pero al mismo tiempo —y en ello radica su singularidad—contrapesadas por lo mínimo, por lo pequeño. Son las memorias de Terenci pero también las memorias de Ramón, que era su nombre real. La gravedad de la vida queda en ellas disuelta.
Moix es casi protagonista de uno de los últimos libros memorialísticos —novela con nombres reales— que se han publicado: El joven sin alma, de Vicente Molina Foix, en el que el autor recuerda los años de su juventud, compartidos con Terenci (que entonces todavía se llamaba Ramón), con su hermana Ana María Moix, con Pedro Gimferrer y con Leopoldo María Panero, entre otros personajes de la sociedad literaria de la época. En El joven sin alma, Molina Foix contiene la tentación nostálgica, y de esa tensión nacen algunas de las mejores páginas del libro.
Más representativo de esta convulsión confesional es el anterior libro de Molina Foix, El invitado amargo, escrito a cuatro manos con Luis Cremades. En él, los autores recuerdan en capítulos alternos la relación sentimental que les unió más de tres décadas atrás y el remolino que el tiempo fue haciendo con todo aquello: la vida gay de la época dorada de la movida madrileña, la fragilidad de las relaciones homosexuales de entonces, los celos, el dulce culturalismo que abrigaba a los amantes. Es un libro tan táctil que resulta doloroso.
En 2009, Lluís María Todó publicó en castellano El mal francés, un libro en el que reconstruía también su adolescencia y su despertar homosexual. Si en El invitado amargo Molina Foix y Cremades utilizaban sus cartas del pasado como base documental de la arqueología sentimental, en El mal francés Todó emplea sus diarios juveniles. A pesar de la ironía y del humor que recorren todo el texto, queda al desnudo la mala vida que el autor tuvo que llevar durante años por ser “un invertido, un marica, un gay o un homosexual muy extraño”.
Kiko Herrero fue finalista del Premio Goncourt en 2014 con una novela que recorre la misma senda autobiográfica: ¡Arde Madrid!, escrita y publicada originariamente en francés. En ella, Herrero recuerda también su despertar sexual, sus conflictos familiares, los excesos que vivió y el agotamiento al que llevó esa vida un poco al límite en todos los sentidos. Es un libro que encuentra en la sobriedad su mayor arma expresiva para recordar —una vez más— aquel Madrid glorioso de principios de los ochenta.
Luis Antonio de Villena, una figura omnipresente de la literatura homosexual española reciente, autor de más de dos decenas de libros narrativos, ha publicado en 2015 y 2017 los dos primeros volúmenes de sus memorias personales: El fin de los palacios de invierno (Recuerdos de infancia y primera juventud) y Dorados días de sol y noche. En ellos repasa, con la misma voz elegíaca y jubilosa de sus relatos o de su poesía, el crecimiento erótico, la gloria de las amistades literarias y el resplandeciente paisaje de la noche madrileña.
Yo mismo, por último, publiqué en 2016 El amor del revés, una autobiografía que trataba de contar el tránsito entre el descubrimiento de mi homosexualidad y su aceptación.
En América Latina, este modelo memorialístico o confesional se va abriendo paso poco a poco. Después del precedente de Antes que anochezca, de Reynaldo Arenas, del que ya hemos hablado en este rincón, en los últimos tiempos han empezado a publicarse algunos libros que exploran la homosexualidad desde el yo. El peruano Beto Ortiz, por ejemplo, cuenta noveladamente cómo tuvo que enfrentarse a la homofobia en el ámbito del periodismo y de la política: los amores, los excesos —más excesos— y su huida del Perú. El chileno Alberto Fuguet, por su parte, utiliza su pasión por el cine para narrar en VHS, a través de algunas de las películas que vio en su adolescencia y en su juventud, los titubeos, las inseguridades y los sueños de aquel muchacho que fue.
No da igual, por lo tanto, que Eddy Bellegueule sea o no Édouard Louis. Los libros son los mismos, las palabras son idénticas, pero hay en la lectura un rastro de estupor —o de ternura— que sólo es posible alcanzar si sabemos que lo que estamos leyendo ocurrió realmente.
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