Una visita póstuma
En el verano de 1986 pasé una o dos semanas con mis padres en Madrid. Conservo unos cuantos recuerdos de aquellos días, unos más desvaídos que otros. Entre ellos, puedo citar el mordisco que me dio en el culo —con toda la razón del mundo: fui yo quien usurpó su territorio— un mastín del Pirineo albino que se llamaba Morgan, la vez que estuve a punto de ahogarme en la piscina del bloque de Duque de Pastrana donde vivía la prima de mi madre en cuyo piso nos alojamos, un cómic de Conan Rey que me compraron en un kiosco, la vista decepcionante de la Puerta de Alcalá —aquél fue el año en el que se publicó el disco con la célebre canción de Víctor Manuel y Ana Belén— desde la ventanilla de un autobús, mi padre remando en el estanque del Retiro bajo el sol tórrido de julio, la inmensidad del «Guernica» en la que fue su primera casa madrileña una vez vuelto del exilio, un cachivache que había en el parque de atracciones de la Casa de Campo que se llamaba Viaje Espacial y que me gustaba mucho y al que me subí varias veces, algunas imágenes aisladas de viajes en metro o de calles que no sabría localizar, en alguna parte vi una pintura mural en la que una Estatua de la Libertad lloraba y que a mi tierna edad de entonces no supe entender. También recuerdo a Chulín —españolización muy (involuntariamente) asturiana de su hermoso nombre chino: Chu-Lin, «tesoro entre el bambú»—, que era por entonces el animal más famoso de España y todo un icono pop —¡hasta Enrique y Ana le habían escrito una canción!— y al que, evidentemente, fuimos a visitar porque el niño que yo era no podía irse de la capital sin saludar a aquel panda tan gracioso que salía a veces por la tele y cuya imagen era para los de mi tierna generación tan familiar como lo podían ser David el gnomo, Willy Fogg o El Chollo del Un, dos, tres. La verdad es que no lo vi en su mejor momento: con cuarenta grados a la sombra, el pobre oso estaba tirado patas arriba en el único resquicio de penumbra que refrescaba su parcela del zoo, inmóvil y atontado por el calor y completamente ajeno a las llamadas de los niños que, inútilmente, chillábamos su nombre —«¡Chulín, Chulín!»— por ver si nos hacía algo de caso. De vez en cuando levantaba ligeramente una de sus patitas ―a lo mejor sólo quería cerciorarse de que conservaba la capacidad de ejercitar sus músculos― y por un momento fantaseábamos con la posibilidad de que se irguiera y nos dedicara una o dos cabriolas, pero en vez de eso volvía a su posición inicial adormecida y volvía a caer nuestro gozo en un pozo. Tardé unos cuantos años en regresar a Madrid y tampoco he vuelto nunca por el zoológico: uno se hace primero adolescente y luego adulto, pierde la curiosidad por las cosas que le interesaron en la infancia ―o como mucho les dedica una simpatía descreída y condescendencia, como a esas manías ajenas que toleramos aunque no vayan con uno― o directamente deja de encontrar divertidas ciertas cosas y teme que sentirá más pena que regocijo al pasear entre animales enjaulados. Tampoco habría tenido demasiadas ocasiones de repetir aquella visita, porque Chulín murió a mediados de los noventa. Parece ser que le diagnosticaron una inflamación de la próstata y que se despidió de este mundo pocos días después. No mucho antes había fallecido su padrastro, con el que convivía en el cercado, y parece ser que los pandas no pueden o no saben vivir solos: necesitan contar al menos con una criatura de su misma especie cerca que les dé consuelo y abrigo, amistad y compañía, o como sea que lo consideren ellos. Hace unos días me acordé de Chulín, me puse a indagar y descubrí, no sin sorpresa, que su cuerpo se exhibe disecado en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Hasta allí me dirigí para hacerle una visita póstuma, en una de esas concesiones sentimentales a las que nos induce a veces una especie de compromiso íntimo con nuestra propia memoria. Estaba cerca de la entrada, al final del primer pasillo, a mano derecha. Tuve un sentimiento contradictorio: el niño que fui se emocionó al encontrárselo, pero el adulto que soy no supo bien qué pensar. Un chaval de unos nueve o diez años se puso a verlo a mi lado. En un rapto absurdo de melancolía o de orgullo extravagante, no sé bien, le dije que yo había visto a aquel oso cuando aún vivía. Él me miró con cara de «a mí no me cuente su vida, caballero». Hizo bien.
Las ciudades son libros
Me regala Juan Cruz en uno de los veladores del Gijón un libro del que yo no tenía noticia. Se titula Al pie de la letra, lo escribió Álvaro Abós ―un autor del que tampoco había oído hablar nunca― y propone una guía literaria de Buenos Aires, es decir, un recorrido barrio a barrio que se detiene en los lugares donde o bien residieron escritores que se afincaron en la capital argentina y fueron creando allí su obra o bien sirvieron de ambientación para tramas novelísticas, cuando no de inspiración de ciertos versos. El libro se publicó en Alfaguara cuando el propio Juan estaba al frente de la editorial y le agradezco mucho el gesto, en parte porque conoce mi devoción por Buenos Aires ―allí estuve hace un par de meses, siguiendo en este caso las huellas de mi propia novela, en lo que puede parecer un rapto chovinista pero era en realidad una necesidad documental― y en parte porque uno de mis pasatiempos favoritos consiste en caminar por las ciudades siguiendo las huellas de tinta que sobre ellas imprimieron otros. Ni soy el único que lo hace ni es una afición tan estrambótica: recorrer ciertos lugares siguiendo el rastro de quienes los vieron antes que nosotros y lo contaron de una u otra forma es uno de los mayores placeres que experimentamos quienes pasamos una buena parte de nuestras vidas rodeados de libros. La literatura es una forma de realidad aumentada que aporta matices y claroscuros a lo que se aparece ante nuestros ojos de manera diáfana, y no conocerá París de igual modo quien lo visita atendiendo sólo a las indicaciones de la Wikipedia o de una guía turística que quien la recorra pendiente de las palabras que sobre ella o a propósito de ella vertieron Zola o Hugo, Modiano o Ernaux o Cortázar. Paseo a menudo por Madrid fijándome en las placas romboidales que señalan los domicilios de ciertos autores ilustres o recuerdan acontecimientos menores ―la iglesia donde Lope de Vega cantó misa un día, el rincón en el que Quevedo hirió mortalmente a un caballero cuando salió en defensa de una dama―, pero también en busca de las calles y las plazas por las que caminaban los personajes de las novelas que más celebro o que me despertaron algún tipo de curiosidad, o de aquellos rincones que conocieron pequeños hitos que por una u otra razón se inscriben en mi imaginario personal. Madrid es, en el transcurso de esos recorridos, la ciudad que puede ver cualquiera y, a la vez, otra que sólo veo yo, porque nadie más se fija en lo que reclama mi atención ni posee claves que me atañen únicamente a mí. El cantautor uruguayo Quintín Cabrera decía en una de sus canciones que las ciudades son libros que se leen con los pies. Puede que sean, además, los únicos libros que, a medida que se leen, también se escriben.
Afinidades domiciliarias
Me envía Hortensia Campanella un vídeo en el que habla de la relación que mantuvieron Juan Carlos Onetti, a quien ella trató y cuyas obras completas preparó para Galaxia Gutenberg, y Mario Benedetti, que también fue amigo suyo y cuya Fundación preside ella misma, que además fue su biógrafa. Se trataron y se apreciaron mucho los dos escritores, aunque sus poéticas fueran, a la postre, bien distintas, y compartieron además una vecindad que he ido descubriendo por azar en estos meses, a la par que mis paseos me iban llevando por parajes prudencialmente alejados de los bullicios turísticos que asedian el centro madrileño en los fines de semana. Poca gente ignora que Onetti pasó en Madrid el último y dilatado tramo de su vida, casi dos décadas, y que se avecindó en el 31 de la avenida de América. Para sus lectores, y para los que con más o menos interés se han aproximado a su leyenda, el domicilio que ocupó allí adquiere unas resonancias casi míticas. Se conoce menos la dirección del piso donde residía Mario Benedetti, que se instaló en Madrid en 1983 y fue yendo y viniendo por temporadas hasta el final de sus días, y que no estaba lejos del de su compatriota. Vivió en el 7 de Ramos Carrión, a espaldas de López de Hoyos, y entre una y otra vivienda se puede trazar una diagonal casi exacta que atraviesa el corazón de Prosperidad, esa suerte de barrio de las letras contemporáneas en el que también recabaron José García Nieto, Rafael Sánchez Ferlosio o Millás. Se descubren vecindades llamativas en los merodeos ociosos por la ciudad que trata de rebelarse contra su propia desmemoria. Descubrí al poco de instalarme que la casa donde vivió Lorca justo antes de que una mala decisión lo llevara de vuelta a la Granada donde lo acabarían asesinando está a no demasiados pasos de una de las prisiones donde languideció Miguel Hernández, y hace no mucho supe que Quino, el papá de Mafalda, residió en un inmueble que se encuentra a unas pocas manzanas de mi casa. Cerca, al final de General Pardiñas y mirando hacia Barcelona, según reza la oportuna inscripción, escribió Carmen Laforet su Nada, y un poco más abajo está la esquina donde tuvo su sede el diario Madrid, que tanto enojó a Manuel Fraga cuando fue ministro franquista y cuyo edificio neobarroco fue derribado en 1973, en lo que nuestra encantadora dictadura quiso exhibir como un elocuente aviso a navegantes. Lo regocijan a uno estas afinidades domiciliarias que van surgiendo aquí y allá y generan una suerte de complicidad silenciosa con quienes habitaron antes las calles que se han vuelto cotidianas y se convierten en fantasmas amistosos a cuya sombra seguir andando, vigías mudos de nuestros andares perdidos por los predios que en un tiempo fueron suyos y que conservan la memoria suave de sus biografías extintas.
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