El novelista y periodista irlandés Colm Tóibín reúne en un único volumen quince ensayos sobre arte, escogidos entre más de cuarenta, escritos a lo largo de los últimos veinte años. Los textos muestran una determinada forma de mirar y dejarse cautivar; una forma de leer y también de narrar.
En Zenda reproducimos una parte del prefacio de La mirada cautiva (Arcadia), de Colm Tóibín.
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Una noche –debió de ser en 1980 o 1981– estaba sentado, ya tarde, en el bar del Arts Club de Dublín. Había un hombre de mediana edad de pelo canoso y ojos muy bonitos que se mantenía al margen de los allí reunidos; se estaba poniendo cada vez más gruñón. Era evidente que estaba borracho, pero había algo más: rebosaba un tipo de malestar profundo, una especie de intenso desprecio hacia los que le rodeaban, de hecho, hacia el propio espacio y quizá incluso hacia la noche en la que vagaríamos cuando cerrara el bar. Después descubrí que no se marcharía; estaba viviendo en una de las habitaciones del piso superior. Y no tenía dinero.
Conversando con él, me di cuenta de quién era. Poco después, encontraría un estudio y volvería a pintar. Su nombre era Patrick Collins. Pintaba el paisaje de su niñez en Sligo, al oeste de Irlanda. No salía a pintar con un caballete al aire libre. Trabajaba a partir de fotografías. Pintaba lo que ocurría cuando el recuerdo se convertía en una especie de fuerza activa, cuando la tarea de la pintura no era representar lo visible, sino presentarlo en todo su misterio y extrañeza. Utilizaba muchos azules y grises. Su paisaje podía estar amortajado en la niebla o velado por un cielo bajo. Sin duda aquella era la luz del oeste de Irlanda. Su paisaje tenía marcas o incluso figuras, a menudo en el centro, algunas precisas y otras sugerentes.
Más que nada, hacía el mismo tipo de cuadro una y otra vez. No obstante, en cada obra había una sensación de lucha para mantener la sutileza y al mismo tiempo ser fiel a lo que significa ver un lugar determinado, experimentarlo, luego recordarlo y finalmente verlo de nuevo a través de la pintura.
Como muchos de sus colegas de Irlanda, Patrick Collins no tenía interés en alcanzar fama internacional, ni le interesaban las tendencias del mercado del arte. Esto daba a este grupo de artistas irlandeses una gran independencia. Nunca tuvieron que preocuparse por estar o no a la moda.
Y así aprendí de aquellos artistas visuales una manera de ver las cosas, una manera de empezar a trabajar. Pero en la época en la que conocí a Patrick Collins ni siquiera había empezado mi primera novela. La novela vivía en mis momentos de ensoñación. Hacía todo por ella menos escribir.
Un día, en Dublín, fui a entrevistar al pintor Barrie Cooke para una revista. De pie, delante de uno de sus lienzos, me preguntaba cómo podía combinar lo que a mi entender era una reflexión profunda, un sentido de la línea y el tono totalmente controlado, con una energía arrolladora que confería a los cuadros una fuerza fluida. Él amaba lo que crece, cambia y se transforma.
Controlaba la pintura y después la dejaba libre, o quizá hacía ambas cosas al mismo tiempo. Me hubiera gustado hacer lo mismo con mi novela. Luego le hice una pregunta y su respuesta sigue siendo para mí una especie de talismán.
Le pregunté cómo empezaba un cuadro y dijo: «Haces una marca». Simuló el gesto de hacer una marca aleatoria con un pincel imaginario.
A veces, durante algunos años después de aquello, por la tarde y durante el fin de semana, cuando vivía en el último piso de una casa en Harcourt Terrace, en el centro de Dublín, hacía una marca utilizando la máquina de escribir.
Y a menudo, cuando no tenía ni idea de cómo proseguir, cuando no se me ocurrían nuevas imágenes, cuando me sentía bloqueado en la escritura del libro, recordaba de nuevo que Barrie Cooke había dicho. Hacía una marca. Para el inicio de un capítulo en particular, cuando realmente no se me ocurría nada, decidí que escribiría lo primero que me viniera en mente y luego lo conservaría. Lo que vino fue: «El mar. Un brillo gris sobre el mar».
Aquello me sorprendió y empecé a utilizarlo. Había permitido que Katherine, mi protagonista, viviera en aquel apartamento de Barcelona en el que yo había vivido. Su casa en los Pirineos era una casa en la que yo me había alojado. En Dublín, le di la casa de Carnew Street en Stoneybatter que yo había comprado en 1983 y en la que empecé a vivir en 1989. Dejé que viviera allí antes que yo. Sin embargo, la gran casa de Wexford donde ella había nacido y a la que volvió, solo la conocía por fuera. Ahora, mientras escribo estas frases: «El mar. Un brillo gris sobre el mar», un mundo que yo conocía perfectamente podría ser evocado. Era aquel tramo de costa cercano a Ballyconnigar, en la costa este del Condado de Wexford que Tony O’Malley había pintado. Podía sacar algo de sus colores modestos y sus tonalidades agradables. En el estilo de prosa que yo utilizaba, podía mantener los colores apagados, escondidos, sin miedo a la simplicidad, a la monotonía, sin tratar de ser efectista. Y luego no tener miedo de aumentar la tensión de las frases, darles color y dramatismo si pensaba que podía funcionar.
Al describir a Katherine trabajando como pintora en los Pirineos, estaba evocando mi propia lucha para trabajar. Empecé un capítulo: Días tranquilos y calmados en los Pirineos. El cortante frío del invierno cedía ante los sutiles movimientos de la primavera. Los guardabosques trabajaban en las colinas más arriba del pueblo. Observó el elaborado ritual de talar un árbol, los largos preparativos, los periodos de descanso. Le intrigaba la perturbación de la naturaleza en su origen, la perturbación de la vida de los insectos, de los pájaros, de la vida silvestre. Y lo que quedaba después parecía una escena bélica: tocones de árboles, bloques de madera, escaramujos arrancados, zarzamoras, un mundo talado envuelto todavía por el bosque, un oasis de dolor.
Siguió a los guardabosques con sus óleos, un lienzo y un pequeño caballete y pintó la tala de los árboles, el caos. 5 Años después, Katherine vuelve a Wexford y empieza a pintar aquella costa, una costa que yo describía por primera vez: Y luego esto, esto también. La apagada luz gris sobre el mar plomizo en Ballyconnigar. Cada color, una sutil variación de otro: crema, plata, azul claro, verde claro, gris oscuro.
En aquel paisaje irlandés, mientras imaginaba cómo sería recrear sus tonos y texturas, mientras intentaba evocar lo que podría significar ser otra persona, aprendí a hacer una marca. Había tardado mucho en hacerlo. Nunca estaba seguro. Me inspiré en la medida de lo posible en los pintores que había conocido y cuya obra había visto.
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Autora: Colm Tóibín. Título: La mirada cautiva. Escritos sobre arte. Traducción: Cristina Zelich. Editorial: Arcadia. Venta: Todostuslibros.
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