La lectura de algunos poemarios —por no decir de algunos poemas— suele desvelar ciertas miradas que habitan en nosotros. Miradas que se hayan ocultas, negadas, aturdidas por el recelo que nos implanta el acelerado ritmo contemporáneo. En cierto sentido, esas lecturas nos abren las puertas al mundo —a ese mundo negado— y eso ocurre con Estancia de la plenitud, el último poemario de Fermín Herrero, donde el autor alegoriza, en 31 composiciones presentadas sin títulos, sobre el oficio del poeta o, más bien, sobre la necesidad de la contemplación, de la pausa, de la búsqueda de lo ilusorio.
Fermín Herrero, tras una larga trayectoria poética, entona toda una celebración del tiempo, donde a veces deja entrever cierto amargor que pronto se endulza ante la insistencia del prodigio que a diario emerge ante los ojos. El ave, la sierra, el cierzo, el corzo, la lluvia o el majuelo son los interlocutores silenciosos del poeta: «En el pájaro, calla mi verbo», afirma; elevando a ceremonia la cualidad de la escucha. El amor, en el poemario, también es escucha, es tiempo, es entrega y contemplación: «Comprender el silencio, comprender/ la soledad del que nos vive», como si todo lo que debe ser cantado debiera, en la paradoja, permanecer en la sencilla mudez, pues «el verdadero amor no se dice, no se airea».
Siempre atento a la mirada, parece que cada poema nace de un paseo, del deambular, como si fuera un peregrino a la captura del instante; como si de un Thoureau, un Robert Walser o un Li Bai —con los que dialoga— moderno se tratara. Herrero observa desde la distancia, sin inmiscuirse en las cosas: «Si me acerco/ en exceso a las cosas,/ me desconozco»; pero de cerca, para ver ese pequeño detalle que puede desvelar el mundo: «En los cables, ajenas, chían/ las golondrinas y hay vencejos bullangueros/ en el cielo. Me llevan hacia/ el horizonte y la consolación:/ por lo menudo, como candelas las encinas/ al rescoldo de junio, que atardece».
La visión poética del poeta soriano se viste de asombro para conducir al lector a través de las escenas que quizá, en diversas ocasiones, sus ojos han observado. Nos traduce el mundo con una sintaxis sinuosa, personal, grácil y rítmica; con unos quiebros que aportan lucidez a cada escena que se nos presenta, dotando de significados profundos tanto a las palabras como a los versos. Cada sustantivo pesa, cada verbo es utilizado con rotundidad, sin ligereza, llegando a sembrar el término exacto. En Estancia de la plenitud, el poeta busca el vuelo del lenguaje y lo consigue con maestría, pero sobre todo busca el apego, la tierra, la raigambre. Y encuentra esa raíz en la intuición que precede a la contemplación; en ese instante de vigilia que solo se consigue con el poema.
En su Breviario de Estética, Benedetto Croce afirmaba que «todo poeta es moral en el acto creador, porque realiza una función sagrada»; y esta función sagrada la realiza Fermín Herrero al abrirnos la mirada, al dejar pasar la luz, al señalar lo que trasciende en cada hecho cotidiano:
«Es por lo cálido, por dentro, sobran
la contingencia y el trajín. Medito
sobre lo excelso: en cuanto ven, los niños
miran hacia la claridad, miran hacia
arriba, a lo que eleva, siguen
una cuerda de luz que se van
guardando. Adónde lleva
no lo diré, de que me serviría.
Es un estremecer que se embelesa
al aire quieto de la tarde,
en el pudor que de lo frágil
se alza. De donde viene, no recuerdo
sino la extrañeza y, en medio
de ella, aún más extraña,
la poesía. Y está su mirada
y está su música, la que olvidé.
es la tibieza del pequeño
al estrecharlo contra el pecho, entrando
al centro de lo débil, que es espíritu,
por lo cálido, arriba, más arriba».
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Autor: Fermín Herrero. Título: Estancia de la plenitud. Editorial: Pre-Textos. Venta: Todos tus libros.
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