El sanatorio para tuberculosos al que llega el joven Mieczyslaw Wojnicz está situado en el pueblo de Görbersdorf, un lugar privilegiado porque, tal y como el doctor Semperweiβ (siempre blanco, es decir, inmaculado) le explica en la primera revisión: “Debajo de nosotros hay un gran lago subterráneo gracias al cual aquí hace más calor que en otras partes. El aire es rico en oxígeno, pero no hay viento (…), además la altura del sitio se encuentra en los límites necesarios para el tratamiento de las enfermedades pulmonares” (p. 29). A partir de ahí, quedan trazados los ejes altamente simbólicos que conforman el escenario de esta última novela de la premio Nobel Olga Tokarczuk, Tierra de empusas (Anagrama 2025): la montaña con el bosque, el valle con el lago subterráneo. Alrededor de ese paisaje giran, se sitúan y se mueven los demás elementos o protagonistas: los visibles y los invisibles. La montaña es morada de los vivos y de los muertos, en su altura se encuentra la espiritualidad, en su interior conecta con el inframundo, el país de los muertos o de los seres mágicos o fantásticos como las empusas. Adentrarse en el bosque supone abandonar la civilización, penetrar en la naturaleza y en sus misterios incontrolables. El valle, en el que se levanta el sanatorio, es el símbolo de la misma vida y, bajo él, el lago con el agua que renueva la vida y que la origina. El ciclo vital queda garantizado en este recorrido circular que el lago y la montaña trazan. Las empusas, en el bosque, y los enfermos, en el valle, son las fuerzas que lo activan. Ellas desde lo invisible dirigiéndose hacia lo visible, ellos desde lo visible adentrándose, con su inevitable muerte, en lo invisible. Circuito paralelo al de la dialéctica masculinidad/feminidad.
El joven Wojnicz es el centro de ese eje cartesiano, capaz de traspasar todos los planos, protegido, como no podía ser de otra manera, por la ambigüedad de su propia naturaleza, que le confiere una extraordinaria sensibilidad, imprescindible para alcanzar a ver lo oculto y transgredir las barreras. Poseedor de la “mirada transparente”, “una mirada que va más allá del detalle, que conduce, como diría el señor August, a los cimientos de la imagen en cuestión, a la idea fundamental” (p. 200), sólo de su mano podremos iniciarnos en la compleja tarea de desvelar las diferentes capas que subyacen en todo lo que nos rodea y que, al conformar la analogía entre el mundo visible y el invisible, los unifica.
Las empusas vigilan sigilosas a la espera de cobrarse la víctima, un hombre joven, que exigen cada año en el sacrificio ritual que asegura la renovación vital: “Nosotras consideramos que lo más interesante permanece siempre en la sombra, en aquello que no se ve” (p. 46). Sobre el pueblo y sus habitantes se extiende la sombra de un misterio y una leyenda: la de las mujeres que huyeron a las montañas y que sobrevivieron de forma mágica en agujeros en la tierra. Es decir, regresaron a la madre naturaleza, de la que nace toda vida y cuyo misterio solo las mujeres poseen. Frente a ese poder arcano, los pacientes alojados en la Pensión para Caballeros, compañeros del joven Wojnicz, se desfogan en las largas conversaciones plagadas de tópicos sobre las mujeres y lo femenino: “En fin, lo diré a pesar de lo triste del momento: nunca sabremos qué quieren las mujeres” (p. 49), “no le cabía duda de que la mujer era a menudo un parásito social; sin embargo, controlada de forma adecuada, era capaz de trabajar en beneficio de la sociedad, por ejemplo, como madre” (p. 97).
En esta novela nada es indiferente, todo expresa algo y todo es significativo: los carboneros, habitantes liminares de las montañas y los bosques —obligados a vivir en ese mundo salvaje para fabricar el carbón que garantiza a los residentes del valle la supervivencia en su mundo civilizado—, que celebran oscuros rituales sexuales (“el deseo carnal masculino tiene que satisfacerse sin demora, si no el mundo se sumiría en el caos”, p. 81 ) y ofrecen las víctimas para el sacrificio; la esposa del dueño de la pensión, que aparece muerta, inadvertida, como todas las mujeres en ese mundo patriarcal: “Tendría que haber supuesto que los hombres, por lo general, tenían esposas, cuya presencia no siempre resultaba visible y clara” (p. 39) y que será protagonista de un original retorno cíclico de la mano del joven Wojnicz; los agujeros en el suelo del bosque (feminidad) llamados por los lugareños “boca de bruja” y que a Wojnicz lo retrotraen a un sótano de su infancia en el que alcanzó a ver a un gran sapo (masculinidad); las tres mujeres como las tres parcas, la escopeta de cazador, el guiso de corazón de conejo, las ranas, el haba, la niebla, el humo del tren, las setas, las babosas la iglesia ortodoxa y el icono de santa Emerencia, el Schwärmerei y un largo etcétera.
Todos, absolutamente todos los elementos de la novela, conforman un difícil encaje de bolillos multirreferencial. Tokarczuk convierte la amplia esfera de la realidad en un desfile de imparables correspondencias un tanto agotador que, en ocasiones, resulta demasiado obvio, pero, sobre todo, limitador de la existencia. Siempre dispuesta a afrontar grandes retos, plantea un diálogo osado con La montaña mágica, del enorme Thomas Mann, y quiere ofrecernos una visión actualizada, complementaria “plural, múltiple, con varios niveles” (p. 330), aunque quizá le falte el mismo viento que tampoco sopla en aquel valle.
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Autora: Olga Tokarczuk. Título: Tierra de empusas. Traducción: Katarzyna Moloniewicz y Abel Murcia. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
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