Imagen de portada: Las señoritas toreras. Óleo de José Gutierrez Solana. 1931. Museo Nacional de Arte Moderno George Pompidou, Paris
¡Hemos dado con la primera mujer torera de la Tauromaquia! Pero no sabemos ni su nombre ni su procedencia, aunque la suponemos española, por las circunstancias en que actuó en un festejo taurino cortesano.
“No dejaré de mencionar lo que ocurrió en presencia de Carlos I, de feliz memoria, que siendo príncipe de Gales, se encaminó a la corte de España, ya fuese para casarse con la infanta, o con otro objeto que yo no puedo determinar. El caso es que las comedias, juegos y fiestas (entre las que figuraban los toros en Madrid) que en su honor se organizaron fueron lo más decorosas y magníficas posible para el más soberbio y majestuoso entretenimiento de tan esplendido príncipe. En una de ellas, después de haber matado tres toros, y saliendo el cuarto, aparecieron cuatro caballeros ataviados espléndidamente; a poco, una garrida dama, suntuosamente vestida, acompañada de personas de calidad y de tres o cuatro pajes, salió a la plaza y la recorrió a pie. Quedaron atónitos los espectadores, de que una persona del sexo débil se arrogase la inaudita intrepidez de exponerse a las furias del animal más fiero que puede verse y que ya había vencido y medio matado a dos hombres forzudos, de gran valor y destreza. Incontinente el toro, se dirigió al rincón en que la dama y sus acompañantes se habían detenido: ella (después de que los suyos huyeron) sacó impasiblemente su daga y, agarrando al toro por un cuerno, se la clavó muy diestramente en el morrillo, no necesitando más para realizar a la perfección su designio; después de lo cual, volviéndose hacia el balcón del rey, le rindió pleitesía y se retiró grave y solemnemente”.
Es preciso hacer algunas consideraciones al texto de esa crónica de 1623 escrita en 1845 por un inglés que nunca había visto un espectáculo semejante y a quien no podemos aceptar como crítico riguroso sino como gallo asombrado en corral ajeno o como primo que se tragó hasta el anzuelo.
Primera consideración: el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, único hijo varón del rey Jacobo I de Inglaterra, vino a España aquel año para negociar su matrimonio con la infanta María, hermana menor del rey Felipe IV de España, buscando una alianza entre Inglaterra y España. Pero como aquí le dieron calabazas, se fue a Francia a chicolear a la princesa Enriqueta, tratando de casarse con ella para formar una alianza entre Francia e Inglaterra contra España. Aquellos políticos de bragueta eran así… Total, que desde entonces desconfiamos los españoles de los políticos ingleses y de la nobleza de la Gran Bretaña. Por puras razones históricas y de carácter.
Segunda consideración: dice Richard Ford, recordando lo que le contaron, que la dama sacó su daga y la clavó muy diestramente en el morrillo, después de agarrar al toro por un cuerno.
¡Y un cuerno!, decimos nosotros. Primeramente, dudo que una daga, de tamaño algo mayor que un puñal, sea capaz de matar a un toro hiriéndole en el morrillo, pues para ello es necesaria un arma más larga. El diccionario de la RAE da esta definición: «Daga 1. f. Arma blanca, de hoja corta y con guarnición para cubrir el puño, y gavilanes para los quites, que solía tener dos cortes y a veces uno, tres o cuatro filos». También pudo la valiente dama matar al toro utilizando su daga a modo de puntilla; pero entonces no heriría al toro en el morrillo, sino en el cerviguillo.
Dudo que le agarrara del cuerno para hacerle “la suerte”, pues un toro bravo no se deja agarrar así como así de parte tan poderosa de su anatomía; y eso lo saben muy bien quienes andan entre los toros en el campo charro, en las dehesas extremeñas y andaluzas y en cualquier lugar de España donde se críen toros bravos.
Por último: ¿quién pudo ser la dama en cuestión? La llegada del príncipe de Gales a España, como digo, fue en 1623, y del mundo del toro no podía ser, porque no había ganaderos, ni habían aparecido las “compañías de toreros” como base del espectáculo taurino. Quizá fue el suyo el caso de una dama noble que quiso enfrentarse a un toro y a unos hombres. Pero, lastimosamente, desconocemos su nombre.
La imposibilidad de matar a un toro con una daga clavándosela en el morrillo la observamos en nuestras corridas de rejones. El caballero clava sus rejones (suelen tener la longitud de una daga y se llama en buen castellano moharra) en el morrillo del toro, pero cuando llega la hora de matar lo hace con el rejón de muerte, que es mucho más largo, casi tanto como la espada que usa el torero, acortado visualmente su tamaño por el papel de color que, en parte, la reviste.
¡Y yo que pensaba darle una alegría a mis lectoras aficionadas a los toros!… Y resulta que Richard Ford, que firma el libro, no preguntó el nombre de tan valiente señora. ¡Tremendo error! No obstante, la “segunda primera mujer torera” sí viene refrendada por los documentos que hacen oficial su participación en un festejo celebrado unos años después del de la “misteriosa señora” de Richard Ford. Vamos con ella.
Parece ser que el más antiguo documento en el que se cita a una mujer torera es en una comunicación del 25 de junio de 1654 al Consejo de Castilla, que presidía el gotoso don Diego de Riaño y Gamboa, para gratificar a los labradores que intervinieron en un festejo real.
Hemos visto dicho documento, que señala a un grupo de cuatro labradores que dieron lanzada a pie y a caballo, entre los que había una mujer, citada específicamente porque fue la que dio lanzada a caballo mientras los otros lo hicieron a pie y con una rodilla en tierra, como mandaban las normas. El documento dice textualmente: “S. Mgd. mandó que se diesen cuatro toros (de los muertos, para que vendieran su carne y así obtener beneficio económico) a los tres de las tres lanzadas de a pie, y a la labradora que la dio a caballo, y porque a los lacayos de S. Mgd., cuyos son los toros, no se les siga tanto perjuicio, que me ha mandado S. Mgd. decir a V. S. I. que ordene V. S. I. al Corregidor que a los que dieron las cuatro lanzadas se les haga bueno su dinero, lo mismo en que se vuelvan los toros, que creo son catorce o diez y seis ducados”.
Vayamos por partes. Está claro que en la cuadrilla intervino una mujer a caballo, y que los hombres dieron la llamada «lanzada a pie» ajustándose a las normas dictadas por la tradición, mientras la mujer lo que hizo fue “dar lanzada a caballo”, es decir, picó y mató a un toro nuevo, pues los de lanzada solían servir solamente una vez. Lanzada que, para no enredar más, pasamos a explicar según los dictados de Francisco Montes “Paquiro”, quien en su momento se encargó de ordenar y reglamentar la corrida de toros.
En el año de su aparición como tratadista, 1836, dice en su Tauromaquia completa, o sea, el arte de torear en plaza tanto a pie como a caballo, que la suerte denominada lanzada de a pie “ya casi no se ve, aunque tuvo mucha nombradía antiguamente, por la mucha serenidad que se necesita para practicarla”. Y para dejar constancia del modo de ejecutarla, la detalla: “Debe usarse de una lanza cuyo palo tenga de largo de tres y media a cuatro varas (el valor de la vara era entre los 768 y 912 milímetros), y de grueso, sobre tres pulgadas de diámetro (una pulgada equivalía a 23 milímetros), de una madera muy fuerte, y que no salte ni sea quebradiza. La lanza propiamente tal deberá tener un palmo de largo, y el grueso y ancho correspondiente. Se situará el diestro a unas seis varas de distancia de la puerta del toril, teniendo la rodilla derecha en tierra y el regatón de la lanza haciendo punto de apoyo en un hoyo que de antemano debe haberse hecho en tierra; la punta debe estar alta, sobre tres cuartas o poco más, para que corresponda a la frente del toro, que es donde debe clavarse. Toda la habilidad de la suerte se reduce, como se ve, a que el toro se clave la lanza; y por si esto no sucede, y trata de acometer al bulto, se debe tener un capote para defenderse”.
Debió de tener alguna culpa “Paquiro” en la extinción de la suerte, porque el toro que era sometido a lanzada de a pie no daba más juego que ese, y de tener éxito el valiente torero, era un toro que intervenía en una suerte de corto recorrido, ya que tenía que consumirse en una única embestida, muriendo el toro sin dar más juego. Me aferro a esta suposición pensando que la suerte no era practicada por los miembros de una cuadrilla de lidiadores, sino por mozos valientes que se prestaban a ello y lo habían solicitado previamente a las autoridades, a sabiendas de que, si la cosa salía bien, habría recompensa. Era una suerte, creemos, muy arriesgada para el lancero, mortal para el toro y de escaso lucimiento; una suerte a punto de desaparecer del conjunto de alardes inventados para dar espectáculo.
Josep Daza, famoso varilarguero y notable tratadista, autor de un manuscrito fechado en 1778, de título larguísimo, que se simplificó como Arte del toreo y que permaneció inédito hasta 1959, no era partidario de la lanzada de a pie: “Para lo que sí negaríamos nuestro voto es para la lanzada de a pie, que suele malograr un toro que jugado de otra forma daría mayor gusto”.
Y ya que aparece en el ruedo de este ensayo el sabio torero a caballo Josep Daza, recordemos que su madre fue una de las primeras mujeres que tuvo el gusto de ver los toros desde lo alto de un caballo. Era, al parecer, una gran aficionada a la fiesta taurina y se sabe que acosaba a los toros montada en una hermosa yegua sin tener en cuenta el delicado estado en que se encontraba, en el que, por cierto, jamás se vio su hijo. Cuando el hijo de esta precursora salió al mundo lo hizo para ganarse la vida lidiando toros a caballo y escribiendo, de viejo, su famoso tratado, en el que cita a varias damas que se distinguieron como excelentes garrochistas y expertas en el arte de torear.
“Entre los aguafuertes de Goya existe una lámina, la número 22, que representa el “valor varonil de la célebre «Pajuelera» en la (plaza) de Zaragoza”. Está cumpliendo la labor de un picador, citando a un toro con la vara de detener, normalmente reservada a los hombres.
El historiador Dionisio Pérez (que firmaba con el seudónimo Post-Thebussem) publicó en la revista ilustrada Alrededor del Mundo, del año 1927, unas interesantes crónicas taurinas; y en una de ellas hablaba de la cuadrilla femenina que toreó en Madrid toros embolados el día 3 de diciembre de 1873. En esa corrida las picadoras Magdalena y Antonia García picaron montadas en burros, vestidas de aldeanas.
“En 16 de agosto de 1874 actuó en la plaza de toros vieja de Madrid otra cuadrilla femenina, en la que figuraba una valiente navarra llamada Javiera Vidaurre, que picó, puso banderillas en silla y realizó otras suertes, haciéndose aplaudir con entusiasmo, más por su gran valor que por su arte”.
En el siglo XX tuvo la Tauromaquia una fuerte representación femenina. Se formaron cuadrillas de señoritas toreras en Cataluña y en Méjico, y en las plazas de toros de España y Méjico triunfaron entre la afición menos exigente.
“Como se ve, la mujer torera no es signo de los tiempos ultra feministas de hoy. Es también de los de ayer, y lo fue igualmente de la época de anteayer. Lo que quiere decir que cualquier tiempo pasado fue… igual”.
Con los dedos de las dos manos podemos contar el número de mujeres que en dos siglos han triunfado en los ruedos españoles e hispanoamericanos. No nos avergonzamos. Fueron pocas, pero lo hicieron muy bien.
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