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La modelo

La mujer lucía una sonrisa de larga distancia, tan amplia que limitaba con la risa. ¿O era una risa de vía estrecha, ubicada en la frontera con la sonrisa? Cual fuese, el rictus de su cara era de una franqueza tan inusual que invitaba a tomarla con algunas reservas. Tenía un chorro de voz cristalina: un surtido de palabras bellamente timbradas, que manaban con ritmo melódico; llevaba un vestido de colores alegres. Los indicios apuntaban que poseía unas bonitas piernas, en las antípodas de la nariz, de estirpe quevedesca, que presidía el rostro. Esta sobredosis estaba tan asumida, incluso se diría que incorporada a la personalidad, que no era fácil imaginarse a aquella mujer con otras proporciones nasales. Fumaba con desenfado, uno de esos cigarrillos largos y delgados con que suele representarse a la señorita pizpireta de las primeras décadas del siglo XX. Más que disfrutar con la nicotina daba la impresión de que se empeñaba en la ejecución de una suerte de arquitectura etérea, trazada con las volutas de humo.

El escritor la invitó a sentarse, no sin antes permitirse una mirada lenta y bidireccional, de arriba abajo y de abajo arriba, con parada en aquellas estaciones que él creía significativas, por su importancia objetiva o por algún matiz anecdótico. En ese recorrido por la geografía corporal de la mujer, la nariz era un vértice insoslayable, un pararrayos que reclamaba un margen de atención privilegiado. Aunque ese viaje de reconocimiento visual apenas si se demoró unos segundos, el énfasis que el escritor puso en su ejecución habría bastado para que la invitada se sintiera intimidada o, al menos, molesta. Pero la mujer disponía de suficientes armas como para hacer frente sin aspavientos a esa situación solo aparentemente tensa, y su sonrisa, alta en contenido balsámico, era un factor pacificador concluyente.

—Supongo que viene por lo del anuncio.

—Pues sí. Me resultó tan original… La verdad es que todavía no sé muy bien si va en serio o en broma.

—Por desgracia va muy en serio. Estoy angustiado. Se me han agotado las ideas. Las palabras, con las que tan buenas relaciones tenía, me huyen. Hace semanas que no consigo casar un adjetivo con un sustantivo. A veces me entra una ira funesta y uso las interjecciones como armas blancas con las que ataco a los vocablos insumisos. Ni le quiero contar la escabechina que organizo. Convierto el folio en una carnicería. No hace ni media hora que he liquidado de una tacada a tres adjetivos, un sustantivo y un verbo en gerundio.

—¡Dios mío, cuánta agresividad, qué horror! Tiene que tranquilizarse.

—Sí, eso es muy fácil de decir. Pero yo estaba intentando salir del pozo en el que me ahogo, tenía ya hilvanadas un par de frases, cuando…

El autor se restregó en el sillón de su escritorio, en una muestra de abandono, una sensación de tranquilidad a la que era ajeno desde hacía semanas, desde que perdiera la gracia de las palabras y la carcoma de la desazón se instalara en su vida de prosista razonablemente dichoso. La presencia de aquella mujer de nariz extravertida y sonrisa melodiosa estaba en el origen del cambio anímico del fabulador.

—¿Cómo se llama usted?

—Marisa, para servirle. Marisa Cifuentes López.

—Me gusta. Me gusta su nombre, Marisa. Me gusta usted. Creo que puede ser una musa fantástica. ¿Ha trabajado antes como modelo de algún escritor?

—Si le soy sincera, ni siquiera sabía que existiera tal cosa.

—¡Qué más da! Si nosotros lo queremos, existirá. Usted será mi modelo.

—¿Modelo o musa?

—Tanto da. La musa modelo o la modelo musa.

—¿Musa vestida o musa desnuda?

—Para lo que pretendo, tanto me importa lo uno como lo otro. Haga usted lo que desee. Siéntase cómoda. Relájese. Si recupero la gracia de la sintaxis, si las metáforas regresan al redil de mi prosa habrá usted cumplido su cometido. Lo demás no es de mi incumbencia. En cuanto al sueldo…

—No hablemos de dinero de momento. Probemos y se verá.

—Probemos. Deme recado de escribir y siéntese en el butacón color amarillo. No me importa que hable, siempre que no pretenda que yo tome parte en la conversación.

—No digáis que, agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía —rumió la mujer, mientras el autor sentía como le brotaba la inspiración y recuperaba la gracia de las palabras.

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