Un libro de artículos de Iain Sinclair (My favourite London Devils: 2016), en el que Sinclair hace un repaso a sus autores predilectos (en especial si son de Londres o alguna vez pasaron por allí), recoge una larga conversación con J. G. Ballard, en el apartamento de Claire B. —el modelo de Catherine para Crash—, que lentamente se va transformando en una psicogeografía del (así llamado) “ermitaño de Shepperton”. Las reliquias, los artefactos conmemorativos, los restos fósiles de una cultura cuyos templos son el rascacielos, la gasolinera abandonada, el supermercado en las afueras, el vehículo precipitado sobre cintas de alquitrán prensado —con trozos de una antigua muerte zoonótica asomando entre las grietas—, al acecho embelesado de la cópula del choque frontal, surgen como apariciones espectaculares en los intercambios de dos voces entregadas a un juego erótico incestuoso. Siempre han perseguido a Ballard las posibilidades seductoras de cuanto trasciende las fronteras terminales del hombre, los extraños hijos producidos por el cuerpo natural que se masturba sobre la muerte cerebral del organismo urbano, los automutilados, los niños asesinos, todos los fieles al culto de la televisión, las amantes que inspiran un deseo de muerte y que llegan a tu vida como desde un sueño catódico, como musas electrónicas, el psiquiatra rendido a su brote de locura, el hombre abandonado a su suerte en una isla entre autopistas tras un accidente de automóvil, las distintas especies de un zoológico humano que se despliega en capas de cada vez más compleja e indescifrable hiperrealidad. De haber llegado a esta parte de la trama del siglo XXI —tendría ahora 93 años—, un Ballard absolutamente encandilado se dedicaría a disparar sobre su Remington las extrañas aventuras del robot aspiradora activándose solo en plena madrugada, del móvil como una entidad alienígena conectada a un planeta convertido en superestudio televisivo, del reloj inteligente transfiriendo neurosis por medio de la falsificación de datos biométricos y la invención de patologías, de Alexa hablándose consigo misma en rascacielos y apartamentos abandonados, o desarrollando con Siri la invención de un nuevo lenguaje por debajo de los umbrales de atención de una humanidad embotada y apática. Todas estas visiones espectrales del futuro eran cosas con las que Ballard, de alguna manera, ya contaba en 1990 —la fecha en que Sinclair conversa con él para el libro de sus diablos favoritos—, como también en 1980, y en 1960. La exhibición de atrocidades (un título impresionante, y más aún cuando descubrimos que esa exhibición es el interior del cuerpo humano) supone mucho más que una obra con deudas generosamente pagadas a William Burroughs y al asesinato de Kennedy: en su extrañeza, en su distribución geométrica, en su desarticulación de tiempos y de espacios, llega a ser más bien un plano sobre el que se orquestará el final del siglo XX y el comienzo —casi un cuarto ya, se dice pronto— del siglo XXI, una topografía del futuro diseñada para darle un hogar a los abortos espontáneos de la contracultura. Fantasmas, procesos espectrales, fotogramas arrancados de la película de Zapruder que vagan por las calles, que ocupan las casas que han quedado desiertas en la estela de una civilización desaparecida. A Ballard le incomodaba el discurso obrerista, la fijación en una retórica de clases anclada todavía en el siglo XIX, porque demostraba no una peligrosa ingenuidad sino esencialmente una absoluta ceguera hacia esa nueva topografía: cuando Sinclair trata de hacerle ver las semejanzas entre los pasajes protagonizados (es un decir) por Vaughan en La exhibición de atrocidades (1970) y la película Week-end (1967) de Godard, Ballard no se limita a rechazar, algo molesto, el parecido —que no es descabellado— sino que se detiene a explicar uno por uno los motivos por los que Godard se equivoca en su manera de tratar el automóvil (que en La exhibición de atrocidades y Crash no es un artilugio que provoca el accidente sino una manifestación erótica, la prolongación de una pulsión estrechamente ligada al deseo de muerte que anida en la ciudad y en los cantos de sirena publicitarios):
¡Godard lo ha entendido todo mal! Él ve el coche como el emblema del capitalismo americano, y el accidente automovilístico como una de las heridas que el capitalismo inflige a los dóciles compradores de vehículos motorizados: gente cuyas vidas se han visto completamente modificadas por Wall Street, cuyas relaciones sexuales han quedado reducidas al tipo de broma banal que uno ve en los anuncios televisivos. Pensé: Ese es el punto de vista equivocado. Godard confunde los términos. No ha visto que el coche es, de hecho, una portentosa fuerza para el bien a su manera perversa. E incluso el accidente automovilístico puede ser concebido —en términos imaginativos— como un poderoso vínculo en la trama del sexo, el amor, el erotismo y la muerte que subyace en la base de nuestra imaginación sexual. Con su corazón conectado al sistema nervioso central de los seres humanos. Yo sabía el motivo por el que Godard no entendió nada: él aún veía el coche en los términos políticos, ya bastante anticuados, de la filosofía marxista.
Es verdad que a Ballard le fascinaba la estética de Week-end, aunque supiera que pertenecía a una capa geológica de la psique muy inferior (y no en el sentido de profunda, sino de valor) a aquella sobre la que él estructuraba sus libros. Pero sin la perspectiva marxista que Ballard encontró en Godard posiblemente tampoco hubiera localizado el elemento seductor en el accidente automovilístico, la imagen de dos coches entrelazados en una aparatosa relación sexual con la muerte de fondo. (De Godard, dicho sea de paso, prefería Alphaville, y le hubiera gustado aún más de haber conservado el título original con el que la película nunca apareció: Tarzan vs. IBM.)
Los relatos de Ballard (1956-1963) son el antepasado psíquico de toda esta imaginería urbana, secuencias fósiles de alguna civilización del futuro o estudios de un cataclismo cultural que ya presentimos, pero que en su forma final está todavía por llegar. Por otro lado, son también fascinantes ejemplos de lo que puede lograr un hombre con talento por encima de los tópicos y de los géneros. Uno de mis favoritos, “Las voces del tiempo”, se va desarrollando en torno a un neuropsicólogo que empieza a sufrir el mismo declive psicológico de sus pacientes, una enfermedad del sueño que él identifica con los niveles aumentados de radiación de fondo producidos por los experimentos con bombas nucleares. En “Bilenio” retrata una sociedad distópica —es decir, cercana— que vive encajada en pequeños cubículos de apenas cuatro metros cuadrados a causa de la superpoblación del planeta, pero Ballard no sería Ballard (sería Clarke, o Asimov) si se detuviera a contarnos los problemas de una humanidad envasada al vacío en vez de llevarnos de la mano hasta el misterio de una habitación secreta, mucho más grande que los espacios legalmente habitados, y más grande que cualquier reflexión de tipo social sacada de la manga con la excusa del argumento. (Nota: el escenario de los alquileres cubiculares y el concepto de un espacio libre vuelven a aparecer en otros relatos suyos, por ejemplo, “La ciudad de concentración”, que es otra maravilla). “Uno menos” está ambientado (y aquí dejo hablar a Ballard, o a su musa eléctrica) “en el psiquiátrico de Green Hill (cuyo lema y principal señuelo rezaba: En un lejano cerro fue), una de esas instituciones financiadas por los miembros más ricos de la comunidad y que en realidad hacen la función de prisiones privadas. En sitios así terminaban todos los familiares peligrosos o desdichados cuya presencia había supuesto una carga o motivo de vergüenza: viudas fastidiosas de hijos descarriados, tías solteronas y seniles, primos ancianos y solos que pagaban el precio de sus indiscreciones románticas… En resumen, las víctimas abandonadas de un ejército de privilegiados”. (¿Qué es esto? ¿Otra distopía? ¿Un nuevo paisaje del mañana?). Otro relato aparentemente ligero, “El señor F. es el señor F.”, es en realidad algo más (bueno, bastante más) que una revisión de la historia de Scott Fitzgerald “El curioso caso de Benjamin Button”. Iba a continuar resumiendo al menos otro par de cuentos —“Las atalayas”, “El último mundo del señor Goddard”; ¿y por qué no “Zona de terror”? ¿Por qué no “Cronópolis”, o “El barrendero acústico”?—, pero creo que con esto ya nos hacemos a la idea: quienes no conozcan a Ballard y no hayan sentido ni una pequeña curiosidad hacia su obra no tienen nada que hacer aquí, y quienes lo conozcan ya saben que su obra es un único libro desplegado en más de un centenar de cuentos y una veintena de novelas, autobiografías (ficticias o no) y ensayos, y que las tramas sólo son puntos de partida para una experiencia lectora que no dista gran cosa de sumirse en un ensueño. No obstante, y antes de terminar con el resumen, añado dos detalles de “Las voces del tiempo”. Primero, en este relato asistimos a la aparición en su cuerpo mortal, por primera vez, de Coma, una de las extrañas diosas que, junto con los conductores, los médicos y los astronautas, constituyen la mitología de La exhibición de atrocidades. Y segundo, pocos autores de cualquier género están en condiciones de disputarle a Ballard el lugar que ocupa en las cimas de la literatura universal. Un pequeño ejemplo para los lectores de oído atento:
Kaldren tiene muchísimo que enseñarle. Acaba de conseguir un antiguo ejemplar con las últimas señales enviadas por la misión Mercury-Atlas 7 cuando llegó a la órbita de la Luna, y es incapaz de pensar en otra cosa. Supongo que recuerda los extraños mensajes que grabaron antes de morir, llenos de divagaciones poéticas sobre los jardines blancos. Ahora que lo pienso, se comportaron de manera muy parecida a las plantas que tiene aquí en su zoológico.
En la entrevista que acompaña a este volumen maravillosamente editado por Runas y traducido, como siempre, exquisitamente por David Tejera Expósito —sólo una vez le he reconocido un error, en la icónica frase que abre Neuromante, y no fue debido a una falta de cualidades por su parte (a él precisamente le sobran cualidades) sino a un exceso de celo hacia la lengua de destino—, Ballard se detiene a reflexionar sobre su manera de escarbar en la psicología del siglo XXI. Hablando de su “ficción madura”, centrada en esos “sucesos inminentes que sobrevienen a una comunidad concreta”, Vanora Bennett le pregunta “qué tipo de acontecimientos del mundo le aportan las ideas para una novela”. La respuesta, que apuntará enseguida hacia las construcciones artificiales, las máquinas, los raptos impredecibles de una existencia no menos maquinal, empieza sin embargo con el golpe secreto de un órgano vital:
Son corazonadas que tengo: cuando ocurren cosas extrañas, las analizo escribiendo una novela, tratando de encontrar la lógica inconsciente que subyace y la manera oculta en que todo está relacionado. Es como si viese unas luces extrañas y me pusiese a buscar los cables y la caja de fusibles (…) Me fascina la psicología de las comunidades cerradas y la Inglaterra de la M25 en lugar de la Inglaterra o el Londres tradicionales: las paradas de autobuses, los edificios de oficinas, los sistemas de videovigilancia y los aeropuertos. Muchas de las situaciones desoladoras que he imaginado se han vuelto realidad (…) El fin último de esta violencia puede ser la propia violencia. Y es peligrosa porque no se puede predecir. Quizá la gente esté tan aburrida y la vida moderna sea tan insustancial que tenga la necesidad de poner una bomba o matar a alguien para sentirse viva.
La caja de fusibles con sus cables y sus luces parpadeantes encarna la vida moderna según Ballard como organismo artificial, como entidad extraterrestre expandida sobre el córtex de las sociedades urbanas. Pero su reflexión final deja ver una imagen mucho más inquietante y perturbadora que la de un mundo de oficinas y videovigilancia viralizada que, en sus posibilidades aterradoras, todavía está por decir su última palabra: la imagen que yo veo es la de una sociedad tan aburrida de su propia insustancialidad, tan próxima al desastre impredecible, que ha sido preciso entretenerla con unos nuevos juguetes —móviles de última generación, plataformas televisivas, aplicaciones con filtros de imagen como discreta avanzadilla para la edición genética— a fin de que los grandes consorcios, las oligarquías financieras, los filántropos y los burócratas genuflexos puestos a su servicio puedan seguir conservando el monopolio del terror y la violencia.
¿Lo mejor de este libro? Cuarenta relatos que van más allá de ser instantáneas de un futuro que Ballard imaginó hace más de medio siglo y que, en algunos aspectos (afortunadamente, y esperemos que dure), todavía no ha llegado. ¿Lo peor? El tiempo que tendremos que esperar hasta que aparezca el segundo tomo.
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Autor: J. G. Ballard. Traductor: David Tejera Expósito Título: Relatos, 1. Editorial: Runas. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Que maravilla de reseña, gracias !!!