“Los dioses te donaron los nombres
y tú se los has devuelto…
Lee el poema, lee los nombres, léelos”
La muerte de Virgilio, Hermann Broch.
La Grecia Clásica fue aquel lejano momento, más que lugar, en que los hombres convertidos en dioses hollaban el polvo, interrogaban a las estrellas, construían templos y surcaban el mar comprendiendo que eran ellos el centro del Universo. Roma, que tantas victorias alcanzó para sí misma y para la memoria de la Humanidad, no consiguió sin embargo estar a la altura de su predecesora y tan sólo pudo lograr que, desde su inmortal Panteón, los dioses desearan ser sólo hombres.
En esta lucha de contrarios complementarios se forjó la historia de la vieja Europa construida sobre la sangre de los campos de batalla, el semen de los tálamos, las libaciones de los altares y el canto de los aedos. Estos últimos lograron fijar la memoria volátil del hombre en unos textos que todavía hoy resisten, capaces de explicar quiénes somos, aunque por desgracia cada vez menos leídos, menos comprendidos, menos recordados: La Ilíada, La Odisea, La Eneida, Las Argonáuticas. Su musicalidad resulta extraña ya a los oídos necios de los hombres modernos pero algunos todavía seguimos invocando sus palabras como oraciones paganas y encontramos en los nombres de sus héroes tramposos el reflejo de otros héroes que hoy, como entonces, se atreven a desafiar a los dioses con sus engaños y su valentía; pero que, sin embargo, no han podido impedir las grandes hogueras de la desmemoria; las alimentadas por las hojas de los volúmenes de las bibliotecas perdidas. Desde los libros Sibilinos de Tarquinio el Soberbio a la Biblioteca de Alejandría o la de Sarajevo, la memoria del hombre está condenada a rehacerse continuamente y en ese trabajo de vivir y antes de morir, contar, la necesidad de un guía se hace indispensable.
Y el guía por antonomasia de la memoria de Europa es sin lugar a dudas, Virgilio. Tal vez porque Dante en la Edad Media, una de las épocas más oscuras de la Historia por convulsa y fragmentada en ideologías y territorios, tuvo la lucidez de recuperar al insigne romano para que lo acompañase por el Infierno de sus deseos más turbios, sin saber que, resucitando al poeta muerto, estaba él mismo guiando a la Humanidad a otro renacimiento, el de todo lo romano y lo griego en su amada Italia primero, en el resto de Occidente después. Nueve siglos más tarde, las estatuas del Dante levantadas en todas las plazas de las ciudades de medio mundo observan silenciosas el trajín del hombre moderno desembarcando en hordas desorientadas que miran o fotografían sin entender sus ropajes; sin identificar sus laureles; sin ni siquiera leer el título del libro que porta en su mano.
Los nudos del rico tapiz que fuera Occidente se están deshaciendo como los de un tejido ajado por el tiempo y el abandono. Pienso en esto bajo el sol de verano en Piazza Dante de Nápoles, una ciudad a la que siempre regreso como el que vuelve a la patria de la felicidad y el consuelo, porque en ella más que en ninguna otra aún se conservan los fragmentos de ese hilo de nuestra memoria. Miro a Dante sublimado en mármol custodiando las librerías de Port’Alba y no comprendo la prisa del turista, pues todo está aquí: Giotto; Rafael, Botticelli, Doré, Rossetti, Dalí, Miguel Ángel, T.S. Eliot, William Blake, Rossini, Schumann, Auguste Rodin, Baudelaire, Borges… Todos ellos y muchos más son la herencia que nos legó el escritor florentino. Pero supongo que la ceguera es debida fundamentalmente a la falta de un buen guía, tan necesario en estos días como en aquellos, y sin el cual hasta Dante se habría perdido en su propia Comedia; así que aferro la mano del mío (Ariadna sosteniendo el ovillo del héroe) antes de dirigir nuestros pasos hacia la tumba de Virgilio.
Entonces todo cobra sentido: Circe mostró a Ulises el camino de vuelta; Ulises mostró a sus compañeros la manera de no sucumbir al canto de las sirenas; una de ellas, Parténope mostró a la envidiosa Afrodita su amor por el héroe muriendo por él. Su cuerpo inerte de pez apareció sucio y maloliente en las arenosas orillas de una hermosa bahía dando lugar a la bella Nápoles. No muy lejos de aquellas playas, en la ciudad de Cumas, la Sibila más famosa de la Antigüedad guiaba por el Hades a Eneas, príncipe troyano, para que visitara a su padre Anquises y así Virgilio pudiera cantarlo en la Eneida, demostrando que en el intento deliberado de glorificar a Roma por encargo de Augusto, su canto podía ser tan inmortal como el de Homero. Siglos después, Virgilio mostraría a Dante el camino al Infierno; Dante nos mostraría a los hombres el camino de regreso al Olimpo y ahora era yo quien debía mostrar al héroe la tumba de Virgilio. Para cerrar el círculo, como Virgilio hiciera a Dante, el héroe me abandonará en las puertas del Paraíso. Lo sé, pero ya no me importa. He comprendido que los héroes no son buenos guías pues no nacieron para enseñar, sino para comprender. No explican; sólo muestran, otorgando la libertad relativa de poder elegir entre seguirles o renunciar a ellos para siempre. Como Circe, como Parténope, como Dido, como Ariadna, como Briseida, como Octavia, como Beatriz, como tantas; yo decido seguirle.
La tumba de Virgilio se esconde al final de un parque helicoidal que se eleva suavemente sobre la bahía napolitana, en Piedigrotta, junto a la galería excavada en el siglo I antes de Cristo para poder pasar de Nápoles a Pozzuoli y a los campos Flégreos. Éstos eran literalmente campos ardientes, una zona rica en fenómenos hidrotermales y en variedad de elevaciones volcánicas y bocas de cráteres, siendo sin duda la más famosa la del Lago Averno, el lago sin pájaros, donde Diodoro Sículo localizó (y Virgilio inmortalizó) las puertas de entrada al Inframundo.
El caos ruidoso, sucio, vivísimo, tan característicamente mediterráneo de Nápoles, queda apartado cuando uno penetra en el Parco Vergiliano. Un gato salvaje de grandes ojos verdes nos observa a la sombra de un acanto. En el primer tramo de ascenso, dos amplios mármoles blancos colgados de una gran pared detienen nuestros pasos. Escritos en latín, hoy solo pueden ser descifrados por los eruditos y los héroes. Fueron colocados por el virrey español Pedro de Aragón y tienen inscritas largas leyendas sobre la historia de este lugar. Las palabras latinas pronunciadas en voz alta, profunda, segura, suenan a edicto o conjuro; a desafío de siglos, y ni siquiera el estruendo del tren de la vecina estación de Nápoles-Mergellina logra enturbiarlas. A la derecha, refugiado en su nicho de hiedras, el busto del joven Virgilio sonríe emocionado al comprobar que aún quedan hombres capaces de leer la lengua de los emperadores.
El ascenso nos coloca dulcemente en un punto intermedio entre la colina volcánica y el Tirreno. Allí descansa Leopardi, el otro gran bardo napolitano; el deforme, el grandioso, el que tanto sufrió y tanto admiró a Virgilio. Desde aquel fastuoso túmulo, la espera del reencuentro con su amada Carolina Grau deber ser menos dolorosa, estoy segura.
El camino arriba vuelve a empinarse hasta llegar por fin a los pies de la Gruta de Virgilio, donde se abre la antigua via Putcolana, que hiere la roca como una lanzada homérica en el costado de Posillipo.
Devorado por la maleza, el túmulo apenas visible permanece cerrado. Hay que alejarse unos pasos para reconocer su arquitectura: un elegante sepulcro cilíndrico augusteo, en cuyo interior un quemador de bronce es la recompensa del viajero romántico que quiera dejar en él pensamientos escritos y ofrendas. En este momento, lo de menos es si los restos de Virgilio descansan realmente bajo esta tierra. Miro desde lo más alto el sobrecogedor paisaje entornando los ojos frente a las ráfagas blancas de luz que dispara el mar, la sombra amenazante del Vesubio poderoso y la mole del Castel dell ‘Ovo, que envuelto en la bruma del calor del mediodía parece flotar como una pesada nave cóncava junto a Chiaia.
El descenso caluroso nos detiene bajo la sobra de unos pinos. Junto a éstos, un pequeño cartel cerámico anuncia la última sorpresa: “De estos árboles se extrajo, según Virgilio, la madera con la que los aqueos construyeron el caballo de Troya… ”. El descenso en soledad casi ha concluido.
“Un día moriremos y tal vez no habrá nadie que recuerde ya a estos poetas italianos, ni sepa leer latín, ni encuentre ningún motivo para venir a Piedigrotta bajo el tórrido sol del verano; y la maleza terminará cubriendo el camino como ya devora el tufo. Pero nosotros sí hemos estado. Hemos leído y aún recordamos. Por eso acerca tu boca a la del poeta y rózala apenas con tus labios; esos con los que lees la Eneida o sellas las heridas del héroe. Hazlo suavemente, con la dulzura melancólica de las despedidas, pues tal vez estés destinada a ser la última mujer que besó a Virgilio”.
Maravilloso relato.
«Admirado, incluso en el recuerdo, de que tal belleza hubiera existido y de que posada en el rostro humano como un vapor ligero, nacida de la inmortalidad, del hálito de la inmortalidad, la luz emanase de ello sin cesar, resplandor y extinción distantes y familiares, sonrisa nocturna próxima y lejana, marchitable como la alheña blanca, delicado tejido que vela su ausencia real.»