Pegoraro no era naturalmente dado a creer en las pitonisas. Pero esa adivina había acertado. ¿Cómo podía saber que Pegoraro disponía de un puesto rutero, que lo atendía al paso? Suponiendo que de eso se hubiera enterado, por la fuente que fuera. Incluso así: le había anticipado el futuro.
Levantaron viviendas para las familias de los contratados; y ya había una docena de niños y adolescentes con educación formal primaria, secundaria, y la perspectiva de terciaria, aunque implicara abandonar su lugar.
Al regreso del funeral de su padre, en San Nicolás, detuvo el auto en la banquina porque la tristeza no lo dejaba avanzar.
Repentinamente decidió que vendería parte de los productos de la granja, al costado de la ruta, mientras contemplaba la lontananza, hasta que se le aliviara el alma. Romualda y Jacinto, matrimonio sexagenario que habitaba su campo, preparaban el dulce de leche, los quesos y la variedad de quinotos, como fruto silvestre, mermelada y licor. Un pizarrón negro en tiza blanca enumeraba los productos, exhibidos en una larga tabla de madera rustica, elevada a un metro y medio sobre dos caballetes. Se vendía todo.
Regresaba con la mesa desarmada en el baúl del auto. No necesitaba de esa changa para vivir, pero sí para soportar la vida.
En cada auto que pasaba, por algún motivo sentía que su padre viajaba dentro, rumbo a otro sitio desconocido. Quizás era un soplo de muerte. Pero la abogada de la sucesión, Marita, se quedó más tiempo del que su oficio demandaba. Y ya se hizo muy tarde para que volviera sola por esas sendas de tierra. Ella misma se invitó a dormir. No hubo melancolía que interrumpiera esa oferta. Al día siguiente Marita se marchó como había venido, pero quedaron enlazados. Ella lo visitaba sin avisar, y Pegoraro la recibía siempre bien dispuesto. En cuanto se quiso dar cuenta, llevaban diez años de ese romance aleatorio. Diez años sin su padre.
Fue en el departamento de un amigo en Capital, recién separado el hombre, reunión de muchachos solteros, pero con parejas circunstanciales, que se le acercó la adivina, Iris:
—Tenés un puesto rutero. Vendés de todo lo tuyo.
“Pero una mujer se detendrá a comprarte un dulce de grosellas, se le quedará el auto. Será la mujer de tu vida”.
Iris no estaba mal. Pero Pegoraro no cuajaba con el esoterismo. Para cosas raras ya estaba la noche en el campo. En cualquier caso, aunque no vendía dulce de grosellas, ¿cómo había sabido la “bruja” el resto?
Dos semanas después, su tía Aurelia, prima hermana de su padre, a quien no veía desde tiempos inmemoriales, mudada reciente a la Patagonia, le cayó con la idea de vender dulce de grosellas. De la nada. No sabía si llamar “milagro” a esa circunstancia. Por lo modesto del asunto, no ameritaba más que una sonrisa. Pero el alcance de la profecía de la adivina era aterrador, o al menos lo dejaba estupefacto. Era imposible advertir racionalmente ese devenir. Un complot entre la adivina y Aurelia era injustificable. Pegoraro no tuvo más remedio que aguardar a la mujer de su vida a la vera del camino, vendiendo dulce de leche, quesos, quinotos… y dulce de grosellas.
Desde la “revelación” de la adivina habían pasado ya cinco años. 15 equidistante con Marita. 15 desde que perdiera a su padre.
Si se decía la verdad a sí mismo, desde la reaparición de su tía Aurelia, por muy bien que transcurrieran sus tardes con Marita —y amaba esas tardes interminables, donde no se podía hacer nada mejor que estar juntos—, no dejaba de esperar a la mujer de su vida. Los vaticinios habían sido demasiado contundentes.
Cavilaba las características del cuerpo, la voz, alguna actitud, el aroma. ¿Olería a grosellas, sería joven, de su edad? Esa mirilla al futuro lo había engualichado.
Marita nunca le había exigido más. Pero Pegoraro llegó a un punto en que la necesitaba por las noches y al amanecer. La edad le erosionaba su capacidad de estar solo.
No se atrevía a proponérselo porque, en cualquiera de las jornadas de venta posteriores, debería enfrentarse a elegir entre ella y la mujer de su vida. Escrito el destino, podía borronearse, pero no evitarse. Descubrió que ya no vendía al costado del camino por la idea hipnótica de su padre dentro de un auto rumbo al misterio, sino para aguardar a la mujer de su vida. El dulce de grosellas era lo que menos salía.
Una mañana lo despertaron los pájaros (por mucho que conociera las estrellas y las espinas, algunos gorjeos del amanecer le resultaban tan desconocidos como seres de otro mundo), y Marita, que inusualmente se había quedado a dormir, ya no estaba a su lado. Desayunó extrañándola.
Una hora después de montar el puesto, llamó a Marita. La convocó. La mujer, apasionada, corrió en su busca. Lo encontró sin dificultad. Sin darle explicaciones, Pegoraro le pidió que le comprara un dulce de grosellas. Ella sin pedirlas, lo pagó. Mientras le sugería que lo pruebe, Pegoraro se acercó al auto de su amada y le desinfló un neumático. La besó con el dulce en la boca, como nunca antes. Luego se fueron en su auto a pasar el resto de la vida juntos.
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