La primera vez que soñó con ella, aunque sus formas lo cautivaron, su voz lo desarmó y despertó sobresaltado, la curiosidad ganó la partida: ¿de dónde la conocía? ¿La habría visto en alguna ocasión fugazmente? ¿Atendería algún comercio de por la zona? ¿La habría cruzado en algún evento? Joaquín era vendedor corporativo de rodamientos y adminículos de maquinaria agrícola, hacia el interior y el exterior del país; las posibilidades eran tan vastas como el planeta. ¿O acaso se había corporizado solo en su sueño, y no existía en ninguna otra circunstancia?
En el segundo encuentro la llamó Carol. No durante el sueño sino al despertar. Necesitaba por lo menos un nombre para identificarla, frente a la intemperie de su memoria, al no poder registrarla en ningún recuerdo de su vida diurna. Lo había invitado a montar a caballo, en un campo del que era propietaria. Joaquín le aclaraba que, aún en contacto permanente con el sector, nunca había galopado, ni siquiera de niño; pero Carol se ofrecía a enseñarle. Los corceles eran lustrosos e impetuosos. Carol subía detrás de Joaquín; pero en cuanto comenzaban a andar, Joaquín se convertía en un jinete experto. La llevaba hasta más allá del horizonte. Tampoco en esta ocasión había un corolario. El sueño se difuminaba sin consecuencias palpables.
En el tercer sueño aparecía un padre. Joaquín preguntaba por la madre, que había fallecido. Joaquín no hablaba de sus padres (como tampoco les había hablado a sus padres de la mujer de sus sueños), ambos vivos, y con los cuales había dejado de compartir cualquier referencia sentimental desde los 17 años. No retomaría el tema a sus actuales 47, 30 años después. Carol lo tomaba la de mano, lo llevaba detrás de una arboleda de sauces y le confesaba: “estoy enamorada de vos”. Joaquín la besaba, por fin sentía en sus manos las delicias, el sabor único de su boca, y despertaba. En este caso el despertar fue particularmente melancólico, frustrante. No quería volverse a dormir, pero la mañana le resultó vacua. No había alternativas para aquella sensación. Transcurrieron un par de noches sin Carol. Quizás incluso Joaquín durmió mejor.
No contó las ausencias ni procuró convocarla. Surgió, y Joaquín llegó a quitarle la chaqueta de equitación. Era una criatura irresistible, de una belleza mitológica, dulce y feroz. Pero le reclamó primero casamiento. Joaquín aceptó de inmediato: que fijaran fecha de los esponsales. No sabía si estaba utilizando bien el término “esponsales”, creía nunca haberlo utilizado antes, hasta aquel sueño. Una palabra que, como caries, no conocía en singular. Carol respondía con una fecha inaudible, pero que a Joaquín lo conformaba, porque sonreía. Sin embargo, al despertar, se preguntaba por qué había sonreído.
La semana entrante Carol acudió puntualmente a su cita onírica, consultándole por el vestido, por la flor que usaría en la vincha e induciéndolo a que se comprara el frac, la camisa celeste (también floreada) y el pantalón de pana. Sugería un disc jockey. Joaquín escuchaba el apellido, pero no lo recordaba al despertar. Los preparativos de la boda fueron el tema dominante en las sucesivas conversaciones.
El padre de Carol, en algunas escenas intermedias, llevaba del hombro a una joven, quizás de la edad de la propia Carol, con quien se besaba fructuosamente, alegremente y sin compromisos.
Carol inició una trifulca con Joaquín: no le prestaba suficiente atención a las vísperas del casamiento. ¿Realmente la amaba? Joaquín a su vez rebatía: ¿y si mejor intimaban previo a un paso tan importante? Carol se ofendía mortalmente y en ese sinsabor concluía el episodio, como Joaquín había comenzado a llamarlos.
La procesión avanzó en continuo, solo interrumpida por cada amanecer. Carol le reclamaba mayor compromiso con los distintos rubros del ágape: el catering, el gramaje de las servilletas, la cantidad de invitados, el final de fiesta: ¿pizza con champagne, o sandwichitos de lomo y vino rosado?
Ya no había acercamientos, ni siquiera besos. El padre de Carol proponía conversar de hombre a hombre; pero cuando Joaquín aceptaba, la sala estaba vacía, con una cabeza de puma adornando una pared amarilla, y un reloj cu cú marcando las doce, no sabía si de la noche o el mediodía. Despertaba.
Según Carol, en un enésimo sueño, la fecha de la boda pendía de la incertidumbre por culpa de Joaquín. En un sueño postrero, del cual ya había perdido por completo la cifra, pero indudablemente varios meses después de la primera aparición de Carol, que había sucedido en el clima templado de abril (lo recordaba porque dormía solo cubierto por el edredón), Joaquín logró decirle, para su gran sorpresa, que prefería no casarse, y concretar en ese mismo instante o dejar de verse. Con esa sentencia despertaba.
Carol fungió al siguiente sueño como si nunca lo hubiera escuchado: le advirtió que si llegaba a verlo con otra, en sueños o despierto, colgaría sus partes íntimas al lado de la cabeza del puma. A Joaquín le costaba cada vez más conciliar el sueño. Pero, como cualquier ser humano, en algún momento debía dormir: allí lo aguardaba Carol, noche tras noche, sin pausa.
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