Desde que se publicó en 1969, The French Lieutenant’s Woman ha sido una de las novelas más analizadas en círculos críticos y académicos, además de formar parte de multitud de listas de lectura para estudiantes de literatura y filología. Ciertamente, es un libro que activa los jugos analíticos e intelectuales, tanto por la historia que cuenta como por la forma en la que lo hace. En 1981, la adaptación al cine guionizada por el dramaturgo Harold Pinter añadió aún más capas de complejidad sobre las que reflexionar. Pero que todo esto no desaliente a nadie: por debajo de todas las sesudas disquisiciones de los expertos, tanto la novela como la película también se pueden disfrutar, y mucho, como una historia (o varias) de amores trágicos en siglos pasados, con la garantía de John Fowles en lo impreso y de Jeremy Irons y Meryl Streep en lo filmado. Fue nominada a cinco Oscars: Mejor guion adaptado (Harold Pinter), Mejor actriz (Meryl Streep), Mejor decoración y dirección artística (Assheton Gordon y John Mollo), Mejor vestuario (Tom Rand), y Mejor montaje (John Bloom).
[Aviso de destripes junto al malecón en todo el texto]
La industria académica que se ha desarrollado en torno a esta novela es un auténtico listín telefónico de términos críticos: feminismo, postmodernismo, metahistoria, anticonvencionalismo, deconstrucción, historiografía, metaficción (e incluso metaficción historiográfica) y muchos otros, pero en cuanto se lea el libro o se vea la película con un poco de mente abierta, se verá que no es tan fiero el león, y que hay más formas de contar una historia que simplemente la de planteamiento, nudo y desenlace. Y eso es lo que hacen ambas, además logrando que funcionen y enriquezcan la trama que relatan. En principio, la novela cuenta la historia de dos personajes principales que se ven envueltos en una relación en 1867, durante la restrictiva época victoriana, en la costa sur inglesa. Uno de ellos es Charles Smithson, un joven que debido a la buena posición económica y social de su familia puede permitirse pasar su tiempo excavando fósiles por las playas y rocas marinas de Lyme Regis. El otro es Sarah Woodruff, una mujer de clase baja-trabajadora que se ha hecho infame en el pueblo por prestarle demasiada atención en el pasado a un marino francés herido, con el que puedo tener algo o no (ella insiste en que no), y a la que se ve cada día al borde mismo del largo malecón del puerto, mirando hacia el mar envuelta en su capa y capucha, dicen que esperando su regreso. Es ella a quien le han puesto el apodo del título, aunque algunas versiones cambian «mujer» por otra palabra menos cortés. Charles acaba de prometerse con Ernestina Freeman, otra joven de buena posición, aunque la de ella procede del dinero ganado por los negocios de la propia familia, no heredado desde generaciones anteriores, como es el caso de Charles. El caso es que un día Charles, paseando con su prometida, ve la sugerente y emotiva figura de Sarah en el malecón, toda trapo al viento y mirada trágica, y se queda prendado de ella y de su historia.
Hasta aquí todo muy normal y decimonónico, pero leyendo el libro resulta que quizá el personaje principal no sea ninguno de ellos, sino el narrador de la novela, que se entremete por el medio de la trama, hace continuas digresiones y notas a pie de página (muchas de ellas verdaderamente interesantes, sobre cosas reales del siglo XIX) e inyecta su propia personalidad y punto de vista en el relato, llegando más tarde incluso a formar parte de él. No solo esto, sino que además va comentando metaliterariamente las convenciones de la narrativa victoriana, criticándolas al mismo tiempo que las cumple casi al pie de la letra. Es decir, que él mismo hace su propia edición anotada, antes de que llegue algún catedrático de literatura a hacérsela. Todo lo que se espera de un relato de la época está presente: los criados secundarios que muestran la vida «del piso de abajo», la matrona adusta, castradora y guardiana de la decencia social, el padre capitán de industria, la importancia de las herencias y «desherencias», la amenaza de la prostitución («cuando vaya a Londres ya sé lo que me espera allí: lo que algunos ya me llaman aquí») y las dudas morales de los personajes. Y todavía le cabe aún la disquisición sobre si es lo mismo autor que narrador.
Arturo Pérez-Reverte, por ejemplo, hizo algo parecido en Hombres buenos, colocando su propia experiencia como autor como parte de la novela, y es que hay veces en que la peripecia de investigar y escribir un texto resulta tan interesante o más que el propio libro resultante. En los últimos años esta parte del oficio de escritor (y guionista, y actor) ha salido más a la palestra y ha provocado más interés entre el público, hecho reflejado en los contenidos extra de los DVDs, la abundancia de ediciones críticas y comentadas de muchos libros, y todo tipo de documentales adicionales al respecto. No es que pueda decirse exactamente que Fowles fuera un pionero en esto, porque él lo incorpora como parte de la obra, no como extras, pero sí que ha escrito bastante reflexionando sobre su propio proceso artístico, como por ejemplo en sus Notes on an Unfinished Novel, empezando por esa primera imagen, vagamente romántica, de la misteriosa joven con capucha mirando al mar. Otra de las cosas que escribió ahí era que «una novela, etimológicamente, debe ser algo nuevo, que tiene que tener relevancia para el escritor ahora, así que nunca debe fingirse que se está escribiendo en 1867, o asegúrese de que el lector sabe que se trata de algo simulado». De ahí que su narrador recuerde constantemente al lector que está leyendo una novela escrita cien años más tarde, evitándole en todo momento que se sumerja en ella y se olvide de lo que hay alrededor, como sí pasa con otros libros.
La intromisión del narrador en lo narrado es uno de los rasgos del postmodernismo, y en esta novela llega a uno de sus puntos ágidos en las últimas cien páginas, donde se nos presenta no uno sino hasta tres finales diferentes: uno feliz, uno triste y otro entre ambos, e incluso cuál es cuál queda a interpretación del lector. El narrador incluso dice que ha tirado una moneda al aire para decidir en qué orden nos cuenta los dos últimos. La falta de certidumbre en la vida, las limitaciones del conocimiento humano, las múltiples interpretaciones de lo que ocurre en la existencia y la manera en la que convertimos nuestras percepciones en conocimientos (o dudas), diferentes para cada persona aun experimentando lo mismo, son otros elementos postmodernistas, que cuajan aquí. En el primer final, Charles abandona la idea de ir a por Sarah, se casa con Ernestina en un matrimonio sin pasión real, y Sarah desaparece de la historia. Este sería un final típicamente convencional del periodo victoriano. En el segundo (así decidido por la moneda al aire, lanzada mientras el narrador comparte asiento de tren con Charles, nada menos), Sarah y Charles tienen un encuentro sexual (Sarah era virgen hasta ahora, lo cual desmiente la extensión de su historial con el teniente francés), él rompe con Ernestina, queda desheredado y desgraciado socialmente y, sin poder ver más a Sarah, emigra a Europa y América. Dos años más tarde, Charles encuentra que Sarah está viviendo en la casa del pintor Dante Gabriel Rossetti en Chelsea, junto al hijo producto de su encuentro con Charles. Este final ni siquiera se acaba del todo, dejando en el aire la posibilidad de si volverán juntos o no. Y en el tercero, después de que el narrador retrase su reloj quince minutos, estamos en el mismo punto que en el segundo, pero Sarah no dice a Charles de quién es el crío y no expresa interés por volver con él. Charles se va de allí preguntándose si Sarah es una mentirosa manipuladora que lo ha explotado desde el principio.
Todo esto, como puede suponerse, provocó una catarata de comentarios, ensayos, interpretaciones e intercambios de pareceres que no ha parado en los últimos cincuenta años. ¿Es esta una gran obra de arte, es una parodia, o es una parodia al principio, que después desembocó en gran obra de arte, al estilo del Quijote? Y en estas, en 1981 llegó la película. Durante años se había considerado a este libro como infilmable, no por la imposibilidad técnica de hacerlo (tampoco muy difícil), sino de que quedara como algo con significado completo, pero el dramaturgo británico Harold Pinter lo consiguió con un recurso muy fácil: si el libro es una reflexión escrita sobre cómo se escribe algo, ¿por qué no filmar una película que reflexione sobre cómo se filma algo? De esta forma, el film descarta lo de los tres finales y lo del narrador metomentodo, pasando a contar la historia desde el punto de vista de dos actores que están rodando una película sobre esta novela. Así, esta película tiene a Meryl Streep y Jeremy Irons interpretando a dos actores (Anna, americana, y Mike, inglés) que a su vez interpretan los papeles de Sarah y Charles MIENTRAS QUE se lían entre ellos, a pesar de estar casados ambos, durante el rodaje (se lían Anna y Mike, aclaro). A veces, lo que les ocurre a los personajes es parecido a lo que les pasa a ellos (ella dice, medio en serio medio en broma, que si los pillan acostándose podrían despedirla del rodaje por las cláusulas de inmoralidad su contrato) y a veces es un contrapunto opuesto. Si a esto le añadimos lo que en la vida real le pudiera estar pasando a Irons y Streep mientras filmaban en 1981, queda un cuádruple juego de niveles, que puede ofrecer multitud de interpretaciones a las escenas entre ambos. Por ejemplo, cuando hacia el final de la película Jeremy/Mike/Charles empuja a Meryl/Anna/Sarah al suelo y esta sonríe un momento antes de continuar una escena de gran intensidad dramática, no sabemos muy bien si eso fue a) una reacción deliberada de Sarah, b) una reacción nerviosa de Anna o c) una decisión actoral de Meryl. O dos de ellas, o las tres a la vez.
Además, estos dos niveles en la historia (la de Charles y Sarah en el siglo XIX y la de Mike y Anna en el XX) permiten que sus respectivas tramas puedan tener dos finales distintos: mientras que en el pasado Charles y Sarah acaban juntos, en el presente (de 1981) Mike desea fervientemente continuar su affaire con Anna, pero esta, sin despedirse, se vuelve al final del rodaje con su marido, que es… francés. Como puede verse, resulta todo de una complejidad (que no complicación) muy astuta, donde resulta bastante satisfactorio para el lector y espectador atento seguir las ideas del escritor y guionista y observar cómo un motivo concreto cambia, se repite o simplemente se desplaza a otro sitio de la narración, produciendo una nueva criatura que mantiene los mismos elementos básicos que su predecesora, sin parecerse tanto en muchas otras cosas. Para quien haya leído el libro, la propia primera escena de la película, con una claqueta tras la que Meryl Streep se sube al malecón mientras la cámara la sigue, es toda una declaración de intenciones y una guía perfecta sobre cómo se va a resolver el nudo gordiano, que simplifica mucho lo que sigue. Incluso el tema de las notas a pie de página se incorpora al guion como investigación que hacen los actores para documentarse y meterse en el papel: cuando Anna lee que «en 1857 la población masculina de Londres era de un millón y cuarto y las 80.000 prostitutas recibían dos millones de clientes al mes», Mike calcula que, «quitando niños y ancianos, eso significa que los varones victorianos echaban 2,4 polvos extramaritales a la semana». También durante los diálogos se logran recuperar algunas menciones a Darwin y al psicólogo alemán Hartmann, con sus divisiones de la melancolía en «natural, ocasional y oscura» (o sea, que no se sabe qué la causa).
Esto nos lleva a la gran clave tanto de la novela como de la película: conseguir entender a Sarah. Todo el mundo se pregunta que si tanto sufre en Lyme Regis, ¿por qué no se va de allí? El público cree que está esperando a ese francés, pero ella revela a Charles que no es así, y que «ya que no puedo casarme con un igual, me casé con la vergüenza. Es ella la que me ha mantenido viva: el saber que de verdad no soy como otras mujeres. Nunca, como ellas, tendré hijos, marido o placeres hogareños. A veces me dan lástima. Tengo una libertad que no pueden entender. Ningún insulto o culpa me pueden tocar». Todo ese golpe de «soy libre porque soy una marginada social» hace que el médico local no se fíe un pelo de ella, y es más, piensa que lo hace para intentar echarle el lazo a un buenazo compasivo como Charles. Pero cuando al final ella acepta el consejo de irse a Londres, él no puede evitar seguirla, y ella cambia la versión sobre lo del francés: mientras que al principio le había dicho que ella se le había entregado voluntariamente, ahora que se ha acostado con Charles y él ha notado que ella es virgen, esta vez le dice que cuando fue a ver al francés la última vez, le había visto del brazo de «una mujer del tipo del que no cabe duda» y se fue de allí. Y no sabe explicar por qué ha mentido al respecto. Ahora que él ya está enamorado de ella, Sarah se vuelve a ir sin decirle nada, y tres años más tarde él la encuentra de gobernanta en casa de un arquitecto. La encuentra, a todo esto, porque ella quiere que la encuentre. Y él, que vuelve a desear una explicación a la conducta de ella (por qué mintió para conquistarlo y por qué lo abandonó una vez conquistado), se encuentra de nuevo con una «oscura melancolía» como respuesta: «Había una locura en mí en esa época: una amargura, una envidia… Me ha llevado todo este tiempo encontrar mi libertad». Y Charles sigue sin comprenderla, pero la perdona, y su trama acaba con ambos remando juntos por el lago en Windermere, posiblemente al inicio de una relación de verdad. Justo después de rodar esa escena en la que Charles y Sarah parecen acabar juntos, Anna se despide (a la francesa), usando su libertad del siglo XX para no continuar su historia con Mike. Pinter ha encontrado la manera de cuadrar el círculo y hacer una adaptación literaria perfecta: que sorprenda y complazca a quien ya ha leído el libro, y que respete las ideas originales literarias originales usando un lenguaje diferente, el cinematográfico.
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