En la primavera de 1890 el coronel Sebastián Moran viajó a una pequeña ciudad alemana situada a unos 20 kilómetros de Berlín, cuyo nombre no me está permitido citar aquí, al objeto de hacerle un encargo muy especial al que venía siendo su armero desde hacía muchos años. El artesano se llamaba Von Herder y era ciego de nacimiento. Sus manos y sus ojos eran las de su hijo Henryck, con quien siempre estaba discutiendo por su manía de embellecer los diseños hasta límites insospechados, cuando lo que su padre buscaba era la efectividad inigualable de sus armas en lo que se refiere al disparo, es decir, que fuera lo más certero posible. Henryck argumentaba en su defensa que si un arma es precisa y además bella en su diseño y trabajos a buril tiene doble valor. Era cruel ser ciego cuando se tienen unas manos como las que tenía el padre.
Moran no se molestó mucho en dar salutaciones a Von Herder, pues en este tipo de visitas y encargos es mejor dejar cuantas menos pistas posibles. Lo que quería el coronel era que le construyese otro fusil (con anterioridad ya le había fabricado un prototipo que le dio magníficos resultados) de aire comprimido que disparase hasta tres balas blandas de revólver, pero para ello había que aumentar la caja de almacenamiento de proyectiles y reforzar la palanca giratoria de recarga de aire comprimido. El modelo que ahora quería era para matar a un hombre muy especial y a ser posible a su acompañante. El tercer disparo se lo reservaba para un posible fallo, aunque Moran casi nunca fallaba: era un gran cazador y le gustaba disponer de las mejores y más avanzadas armas.
Estuvieron conversando y dibujando toda la mañana para concretar el modelo y Von Herder pasaba las yemas de sus dedos sobre los diseños como si los acariciase.
Al final quedaron de acuerdo en todo y Moran regresó a su hotel. Al día siguiente regresaría a Berlín y en el plazo de tres meses exactos tendría que volver desde Londres a retirar el encargo. Como en veces anteriores a pesar de ser un coronel afamado había tenido algún problema en las aduanas, consideró oportuno ponerlo en conocimiento del artesano para que ideara alguna maleta de doble fondo fijo donde ocultar el fusil.
Von Herder ensayó una sonrisa y le dijo a Moran que por el ruido que producían sus pisadas creía suponer que cojeaba de una pierna. El coronel le dijo que estando en la India un tigre le había alcanzado, con un zarpazo, ligeramente la pantorrilla derecha antes de morir. El artesano le dijo que entonces todo estaría solucionado sin problemas. Esta seguridad extrañó un poco a Moran, pero tenía plena confianza en Von Herder. Se desearon un buen día, estrecharon sus manos tanto el padre como el hijo y el coronel se marchó de aquel taller donde se encontraba tan a gusto contemplando las herramientas tan bien ordenadas y engrasadas. Si no hubiera sido militar y excelente tirador le hubiera gustado el oficio de armero. Pero al final quien acaba escogiendo es la vida.
A los tres meses exactos recibió un telegrama en el que se le decía que «el tiempo en las cercanías de Berlín era estupendo».
Cuando Moran regresó contempló el arma con delectación: era una verdadera obra de arte. Pagó en buenas guineas inglesas y al retirar el fusil le dijo a Von Herder si había pensado en la maleta de doble fondo.
—Algo mejor que eso —respondió el armero, y mientras hablaba, y a pesar de su ceguera, fue desmontando con habilidad y eficacia todas las piezas del rifle y las fue introduciendo en unos tubos de aluminio (metal muy caro en aquel tiempo) que al final formaban una muleta—. Desde que salga usted por esa puerta y hasta que llegue a Inglaterra tendrá que ser un hombre cojo. No le costará mucho cogerle el tiento al soporte.
Y efectivamente, el coronel Moran durante unos días ejerció el papel de cojo con gran habilidad. Cuando desapareció por la puerta, Von Herder le dijo a su hijo que estuviera al tanto de los periódicos, pues seguramente pronto habría alguna noticia interesante.
Este truco de la muleta se utilizó bastante después para incluirlo en una novela de un gran atentado.
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