Literatura en clave de juego. Del aforismo a los relatos breves, pasando por ensayos de ficción. La naturaleza de las cosas (Editorial Carena), la nueva obra del narrador venezolano Víctor Vegas, nos habla de objetos comunes como los espejos, el teléfono, las bisagras, el cedé y los discos de vinilo, y también de esos otros «objetos» más abstractos o conceptuales como son los bostezos, las palabras, los eructos y los signos de puntuación. Ofrecemos un adelanto.
SIGNOS DE PUNTUACIÓN
Vengo a engrosar la lista del selecto grupo de escritores excéntricos que detesta usar en sus textos los signos de puntuación. Aclaro que no se trata de una actitud de rebeldía o por mera condición de excéntrico. Nada más apartado de mis intereses y naturaleza. Se trata más bien, debo reconocerlo, de dar acuse de recibo a un sentido insoslayablemente estético.
No soy el primero, que yo sepa, en tener cierta fobia visual hacia el uso de estos signos convencionales de la escritura. Ellos se inscriben dentro de las normas y reglas de nuestro lenguaje que exigen ser inobjetablemente respetadas. Pero, como se sabe, toda norma o regla es susceptible de ser transgredida.
El grueso del colectivo al que pertenezco ha optado por la poesía, porque de alguna manera en ella se reducen los problemas de apreciación o interpretación que pueden generar la inexistencia de puntos, comas y paréntesis. Pero excéntrico entre los excéntricos yo he preferido el ensayo, determinación que me ha traído no pocos inconvenientes con mi editor. Como es natural y cabía suponer, él se niega a violentar las reglas y normas de la Real Academia Española y a confundir o extraviar a los lectores en un mar enrarecido de palabras solo por complacer los retorcidos gustos de un autor no muy leído.
Para salvar la distancia entre mis textos y mi editor, trabajé durante años en la creación de una técnica que, sin causar desconcierto en la lectura, prescindiera de la utilización de los signos de puntuación. Invertí más de quince años de mi vida buscándola hasta que por fin di con ella. Después de mostrarla entre algunos allegados, colegas y amigos —y de conseguir sus tímidas aprobaciones—, me dispuse a presentársela a mi editor.
Sin embargo, son harto conocidas las historias de ciertos genios y sus trabajos incomprendidos durante la época que les ha correspondido vivir, que no aposté un duro por convertirme en una loable excepción. Y como no sé hacer otra cosa que no sea escribir, y demás está declarar que sin publicaciones no hay paga, al fin terminé arreglando con mi editor que mis manuscritos, una vez publicados, podrían seguir conviviendo con los irritantes signos siempre y cuando yo no los viera. Así que en adelante yo entregaría a la editorial la última revisión de mis manuscritos utilizando mi técnica y ellos se encargarían de modificarla a su antojo antes de echarla a rodar por las calles del mundo en forma de libro.
Por suerte nunca he tenido la costumbre de leer una de mis obras ya publicada.
De seguro usted ahora mismo estará leyendo estas notas cargadas de comas, puntos y ¡hasta signos de exclamación! Por supuesto, a causa de un dictamen cobarde y egoísta de mi editor, nunca se dará por enterado de la original técnica que desarrollé para prescindir de los repulsivos signos y que mis textos pudieran ser leídos como Dios y nuestra Real Academia lo mandan.
POSTAL DE PARÍS
Hace algunos años, durante mi segunda visita al Charles de Gaulle de París —en esas horas muertas mientras aguardaba un vuelo de British Airways con destino a Glasgow—, encontré una curiosa postal abandonada en una de las butacas de la sala de embarque del aeropuerto.
Al frente se recortaba, diáfana y esbelta, la Torre Eiffel y, a su reverso, podía apreciarse, en perfecto castellano, una original dedicatoria.
Después de leerla deduje que quizá había sido olvidada allí por un entusiasta pero distraído enamorado hispano, la víspera de algún aniversario importante, cuya efeméride le habría cogido a varios cientos de kilómetros de su Julieta.
La casualidad ha hecho cama en nuestras vidas. Son apenas cuatro años los que llevamos juntos y, cada vez que se aproximan nuestros días de aniversarios, nuestras fechas patrias, el destino se las ha arreglado para colocarme junto a mi maleta en un sitio del mundo distinto a estar contigo.
¿Es esta la cuarta, quinta o sexta vez? No lo recuerdo. Acaso si apeláramos a tu calendario mi aritmética resultaría sencillamente deplorable.
Y mira qué bueno estar al menos con mi maleta, que es lo más parecido a nosotros, a lo que ambos sentimos.
Ella resiste estoicamente golpes, tirones y los implacables cambios de humor de los termómetros para proteger intacto lo que lleva dentro. No importa qué tan lejos vaya a parar por equivocaciones o negligencias de otros, siempre regresa como bumerán a manos de su dueño. A menudo es transparente si se la observa con cuidado; claro que a veces se requiere de la ayuda de esas estupendas máquinas de los aeropuertos.
Colgada del gancho de mi mano puede dejarse arrastrar hasta el fin del mundo sin hacer preguntas. Nunca me ha hecho entender que se siente vacía a mi lado y, cuando no va colgada de mi mano, por circunstancias ajenas a las que hoy me mantienen a varios cientos de kilómetros de ti, espera siempre impaciente y emocionada ese gran momento.
Las desgracias de algunos suelen convertirse en alegrías para otros y viceversa. Por esos azares que tiene la vida quiso el destino convertirme en jubiloso receptor de la desgracia de un desconocido con quien compartía incluso un grafismo similar: letra menuda e insegura, apiñada y ligeramente inclinada hacia la izquierda… ¡En este mundo globalizado existen ya demasiadas vidas paralelas! Así, al igual que mi incógnito benefactor —a causa de mi trabajo—, yo viajo a montones, amo a mi esposa, a mi maleta, y, justo aquel día, era la víspera de mi cuarto aniversario de bodas. Como en su inaceptable descuido el entusiasta Romeo había pasado por alto colocar remitente y destinatario a la postal, no sin antes ruborizarme un poco, empuñé el Montblanc, coloqué mi dirección de domicilio como destinatario, mi nombre como remitente, pagué los franqueos postales y la eché en el buzón más cercano con un largo beso para mi amada que aguardaba por mí al otro lado del Atlántico.
AUTORRETRATO
El pintor ha estado trabajando en su retrato. Lleva en esto unos diez años. Cada día deja sus otras telas y le confiere sesiones de tres o cuatro horas. Cuando acaba la sesión, exhausto, piensa que mañana sí lo terminará. Es tan obstinado. Nunca queda satisfecho. Quiere para su retrato la exactitud precisa, la perfección. ¡Atrapar ese justo momento ante el espejo! «No como ayer, como ahora.» Pero nunca podrá terminarlo y vivirá eternamente enfadado e inconsolablemente insatisfecho.
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Autor: Víctor Vegas. Título: La naturaleza de las cosas. Editorial: Carena. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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