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La niña grande

La niña grande caminaba por la vida como si todo lo que en ella hubiese careciera de importancia. Se jactaba de haber dejado pasar muchos de los trenes que la habrían llevado a triunfar en varios ámbitos y un halo de indiferencia definía cada una de sus actuaciones. Una nube de pelo sedoso la seguía, rubio, acariciándole la espalda, en estos días de otoño cubierta por el abrigo de piel marrón, lo que hacía que parte de sus cabellos se electrizasen cual anguilas marinas para flotar, a su aire contra el aire, en un modo paralelo a sus hombros. Las gafas de pasta carey apoyadas sobre el fino tabique escudriñaban a cada cliente, a cada receptor, a cada pagador y si le convenía, le hacía gracia o, me atrevería a decir, le parecía que ya tocaba, una leve verticalidad parecida a una sonrisa se perfilaba en sus labios, dibujando, sin ser de ello consciente, un rostro confuso, ligeramente descompuesto y desconocido.

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En el pueblo la temían o, al menos, esa fue mi impresión la primera vez que lo visité. La niña grande, la llamaban a escondidas, con las gafas siempre demasiado grandes, demasiado caídas y con demasiado cristal, el pelo suelto, ligeramente enredado, con un descuido en el peinado que hoy día parece estudiado pero que en aquella época en aquel recóndito lugar, permitía que cada vecino se hubiera creado una imagen propia de la chiquilla. Una marimacho, con el cuerpo malhecho, la postura encorvada, el ceño fruncido, el gesto siempre distante, enfadado y ligeramente agresivo, la mirada esquiva, fría y un poco, decían, malherida. Será que en casa o en el colegio le pasa algo, la pegan o algo, me decía Agustina, mientras tomábamos unas perrunillas en la plaza de la capilla y Agustina, ochentera de 80 años y no de pelo cardado, hombreras y tupé, parecía resoplar y resignarse ante la visión trágica que se había creado de la chiquilla. Me confesó que no había vuelto a verla desde que se fue del pueblo, o, más bien, se la llevaron del pueblo, que nadie sabía nada de dónde había ido a parar la joven ni con quién, ya que sólo su tío materno vino a recogerla y no salió del coche, por vergüenza, supongo, dice que se oyeron las campanas que tocaron sus muertos mientras el coche salía del pueblo en silencio, ajeno, como escurriéndose de la crítica de estos paletos, haciendo oídos sordos a las habladurías que persiguieron la marcha de la niña. Que si había habido abusos, que si malos tratos, que si la vida te da palos, que si parecía Puerto Hurraco, … pero ni siquiera Agustina se atrevía a decir mucho más allá que esas habladurías convenidas, que se acordaron en el pueblo, en los corrillos frente a la capilla los días posteriores al entierro.

La niña grande se hizo grande y no volvió nunca al pueblo. Su cuerpo se amoldó ajustándose proporcionalmente a sus inquietudes, a sus sueños y sus ambiciones, aunque mantuvo la montura que enmarcaba sus ojos de ratón y le confería una cierta personalidad al rostro. Con el tiempo, añadió el rojo de labios, el rojo de uñas, el perfume intenso, una esencia que ya no se fabricaba y que ella adquiría a granel en una perfumería a las afueras del polígono, donde iba con una botellita de a litro, y la llenaba puntualmente cada seis meses según se iba agotando cada gota que había frotado con ímpetu, a veces, supongo, con cierta impotencia, impaciencia o dolor, deseando borrar, eliminar los olores de cuerpos ajenos, putrefactos, restos de semen, alientos, sudores, orines o incluso heces, y, de cuando en cuando, algunas lágrimas.

A la niña grande la llamaban la intelectual y cuando venía un cliente y pedía una con clase la mandaban a ella, pues, a pesar de todo, mantenía un halo de elegancia en cada gesto, sonreía lo justo, y aún conservaba ciertas maneras, en su oficio perdidas, buenos días, por favor, muchas gracias, ha sido un placer, aunque ellos se sorprendieran cada vez preguntándose si de veras esa joven oculta tras las gafas de pasta habría disfrutado de verdad o únicamente se servía de la fórmula para ser políticamente correcta, agradar un poco más o asegurar una nueva visita o una propina mayor.

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La intelectual se incorporaba, en el pequeño toilet se frotaba el cuello recientemente sudado con el perfume, los pechos y muñecas y a veces el sexo, como queriendo marcar una distancia, dejar de reconocerse en esos olores. Se vestía con diligencia, se retocaba el maquillaje y empujaba con el índice la montura de las gafas sobre el tabique, un poco más arriba, sin importar que se hubieran empañado los cristales un poco y peinaba la melena con la cabeza echada hacia atrás con fruición, hasta que eliminaba el estatismo, y el pelo volvía a flotar rubio, sedoso, casi horizontal sobre los hombros. Salía del toilet disculpando su urgencia, mientras ellos, mecánicos, marineros, profesores de universidad, sacerdotes, directivos de paso, escritores, actores o abogados, la seguían con la mirada mientras salía, la seguían señalando su figura con el dedo índice, como pidiendo una última canción al final del concierto. Enmudecidos, por lo general, no soltaron prenda cuando les interrogué, muchos meses después. Ninguno pudo decirme qué hizo con la intelectual, si disfrutó más con una u otra postura, si les hizo correrse rápidamente o si disfrutó con ellos, si era diestra o zurda o si le gustaban más unas prácticas que otras. No recordaban siquiera el perfume, aunque sí la nariz menuda, el rojo de labios y las gafas carey, y recordaban haberse sentido como parte de un sueño, protagonistas de él sin querer creer ninguno la verdad que yo les contaba. Alguno incluso lloró cuando supo que había muerto.

 

Imágenes: Pixabay

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