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La niña pirata

La niña pirata

Casandra quería ser pirata. Bueno, primero ladrona y luego pirata, cuando fuera más mayor. Quería ser la protagonista de miles de historias apasionantes, vivir todas las aventuras posibles y no crecer nunca. En una mochila vieja iba metiendo todo lo indispensable para cumplir su sueño: un bote de Cola-Cao, una bolsa de patatas fritas, una cuerda roja, unos prismáticos viejos que pesaban muchísimo y una herramienta pequeña que había por la cocina y que no tenía ni idea de para qué servía.

"Serían felices dentro de su miseria, porque entre ellos siempre se defenderían y serían una familia"

Lo tenía todo planeado: primero se iría de casa de sus padres, a vagabundear por las calles, como un personaje de un cuento. Robaría lo que pillara para poder venderlo y comprar alimentos, y se haría la mejor ladrona de Londres, porque ese tipo de vida es muy de Londres. Había oído hablar de Oliver Twist y todo eso. Nada de duchas, fruta, estudios u obligaciones. Nada de mirar a ver si hay piojos, ni de cortarse las uñas, ni de ordenar su habitación. Nada de saludar a los mayores ni de comerse la verdura. Tendría amigos ladrones, y vivirían todos juntos en un piso abandonado, repartiéndose el botín cada noche a partes iguales. Serían felices dentro de su miseria, porque entre ellos siempre se defenderían y serían una familia. Para ingresar en la banda habría que superar pruebas de lealtad, valentía y, por supuesto, de robo. Así transcurriría su infancia idílica.

"Casandra miró triste su mochila y poco a poco fue sacando la bolsa de patatas, el bote de Cola-Cao, los prismáticos, y la cuerda"

Después, cuando la policía de Londres la conociera bien y tuviera que huir de la ciudad para no ir a la cárcel, iría hacia el puerto y ahí se escondería en un bote salvavidas de un barco, sería un polizón. Por la noche, saldría a cubierta para comer, hasta que otro barco, esta vez uno pirata, los abordara. La harían prisionera y poco a poco ella se iría ganando la confianza del capitán, un viejo malísimo al que el resto de la tripulación odiaba. Organizaría un motín del que se haría jefa y por fin, por fin, sería un capitán pirata, con su parche —que no necesitaría pero que era fundamental para ser un pirata de verdad—, su loro de confianza y un sable magnífico. La pata de palo, esa mejor no. Ah, cuánta riqueza acumularía, robando a los malos y avariciosos y repartiendo el botín entre los pobres. Ella se quedaría algo, una pequeña parte. O no tan pequeña, porque querría un barco más grande para poder atracar a barcos más grandes. Tendría una casa en una isla; una cabaña le iría bien, quizá una casita, un sitio donde poder invitar a sus amigos piratas. Y a su primo Jacobo, que era todavía un bebé. Y a Elenita, su mejor amiga del cole. Y a su banda de ladrones, si es que no estaban presos, aunque para eso mejor algo más grande, con un buen jardín y una casa de invitados.

Y toda esa gente comería tanto que posiblemente ella necesitaría más dinero todavía para ir al supermercado. Casandra miró triste su mochila y poco a poco fue sacando la bolsa de patatas, el bote de Cola-Cao, los prismáticos y la cuerda. Se rascó la cabeza, que le picaba bastante desde ayer. Se sentó en la puerta de la cocina con la mochila vacía al lado, y miró a su alrededor. Su perro Mus, un teckel precioso color cerveza, se acomodó a su lado buscando mimos. Y Casandra le hizo algunas cosquillas, sonrió melancólica, sacó también de la mochila la herramienta desconocida y gritó:

—¡Mamá, tengo piojos!

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