Los jabalíes, en columnas de a dos y en tropel, entraron en la ciudad por la Moncloa con el arrojo de vengarse de siglos de desprecio, mofas y pedradas. Amparados por la tormenta de granizo y viento que asolaba vaguadas, vencía acacias y anegaba aceras, derribaron coches, señales de tráfico y semáforos de la calle de la Princesa rumbo a la plaza de España. Centenares de animales con colmillos de marfil afilados en las piedras del monte del Pardo subieron hasta Callao, donde esperaron la voz de su líder.
—Ha llegado nuestra hora. No ahorréis destrozos. Ni un cristal ha de quedar en pie. ¡El futuro es nuestro!
Las puertas de las tiendas de regalos, las de ropa y también las de joyería fueron cediendo ante el ímpetu de sus embestidas. La ferocidad se multiplicaba cuando se veían reflejados en las cristaleras de los grandes almacenes. Empujaban en grupo y a la vez sus cuerpos redondos, ásperos y de escarpias contra los maniquíes de la moda de primavera, se cebaron en los kebabs, los restaurantes y los bares al olor de la carne y las raciones de oreja a falta de trufas y bellotas.
Algunos de los jabalíes sobrepasaban los cien kilos y su alzada se acercaba al metro. Los ojos los mantenían sin parpadear y sus cuerpos acostumbrados a los inviernos que llegaban desde la sierra de Guadarrama no conocían el miedo. La falta de agilidad la suplían con el hambre de derribar portales, derrotar garajes y adentrarse en los teatros hasta ganar el escenario.
Los mismos ciudadanos que horas antes aplaudían a los sanitarios miraban estupefactos detrás de las cortinas de sus habitaciones caldeadas la algarabía de aquellos cerdos asilvestrados. Jubilados y desempleados, funcionarios y estudiantes empujaron mesas y aparadores detrás de las puertas, los cazadores cargaron sus rifles y las luces de miles de teléfonos móviles empezaron a temblar en la noche ante el espectáculo.
—Hasta aquí no subirán, sus pezuñas carecen de la alegría de los ciervos —se decían los vecinos de los pisos de mayor altura.
Chorros de agua empezaron a saltar desde las bocas de riego, los semáforos se volvieron locos y de aquí y de allá surgían alarmas de automóviles, comercios y bancos. Las llamaradas que salían del antiguo frontón de la calle doctor Cortezo iluminaban una ciudad arrasada.
—¡¿Dónde está la policía?!
—¡Esto les sobrepasa, tiene que intervenir el Ejército!
Los municipales y buena parte de las tropas de asalto, legionarios y conductores de la EMT atendían a los enfermos en hospitales de campaña que se habían habilitado a las afueras de la capital ante la insuficiencia de clínicas y ambulatorios para dar abasto a tantas víctimas de la epidemia.
Me calcé las botas de montañero, me calé el gorro y con el cuchillo jamonero permanecí jadeante en el pasillo con la respiración entrecortada. Me temblaba el pulso pero no el ánimo. Estaba dispuesto a morir en el empeño.
—Pero Manu, ¿dónde vas a estas horas con esas pintas? ¿Seguro que te tomaste las pastillas? Anda, ven a la cama y apaga la luz.
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