Querida Amparo:
No creas que me ha parecido una buena idea escribir esta carta. En plena era de WhatsApp y Telegram, resulta una cursilería, algo demodé. Lo suyo habría sido que al abrir el móvil esta mañana encontraras dibujados un ramo de flores, un trébol verde de cuatro hojas y una tarta con velas encendidas. Todo en pequeño. Estoy seguro que, sin pensártelo, me habrías respondido con un corazón, rojo y grande, antes de ir a buscar otras felicitaciones en los grupos de admiradores que se reúnen en Facebook o Instagram.
Ya lo intuyó el maestro Umbral: “De vez en cuando, Málaga da una mujer a España, da una mujer al mundo y se arma. Desde Marisol a Amparo Muñoz, Málaga no deja de enviarnos bellas y sorprendentes emisarias”. Y ahí sigues. Millones de fotos y centenares de vídeos mantienen vivo en la red aquel día de julio de 1974 en el Folk Art Theater de Manila, cuando te proclamaron Miss Universo. “Cambiará mi vida, pero yo no cambiaré”, acertaste a decir emocionada. Nadie quiso detenerse en la advertencia que encerraban esas palabras pronunciadas por una muchacha que en su primer empleo tuvo que plantar a un jefe sobón y a la que obligaron a desfilar, en tacones y bañador, en la habitación de un miembro del jurado de Miss España.
A los americanos, tu alocución, espontánea y sencilla, debió de sonarles a música celestial. La alegría les duró poco. Seis meses después se quedaron compuestos y sin miss. En el primer descuido te largaste de la Quinta Avenida para volver a casa, harta de manejos y humillaciones. Franco estaba a punto de morir, y el destape, ese falso desafío a su dictadura, inundaba los quioscos y las pantallas de todo el país. En tu cuerpo desnudo la industria encontró el reclamo perfecto para llenar el patio de butacas. “No será nunca una buena actriz, pero es tan guapa…”, les gustaba decir de ti a los críticos cinematográficos.
De puertas adentro, en la casa, en la tuya, tampoco te comprendieron. Esperabas a alguien que fuera como tu padre, bueno, leal, trabajador, pero aparecieron otros hombres con el propósito de someterte, de utilizarte, de exhibirte. Todos quedaron atrás. Antes de cumplir los cuarenta te viste sola, expulsada de la profesión por miedo a que contagiaras una enfermedad que no padecías, sin dinero, sin amigos, sin nada. Por suerte, en el budismo encontraste una luz en tu huida y, en cierta medida, fuerza para resistir el golpe final que te asestó el destino.
Ahí nos conocimos. Solo había visto alguna de tus películas y, a qué engañarnos, no había reparado en ti. Aun así, accediste a contarme lo que habías vivido para que yo escribiera un libro. Mientras estábamos en la tarea, llegó tu cumpleaños. En Málaga, por San Juan, se queman los júas, unos muñecos que representan todo lo malo que nos ha ocurrido. A medianoche, la gente entra en el mar para purificarse y conservar la hermosura. ¿Recuerdas? Antes de ir a la playa, fuimos a cenar. De pronto, te pusiste nerviosa, querías volver a casa. Tu madre, muy mayor, estaba sola. Buscamos un taxi. Al subir bromeaste: «Vaya, al final no me he bañado, se me irá la belleza».
No he olvidado aquel momento, querida Amparo. Hace un rato, al cruzar la orilla después de arrojar mis júas a la hoguera, he alzado la vista para buscarte en el cielo.
Feliz cumpleaños, Amparo. Fuiste la más hermosa de las estrellas.
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Autor: Miguel Fernández. Título: La vida rota. Editorial: Roca editorial. Venta: Todostuslibros y Amazon
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