En 1962, el inolvidable José María Forqué, ante un público que aún vivía en sus carnes los últimos coletazos de una posguerra que parecía no tener fin, estrenó su película Atraco a las tres, con López Vázquez, Cassen, Gracita Morales y Alfredo Landa como protagonistas. Galindo, papel que representa el primero de los actores antes citados, es el típico infeliz soñador, cajero de un aburrido banco, a quien se le ocurre un plan, que expone de manera un tanto pedestre a un grupo de fieles amigos, para atracar la sucursal. Son muchos los pasajes del film que, tantos años después, merecerían ser recordados. Pero me quedo, por la conexión que podría llegar a tener con la novela de Sacheri, que ha merecido el Premio Alfaguara de 2016, con la frase que uno de los cabecillas de los improvisados ladrones dirige al fascinado grupo que busca razones de peso para llevar a cabo tamaña tropelía: “Ellos serían los culpables y nosotros las víctimas”, dándole así, de manera tan perspicaz, la vuelta al calcetín.
El corralito, dicho muy finamente, podría definirse como la restricción de la libre disposición de dinero efectivo impuesta por un determinado gobierno, obligado por unas circunstancias que se consideran excepcionales. El gobierno de la República Argentina presidido por Fernando de la Rúa, llevó a cabo esa medida en los primeros días de diciembre de 2001, viéndose prolongada hasta casi un año después, para confusión y pánico de, sobre todo, los pequeños ahorradores. Justo en el instante en el que se pone en práctica tan impopular medida, se inicia la novela de Sacheri. O unas horas antes, para ser más exacto. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. De entrada, desde el punto de vista estructural, La noche de la Usina, compuesta por cuatro actos, un prólogo y un epílogo, es posible que, a quienes aún conserven intacto el gusto por visitar a los clásicos, les recuerde los llamados “cuentos con marco”, cuyo ejemplo más señero y representativo sigue siendo, a día de hoy, El conde Lucanor. Eduardo Sacheri apuesta desde el principio por la denostada literatura oral. Y en este punto pone sobre el tapete a un personaje, Arístides, uno de los responsables del Circo de los Hermanos Lombardero que cada temporada recala en la pequeña población de O’Connor. Como los buenos cuentacuentos de toda la vida, Arístides posee la cualidad de no repetir jamás una historia “exactamente igual a como ya la había contado”. Es un hablador, como esos machiguengas que Vargas Llosa saca a la luz en su conocida novela. Esa insólita cualidad para enredar las historias —las aventis marseanas, si lo miramos por el lado español— es lo que propicia y da pábilo al relato de Sacheri, cuyo primer acto echa a andar con una conocida fórmula propia de la literatura de tradición oral: “Dicen los viejos que hubo un tiempo…”.
La astuta jugada de uno de los caciques de la zona, Fortunato Manzi —ojo al nombre, en absoluto arbitrario—, que cuenta con la complicidad de uno de los empleados del banco, frustra las ilusiones de un heterogéneo grupo humano que reúne todo su capital y un sustancioso préstamo para emprender un negocio que revitalice la economía de un pueblo como O’Connor, que tiene muchas reminiscencias de la Comala de Rulfo, aunque aquí los muertos no son fantasmas, sino de hambre y de justicia. El corralito retiene ese mediano capital pero, al mismo tiempo, sirve para avivar la imaginación de estos hombres que han decidido vengar la añagaza creando una poco sofisticada red de información y un burdo plan de trabajo, más cercano a la comedia de enredo que al drama, para conseguir rescatar sus dólares del refinado escondrijo ideado por el usurpador de marras. Y en ello, precisamente, está la clave de este relato, divertido de principio a fin, en el que la emoción mantiene atento al lector hasta su última página. Me refiero a esa sabia mezcla entre comedia y drama que preside buena parte de una novela cuyo lenguaje autóctono –sonoro, rico, variado–, con expresiones y vocablos propios de Argentina, no entorpece el discurrir de estas páginas, repletas de diálogos ocurrentes, de un humor desencantado y corrosivo. Un humor que nos recuerda al mejor Cortázar de Historias de Cronopios y de Famas por sus equívocos, por la deliciosa ambigüedad y sus habituales juegos de palabras.
Inolvidables el peronista Balaúnde, los tímidos hermanos López, Fontana, Medina y, sobre todo, el cerebro de tan compleja “operación rescate”, Fermín Perlassi, dudosa gloria del fútbol argentino, el indiscutible líder que afirma odiar los prefijos. Una especie de grupo salvaje. Pero poco. Seis tipos a la deriva, “como quien busca un llavero que se le cayó por un agujero del bolsillo”. Un pelotón de infantería cuando ya no se tiene edad para jugar a la guerra: “Ocho chambones movidos por la desesperación”. Sacheri, que se anima a participar en la fiesta, aún tiene tiempo para elaborar una curiosa y sólida teoría de los boludos, pelotudos e hijos de puta, que sabe a página añadida del libro antes citado de Cortázar: “Los hijos de puta no saben que son hijos de puta. Mejor dicho: se creen que no. Que son buena gente. O gente común, por lo menos. El hijo de puta tiene siempre cincuenta razones que lo justifican”.
Eduardo Sacheri, llegado al final de su entretenido viaje, cierra La noche de la Usina con una inhabitual y sorprendente elegancia, propia de la mejor novela negra de antaño. Y añade una advertencia con la que deja claras sus intenciones, al tiempo que retrata su propia poética: “Es mucho más divertido construir historias y mentiras que saber la verdad”.
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Título: La noche de la Usina. Autor: Eduardo Sacheri. Editorial: Alfaguara. Páginas: 362. Edición: papel
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