Marina tenía la vida que creía desear. Ordenada. Segura. Gris. Hasta que aquella noche que tenía que ser perfecta cayó el telón y todo voló por los aires. Noah vivía el presente. Despreocupado. Sin futuro. Con sus propias normas. Hasta que la solista de Al Borde del Abismo les dejó minutos antes de la actuación y tropezó con unos ojos verdes en un callejón.
Zenda adelanta las primeras páginas de La noche que paramos el mundo, la primera de las dos novelas que conforman la bilogía #fugacesperoeternos, de Alexandra Roma (Planeta).
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CANCIÓN 1
LA PRIMERA VEZ QUE TÚ Y YO NOS VIMOS
Verso 1
MARINA
Llevaba dos gotas de perfume en el cuello y una bata de seda que resbaló suave por mi cuerpo hasta caer hecha un ovillo en el suelo.
Hacía un año que estábamos juntos, justo un año desde aquella mañana en la que andaba ensimismada por el patio central de la Universidad Rey Juan Carlos, en Vicálvaro, cuando rompió a llover de repente y un estudiante de segundo de Derecho de pelo rubio rizado ataviado con mocasines corrió a toda prisa con un paraguas rojo para salvarme de la tormenta.
El mismo chico de pelo rubio rizado que tenía enfrente y que deslizó la mano por mi espalda desnuda trazando un sendero de piel erizada a su paso que finalizaba con sus dedos deshaciéndose sutilmente del enganche de mi sujetador.
—Dios… —Se santiguó.
—¿Qué haces?
—Tu cuerpo es un templo y tus pechos, Marina, podría mirarlos hasta que me muriera. Es más, me moriría para verlos.
—Deja de decir tonterías. —Le di un codazo y fue entonces cuando me di cuenta de que estaba temblando. Él también tembló y me abrazó.
—Nada puede salir mal, te quiero. Va a ir mejor —asintió, y por fin alcé la mirada para encontrarme con sus ojos verdes de largas pestañas.
Iba a suceder. Así lo había decidido yo. Nuestra primera vez sería durante nuestro aniversario. El instante perfecto y memorable que merecía después de perder la virginidad en el verano de mis diecisiete años con un chico de mi instituto, en el asiento trasero del Audi de sus padres aparcado en el garaje, para que nunca más volviese a llamarme.
Habíamos alquilado una habitación en un hotel con vistas al casco antiguo de Madrid. La cama era enorme, olía a suavizante y nos habían dejado un jarrón con flores frescas. Relajé la respiración. No quería que me viera nerviosa. En general, no me gustaba mostrar esa clase de falta de control.
Era recta, ordenada y reflexiva.
Pensaba mucho.
Demasiado.
Tanto que cuando Álvaro me besó y le devolví la caricia seguí planificando lo que vendría hasta casi el orgasmo para que nada me pillase por sorpresa, y no me detuve ni siquiera cuando me dejó sobre el colchón y me arrancó las braguitas con delicadeza.
Lo vi quitarse los calzoncillos y observé su desnudez con curiosidad inocente, infantil. Él se inclinó hacia delante y, apoyándose en los codos, chocó sus labios con los míos y no paró de devorarme hasta que la urgencia lo obligó a separarse, rasgó el paquete que contenía el preservativo con los dientes y se lo puso.
Recuerdo contener el aliento como si realmente fuera mi primera vez y arquearme cuando me penetró.
Recuerdo la sensación de mi pecho al hincharse y cómo retorcí las sábanas entre los dedos.
Recuerdo que me apartó el pelo sudado que me caía en la cara con dulzura porque necesitaba ver mi «cara de ángel» y notar una por una cómo las barreras del miedo se derrumbaban.
—Álvaro…
—¿Sí?
—Yo… yo… —titubeé ardiendo en deseo al ritmo de sus caderas, que se movían y me empujaban hundiéndose más y más en mí— yo también te quiero. Siento haber tardado tanto en decírtelo.
—¿Tanto? El tiempo no nos mide. Ratona, tú y yo somos para siempre.
Cerré los ojos y, por fin, logré que mi mente se quedase en blanco.
Me dediqué a sentirlo, acariciarlo y explorarlo con mis manos inexpertas preguntándome si lo estaría haciendo bien mientras permitía que jadeos roncos brotasen de mi garganta. Y entonces ocurrió, un fogonazo que me partió en dos y la agradable humedad entre mis muslos. Tuve un orgasmo y fui feliz mientras nos duchábamos juntos. También conforme caí rendida sobre las sábanas blancas que olían a sexo.
Fui feliz hasta las tres y diecisiete minutos.
Y lo sé porque miré el reloj al despertarme en mitad de la noche y comprobar que Álvaro no estaba a mi lado en la cama. Parpadeé confusa, para habituarme a la oscuridad, y advertí que había luz en el cuarto de baño. La puerta estaba entornada, así que avancé en su dirección y…
—Boba, no te pongas celosa. Ha sido… ¿follar con una muñeca hinchable? Peor. Tenía menos vida. —Lo oí reírse y mis rodillas flojearon ante el impacto. Tuve que apoyarme en la pared—. Sí, joder, claro que se ha corrido, soy un amante excelente, pero a su estilo, como todo en ella, contenida, ni punto de comparación contigo, Malena.
No sé qué me afectó más. Los insultos, la humillación, el desengaño, mi seguridad resquebrajada o que el nombre que pronunciase mi novio fuese el de una de mis mejores amigas (de mis pocas amigas, para ser exacta). El caso es que respiré hondo, recobré el equilibrio y, con los ojos anegados en lágrimas y una presión infinita en las costillas, me vestí sin hacer ruido y me marché del hotel con la barbilla en alto, bien tiesa y digna.
No lloré hasta llegar a un callejón estrecho sin salida y comprobar que estaba vacío. Nadie a la vista. Entonces sí, entonces me doblé por la mitad y me ahogué en mi propio llanto repleto de impotencia mientras mis venas bullían de rabia y, en pleno ojo del huracán, cuando peor me encontraba y me faltaba más oxígeno, la puerta lateral de un garito se abrió y salió un chico alto, muy alto, de pelo castaño desordenado que le caía sobre los ojos color chocolate.
—No puedes estar aquí, princesa.
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Autora: Alexandra Roma. Título: La noche que paramos el mundo. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
¿Es una novela o el típico soliloquio de algunas mujeres que, por alguna razón, creen que el mundo gira en torno a su espíritu por tener cavidades rodeadas de pelo? Me hace gracia cuando fantasean con ser inexpertas cuando tienen màs kilómetros que un Barreiros, pero aun más gracia me hace la caracterización del hombre como una especie de indígena extasiado ante la diosa del amor, tan inocente que parece tonta, o un individuo con la cabeza fundida por el consumo de pornografía. ¡Cómo están las cabezas, mamma mía!