Nadie podía imaginar que el número de septiembre de 1929 de la revista estadounidense Black Mask iba a tener tanta trascendencia. Aquello era un pulp, es decir, una publicación impresa en el papel de la peor calidad, con una impresión infame y destinada al mero entretenimiento de quien no se podía permitir (ni económica ni intelectualmente) nada mejor, pues sólo valía 20 centavos de dólar. Aunque la revista llevaba en los kioscos desde abril de 1920, a partir de aquella edición entraría en la leyenda. La imagen de la portada mostraba un hombre con sombrero de ala ancha, mandíbula cuadrada y sonrisa entre malévola y socarrona que disparaba hacia el espectador ocultando la pistola tras las páginas de un periódico. Aunque todos ahora vemos la cara de Humphrey Bogart, aquella ilustración de Henry C. Murphy mostraba por primera vez el rostro de Sam Spade, el detective privado creado por Dashiell Hammett que protagonizaba en aquel número la primera de las tres entregas del génesis del hardboiled norteamericano y, por extensión, de toda la novela negra posterior en todas sus múltiples e inabarcables variantes. Era El halcón maltés.
Una de las preguntas más recurrentes (y también más temidas) por parte de los escritores de novela negra es, precisamente, cuando nos interrogan sobre qué es eso. Lo normal es que, alrededor de una mesa, los interpelados nos miremos con un arqueo de cejas y que cada uno responda lo que buenamente pueda no sin antes advertir que la respuesta completa podría durar horas sin llegar, además, a ninguna conclusión. Y todo ello en el caso de que aquello no acabe en un tiroteo. Y es que, con la novela negra pasa lo que no pasa en otros ámbitos: nadie discute qué es o qué no es una novela histórica, romántica, de terror o de ciencia-ficción. Y por supuesto, el debate jamás se aplica a la novela a secas —sin apellido notorio— porque para eso es “narrativa”, y por eso tiene tanta consideración por parte de la crítica en un privilegio del que no goza la “literatura de género” (otro epíteto que a duras penas disimula el desprecio contenido en esas tres palabras como si lo de “género” sea sinónimo de escasa calidad).
Y aquí es donde la cosa se calienta. A los escritores de novela negra se nos pregunta qué es novela negra porque hay muchos festivales de novela negra (cosa que no ocurre tanto con otras temáticas) y por eso hay quien dice que estamos en una edad de oro del género y otros, menos complacientes, hablan sin remilgos de una ‘burbuja’ que estallará de la misma forma que ya ocurrió con la novela histórica, con las de vampiros o con la novela erótica. Es evidente que la Literatura, como cualquier otra cosa, no es ajena a las modas y lo más fascinante de todo es que nadie sabe (aunque hay miles de teorías al respecto) por qué unas historias tienen más éxito que otras según unos patrones que nadie sabe a ciencia cierta cómo funcionan.
La historia de la Literatura está llena de espectaculares metidas de pata (a J.K. Rowling, por ejemplo, le rechazaron más de una docena de veces su historia sobre un niño-mago porque los editores decían que no veían a quién podía interesar las aventuras de un tal Harry Potter), de enormes e inesperados éxitos que nadie esperaba como 50 sombras de Grey y también de sonoros fracasos de autores más que consagrados que no conseguían dar con la diana del público a pesar de haberlo hecho otras veces. La novela negra, ahora mismo, parece vivir, como decía antes, algo parecido a una edad de oro o, como dijo no ha mucho un escritor de mucho nivel literario y muy pocos lectores de cuyo nombre no me voy a acordar, es que la novela negra ya es la nueva peste negra a la que se parece, incluso, en que causa muchos muertos. Ante cosas así, lo mejor es invocar a una autoridad en la materia como es el librero Paco Camarasa. Decía Camarasa, ex comisario del festival Barcelona Negra y propietario de la tristemente cerrada librería ‘Negra y Criminal’ de la Ciudad Condal que el desprecio por la novela negra da la razón a dos grandes maestros de la Literatura Universal como Borges y Bioy Casares cuando decían que “cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio (…) Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano que considera que un acto puramente agradable no puede ser meritorio”.
El género negro —que aún no he definido, soy consciente de ello— está hecho para el entretenimiento y, de paso, cumple otras muchas funciones pero, en estos tiempos donde la oferta de ocio es la mayor de la Historia de la Humanidad, una novela no puede pretender ser otra cosa que lo que en realidad es: un modo agradable de vivir otras vidas, otras situaciones, aprender algo por el camino (mucho o poco) y entretenerse las más de las veces. Hay quien entiende que la Literatura debe ser siempre grave, trascendente, pesada y, en definitiva, un peñazo. Por eso, yo reivindico, como escritor, el papel del contador de historias, del chamán que, a la luz de las hogueras en las cuevas, fabulaba nuevos mundos que ayudaran a entender éste; del trovador que entonaba cantares de gesta de damas, caballeros y dragones; del anónimo pícaro que enseñaba las vergüenzas de su época escondido en la voz de Lázaro de Tormes o de los miles de escritores o guionistas que nos han contado mil y una aventuras de todo tipo. Algunas nos han servido sólo para entretenernos, de otras hemos aprendido algo y habrá muchas más que sólo habrán supuesto una monumental pérdida de tiempo. Aún así, si lo pensamos bien, los seres humanos llevamos siglos contándonos cuentos unos a otros y lo único que ha ido cambiando es el formato. Por esa razón hemos evolucionado desde los mitos susurrados a la luz de la lumbre al videojuego y del Mester de Juglaría a la serie de televisión.
Antiguas historias de amor y muerte
Aquel número de Black Mask de hace 88 años que alumbró por primera vez a Sam Spade marcó una senda completamente nueva en cuanto a formas, pero no respecto al fondo. De todos los cuentos, de todas las historias, entre las más atractivas siempre hay dos elementos fundamentales que se repiten de manera obsesiva desde hace siglos: el amor y la muerte. O, en sus versiones más extremas –y por tanto, más atrayentes– el sexo y el asesinato. Los humanos, más que animales sociales, somos animales de relatos. Necesitamos la narración y el cuento del que nacerán el mito, la leyenda e incluso la religión, el dogma, los valores y las leyes para entender por qué demonios estamos aquí. Por eso no es de extrañar que haya sido con un libro con el que, casi, hemos construido una civilización.
Me refiero, claro, a la Biblia. No se me negará que, al menos en lo que al Antiguo Testamento se refiere, el sagrado mamotreto está lleno de robos, asesinatos, violaciones, matanzas y genocidios. Es más, ya en su primera parte, el Génesis, aparece el primer homicidio de la Historia de la Humanidad —cuando Caín revienta a Abel— y su investigación por parte de las autoridades o, por decirlo mejor, por parte de la única autoridad que había entonces: Dios. Es uno de los cuentos más antiguos de la Humanidad y, mira por dónde, también es la primera resolución de un caso de asesinato aunque, en esta ocasión, como el investigador es Dios, la verdad se averigua enseguida. Se lo recuerdo: cuando Dios le pregunta a Caín dónde está Abel, el, hasta ese momento, presunto asesino le contesta aquello de: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? a lo que Dios le responde: ¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano clama desde el suelo. Ahora estás maldito y la tierra, que abrió su boca para recibir la sangre de tu hermano rechazará tu mano. Como puede verse, el mismo Dios aporta la prueba de cargo para resolver el caso y eso que, como Todopoderoso, ya lo sabía con anterioridad, pero aún así muestra la evidencia ante el sospechoso que, como no podía ser de otra manera, confiesa.
También en la Biblia podemos encontrar otro par de relatos donde se resuelve un misterio, no gracias a la intervención divina, sino gracias a la inteligencia de un investigador que no es cualquiera, sino un profeta. En el Libro de Daniel hay dos historias que convierten a Daniel (cuyo nombre en hebreo quiere decir Dios es mi juez) en uno de los primeros detectives de la Historia.
La primera fábula es la conocidísima de Susana y los viejos. Susana es una bella judía que vive en el exilio de Babilonia cuando es sorprendida por dos ancianos mientras se baña. Como no consiente en acostarse con ellos, los ancianos le acusan de adulterio y es condenada a morir lapidada. Cuando camina hacia su terrible ejecución, el profeta Daniel, entonces un niño, detiene el cortejo e interroga a los dos viejos pervertidos que caen en numerosas contradicciones y se revela así la falsedad de su testimonio, por lo que son ellos los condenados a muerte. En otro relato del Libro Profético, Daniel —ya adulto— desenmascara a los sacerdotes del dios Bel, a quien el pueblo entregaba comida y bebida cada noche como tributo y que, según ellos, era consumida por la divinidad. Cada noche, las ofrendas desaparecían misteriosamente, pero un día, Daniel espolvorea harina en el suelo del templo y a la mañana siguiente, las huellas en el piso y los restos de polvo blanco en las suelas de las sandalias de los sacerdotes revelan el engaño. Aquí, no hay intervención de Dios, sino que es el ingenio de un hombre el que deshace el misterio.
Aún podemos recordar otro relato antiquísimo con el mismo tono. Me refiero a la tragedia de Sófocles Edipo Rey, escrita en torno al año 430 antes de Cristo. Edipo gobierna Tebas y sobre la ciudad ha caído la peste. El monarca hace que se consulte al oráculo de Delfos que revela que la urbe ha sido castigada porque la sangre del rey anterior, Layo, que fue asesinado, no ha sido vengada y que, además, un gran pecado, como el incesto, se está cometiendo. Edipo organiza una investigación que revela —con gran estupor— que el asesino de Layo es él mismo que no sólo mató a su padre sino que, además, se casó con su madre, Yocasta. Y todo eso en una estructura circular que, como lector me maravilla, pero que como escritor me causa cierta depresión al comprobar que todo está ya inventado y contado desde hace tantísimo tiempo.
Podemos comprobar así que las historias sobre la muerte violenta espolean la imaginación desde los albores de la Historia y lo siguen haciendo. Uno de los escritores franceses de más éxito en la actualidad, Pierre Lemaitre escribe en su novela Irène lo siguiente: “El éxito de la literatura policiaca demuestra hasta qué punto el mundo necesita de la muerte. Y del misterio. El mundo persigue esas imágenes no porque necesite imágenes. Porque sólo tiene eso. Aparte de los conflictos bélicos y de las increíbles carnicerías gratuitas que la política ofrece a los hombres para calmar la inagotable necesidad de muerte ¿qué tienen? Imágenes. El hombre se nutre de imágenes de muerte porque tiene hambre de muerte. Y sólo los artistas pueden aplacarla. Los escritores escriben sobre la muerte para los hombres a los que les hace falta la muerte; crean dramas para calmar su necesidad de dramas. El mundo quiere siempre más”. Y de eso hablaremos la semana que viene.
(Continuará…)
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