La escritora navarra Susana Rodríguez Lezaun abandona momentáneamente el suspense para publicar una novela ambientada en el antes y el después de la guerra de Yugoslavia. En ella nos muestra a unos personajes que, devastados por el conflicto, buscan encontrar un sentido al futuro.
En este making of Susana Rodríguez Lezaun desvela los motivos que le han llevado a escribir Mañana acabará todo (Navona).
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En el otoño de 1992, acababa de estrenar mi primer contrato como ayudante de redacción en un periódico, después de terminar la carrera de Periodismo pocos meses antes. Tras dos veranos de prácticas en el Diario de Soria, sus responsables decidieron ofrecerme un contrato de seis meses que yo acepté sin dudar.
La televisión era nuestro escaparate al mundo. A través de la pequeña pantalla, y gracias a los fantásticos reporteros que teníamos entonces (y que seguimos teniendo) en este país, asistimos a los grandes acontecimientos de la época, algunos especialmente dramáticos. Como la guerra de los Balcanes.
Francotiradores. Bombas. Tanques. Campos de concentración. Cadáveres en las calles. Caravanas de gente que huía entre lágrimas, dejando atrás toda su vida. Dolor. Mucho dolor. Y todo tan conocido por todos, tan repetido en el tiempo y en el espacio, en cualquier rincón del mundo.
De pronto, tu lugar de nacimiento o tu religión podía convertirse en tu sentencia de muerte. Lo que las víctimas de la barbarie contaban ante las cámaras de televisión era terrible, aterrador. Increíble. La violación de mujeres se convirtió en un arma de guerra más. Y lo contaban a la cámara.
Zagreb o Sarajevo están más cerca de Pamplona que Las Palmas de Gran Canaria. Estábamos hablando de un país europeo, avanzado, moderno, que de pronto estaba sumido en una guerra terrible.
Como decía, en el otoño de 1992 yo había empezado a trabajar en un periódico de Soria. Un día de noviembre, la guerra de los Balcanes se acercó aún más a mí cuando nos anunciaron que estaba a punto de llegar un pequeño contingente de refugiados bosnios y macedonios a la ciudad. Me asignaron la noticia y acudí con un fotógrafo (Fernando Santiago, qué gran fotógrafo) al Hospital Virgen del Mirón, donde rápidamente habilitaron una planta para acoger a las treinta y siete personas de todas las edades que llegaron aquella tarde.
Recuerdo sus caras. Nos miraban atónitos, aturdidos, incrédulos. Parecían desorientados, un poco asustados y muy preocupados, además de agotados.
Desde el primer momento recibieron atención médica y psicológica y comenzó a hablarse de su futuro lejos de la guerra. Proyectos, planes y grandes palabras. Ya sabéis, todo lo que les gusta tanto a los políticos, que por una vez se sentían como el mejor samaritano del mundo.
Recuerdo a la traductora que viajó con ellos. No su nombre, pero sí su cariño y su empatía hacia todas aquellas personas. Como acababa de llegar al periódico, no tenía tarjetas de visita con mi nombre, así que le anoté en un papel mi número de teléfono particular y el de la redacción. Hablábamos de vez en cuando y empezamos a pensar en organizar algún acto benéfico para recaudar fondos. La idea era que todas esas personas tuvieran un colchón económico con el que contar cuando la ayuda institucional se acabara (la partida presupuestaria contemplaba seis meses de acogimiento. La guerra duró diez años).
El 22 de noviembre de 1992, el teléfono de mi casa empezó a sonar bastante tarde. Al otro lado de la línea, la traductora lloraba y hablaba con voz entrecortada. Me contó que Sabina, una de las refugiadas bosnias, se había quitado la vida.
Sabina estaba sentada con el resto de los refugiados en las dependencias del hospital. Sin decir nada, se levantó, caminó hacia el hueco de la escalera y saltó. Murió poco después. Tenía treinta y siete años y había llegado a España con su madre y sus dos hijos.
Lo que no me cabía en la cabeza era cómo había decidido suicidarse ahora que estaba a salvo, que ya nada la amenazaba, que lo peor había pasado, que nada malo podía sucederle. Le di vueltas mucho tiempo, hasta que supe que Sabina había sido testigo de cómo degollaban a nueve miembros de su familia en Foča, su localidad natal, en Bosnia. Entonces comprendí que los fantasmas siempre te acompañan, viven en tu mente, detrás de tus ojos, y Sabina los veía día y noche, siempre el mismo horror, con los ojos abiertos o cerrados, y no podía más.
Sabina saltó porque era incapaz de asumir lo que había vivido, porque no entendía que alguien pudiera acabar con la práctica totalidad de su familia solo por su nacionalidad, por su idioma, por su religión. Eran sus vecinos quienes le infligieron tanto dolor, los mismos con los que llevaba toda la vida conviviendo. Pero eran de otra nacionalidad, de otra religión.
El absurdo es inasumible. Lo fue para Sabina, que sigue en Soria, enterrada en el pequeño cementerio civil que se habilitó rápidamente para acogerla a ella, la primera en ocuparlo. Lo fue para mí entonces, que lloré con la traductora y con el resto de los refugiados, y lo sigue siendo hoy.
El salto de Sabina, su incapacidad para superar el terror tras sus ojos, fue la semilla de esta novela. No es su historia, pero de alguna manera lo es.
La guerra de los Balcanes, como todas las guerras, son el mayor sinsentido que el ser humano es capaz de cometer. Esta novela es por y para Sabina, y para todas las Sabinas de todas las guerras de la historia.
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Autora: Susana Rodríguez Lezaun. Título: Mañana acabará todo. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros.
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Qué hermoso artículo… Lo disfruté y me emocionó la historia de Sabina hasta las lágrimas. Mi admiración total a su autora.