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La novicia

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, VII: LA NOVICIA

El invierno estaba resultando más largo y crudo de lo habitual. A través de los vanos, el mundo parecía blanco y muerto tras la espesa niebla. El lamento de los lobos estremecía la noche. Un viento de cuchillo soplaba en los corredores. Las baldosas estaban heladas. El agua de la pila amanecía dura y quebradiza. La oscuridad se cernía sobre la tierra y los días se sucedían, uno tras otro, sin que se distinguiera el alba del ocaso.
En la soledad de su celda, Natalie rezaba. Lo hacía, como cada día, sin pasión, sin fe, como un gesto mecánico en el que no se piensa. Acababa de cumplir los diecinueve años. Su padre, un hombre poseído por el fervor religioso, la había encerrado entre aquellos muros de por vida, hacía ya siete interminables inviernos. Las religiosas, a las que ella imaginara en su niñez entrañables mujeres escogidas por Dios para hacer el bien, habían resultado gélidas, malvadas, inquisidoras, podridas de rencor y de celos. Y Natalie, abandonada y vencida, rogaba al Creador para que la dejara morir. Porque morir era su única opción de ser libre, de escapar de Santa Úrsula, del frío insoportable y del terror.
Pauline era su único consuelo. Una novicia rubia como una espiga, inclinada a la sonrisa e incapaz de un mal pensamiento. Cada noche, la dulce muchacha la visitaba en su celda, distrayendo su melancolía con leyendas de aparecidos, almas en pena, trasgos maliciosos y horrendas bestias que se llevaban a las niñas díscolas de sus camas. Como aquella, la del cuento, la que se negó a aceptar el matrimonio que su padre le concertara y cometió la osadía de invocar al Príncipe de las Tinieblas para burlar su destino. Al final de la truculenta historia, un anciano juraba haber visto a la joven en brazos de un monstruo enorme y peludo, con los ojos como ascuas, garras, pezuñas y espantosos colmillos, que corría lanzando aullidos por el bosque… No había quien se creyera los disparates de Pauline. Y, sin embargo, Natalie habría querido que fueran tan ciertos como el frío que le mordía los huesos.

Aquella noche, cuando se hubo quedado sola, caminó hasta el centro de su celda y permaneció allí, temblando, con los pies descalzos sobre la piedra, repitiendo incesante un ruego desesperado. “Lucifer, llévame contigo. Amado Príncipe, libérame de mi encierro…”. Cuando escuchó el ronco gruñido a sus espaldas, fue como si un puño se cerrara sobre su vientre. Se giró muy despacio y vio los ojos de la Bestia, rojos en la oscuridad. No sintió miedo. Allí estaba, por fin, su único Amo. Había venido a rescatarla.
Las religiosas la buscaron hasta en el último rincón del convento. Fue como si se la hubiera tragado la tierra. Pauline entró en un estado de enajenación, jurando que la Bestia se había llevado a Natalie y que, a buen seguro, terminaría yendo también a por ella. Harta de tales desvaríos, la Madre Abadesa decidió encerrarla y mantenerla a pan y agua, convencida de que las privaciones y la oración devolverían la cordura a la novicia.
Durante cuatro días con sus noches, los alaridos de Pauline estremecieron a las religiosas. Pese a las súplicas de todas ellas, la Madre Abadesa no claudicó. Había visto muchos casos de histeria a lo largo de su vida y sabía, por experiencia, que todos se debían a la debilidad del carácter. La piedad, en tales casos, no resultaba beneficiosa.

La quinta noche sobrevino el silencio, y fue aún más aterrador que los chillidos. Al amanecer, un cortejo de atribuladas monjas se encaminó hacia la aislada celda de la penitente. La encontraron encogida en su humilde catre, los ojos desorbitados de terror, el cabello encanecido por completo. Ni siquiera la propia Abadesa, con su fuerza de jornalero, puedo abrirle los dedos engarfiados para quitarle el crucifijo.

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