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La nueva carne

Emilia Perez, la última película de Jacques Audiard, pretende romper con la historia del cine y también con la Historia con mayúsculas. Quiere apartarse de ambas porque seguramente recela de su capacidad para seguir generando imágenes útiles, imágenes que no se conformen con ser únicamente imágenes y que aspiren a ser imágenes únicas. Eso no quiere decir que prescinda de la realidad y la ficción, solo que las necesita al mismo tiempo, mezcladas en bizarra combinación. Trata el tema del narcotráfico pero desde una perspectiva trans. ¿Trans? Para empezar, su protagonista no se llama Emilia Perez desde el principio; en los primeros minutos de la película la conocemos como Juan Del Monte, alias Manitas. No es una mujer, es un hombre. Y no es un hombre cualquiera, es un peligroso narcotraficante, aunque también es un marido y padre feliz. Cuando contrata a una abogada, lo hace para que le ayude en su transición hasta convertirse en mujer y luego en una comprometida trabajadora social, centrada en los casos de jóvenes que desaparecen o caen en las redes de las drogas.

Juan puede prescindir de sí mismo, convertido en Emilia, lo que no puede hacer es prescindir de sus hijos y del pack que forman con su mujer. Tampoco prescinde ni de su dinero ilícito ni de la vida de lujo asociada a él, pese a ser fruto de todo lo que ha dejado atrás. Por desgracia, el pasado nunca nos abandona por completo y muy pronto alguien viene a pasar la factura a Emilia. Claro que esa es otra historia. Lo que nos interesa llegados a este punto es cómo funciona la película para resultar eficaz, si tiene desarticulados los mecanismos del cine narco e incluso los del drama, gracias al carácter soñador de la protagonista. La película, no obstante, se propulsa y avanza porque en el fondo es un musical y cada cierto tiempo sus imágenes cobran vitalidad con buenas canciones y buenos bailes. Así, las imágenes no resultan nunca ni absurdas ni cómicas ni demasiado artificiosas, aun cuando sobre ellas se ha realizado una «operación» que las ha convertido en algo diferente de lo que parecen ser. Juan Del Monte quiere ser Emilia, el narcotraficante quiere ser un trabajador social, lo malo es que los cambios se acaban ahí y muchas otras cosas se quedan como estaban, convirtiéndose así en elementos anómalos y desestabilizadores. El mundo cambia en apariencia si cambia de sexo, pero la violencia sigue siendo igual.

"Una de las primeras cosas que aprendemos sobre ella es que se parece al Joseph K de Franz Kafka porque su nombre se puede simplificar pero su identidad no"

Esa operación trans de Emilia Perez está detrás de la novela Biografía de X, de Catherine Lacey. No es una biografía al uso, es una ficción con elementos reales, muchos de ellos autobiográficos, aunque la novela no trate sobre su autora sino sobre un personaje irreal. Vaya por delante, en la edición de Alfaguara al comienzo hay una página de créditos donde aparece Catherine Lacey como autora y el año de la primera edición en inglés es el 2023, con traducción al castellano de Núria Molines Galarza; y varias páginas en negro después vuelve a aparecer otra página con los créditos de la novela, pero esta vez la autora es C. M. Lucca y el año de edición es el 2005, con traducción al castellano de Marion Saralegui Lanz. ¿Quién es, por tanto, la autora? ¿Acaso ya solo es un personaje desplazado más, al borde de la ficción? ¿Escribimos ahora sobre géneros mutantes que se escapan de nuestro control y en los que posiblemente incluso nosotros somos los principales personajes? Al pensar en estas preguntas, recuerdo las palabras de J. G. Ballard cuando decía que «vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La actual tarea del escritor es inventar la realidad».

Pero vayamos por partes: X ya ha muerto cuando comienza la novela de Catherine Lacey. Una de las primeras cosas que aprendemos sobre ella es que se parece al Joseph K de Franz Kafka porque su nombre se puede simplificar pero su identidad no. A lo largo de su vida, X fue Bee Converse (y se dedicó a hacer música), Clyde Hill (novelista), Martina Riggio (editora de libros feministas), Cassandra Edwards (una de las autoras a quienes publicaba Martina Riggio) y Yarrow Hall (cineasta). También fue otras personas. Con todas ellas en una ocasión organizó una exposición donde las definía como performances, partes de ella misma adonde ella misma no podía llegar, partes que solo podía interpretar, de manera similar a un actor cuando se hace cargo de un papel impenetrable (pongamos el de cualquier asesino en serie) y que aun así es capaz de hacerlo creíble. X no supo nunca dónde estaba la frontera entre la realidad y el arte, entre su yo real y sus identidades artísticas ficticias. Más que un rostro, tuvo una máscara; más que un ser de carne y hueso, fue una invención. Ella misma reconoce que, «porque soy una artista, mi imagen siempre me antecederá. Soy una artista, soy una representación, me parece que esa es la razón por la que la gente cree que me estoy dirigiendo en una pequeña peliculita, de argumento diminuto.»

"Lo cierto es que C. M. Lucca fue toda su vida una don nadie o, lo que es peor, alguien a la sombra de otra persona con más talento, más dinero o más lo que fuese"

Lacey sabe que en una biografía hay un punto ciego, que suele ser el de la voz narrativa, la persona que escribe, a menudo desde la ausencia y la objetividad. Antes era así: ausencia (o distancia) = objetividad; hoy preferimos la subjetividad de quienes no mantienen las distancias y son parte de las historias, porque a ellos podemos juzgarlos como nos juzgaríamos a nosotros mismos, podemos solidarizarnos con sus odios y rechazos o disentir de sus opiniones y extravagancias. Los narradores en tercera persona caen en la omnisciencia con demasiada facilidad, a veces sin que nos demos cuenta, y suelen sentar cátedra incluso sin que se lo pidamos. Por eso Catherine Lacey deja bien claras las equivocaciones de C. M. Lucca, la narradora del libro y la última esposa de X. Su voz avanza a tientas, sin un sentido cronológico del tiempo, con continuas idas y venidas, reiteraciones y preguntas, a la manera de Joan Didion, Rachel Cusk o Annie Ernaux, autoras de textos autobiográficos escritos con estrategias biográficas, para establecer en ellos un distanciamiento que los hace ambiguos, misteriosos. En principio, C. M. Lucca no habría escrito el libro que nosotros leemos de no haber sido por Theodore Smith, que antes había escrito una biografía de X no autorizada que tituló Una mujer sin historia. Nunca sabremos si C. M. Lucca ha escrito el libro que nosotros leemos para corregir a Theodore Smith y restaurar la imagen de X que este le había proporcionado, no muy halagüeña; o si lo ha escrito por ella misma, porque Smith apenas la tenía en cuenta y la describía en dos o tres pinceladas en su propio libro. Lo cierto es que C. M. Lucca fue toda su vida una don nadie o, lo que es peor, alguien a la sombra de otra persona con más talento, más dinero o más lo que fuese. Así que Biografía de X, su libro y no el de Catherine Lacey, bien podría entenderse como una especie de venganza en nombre de todas las esposas y todos los esposos de grandes escritoras y escritores, de grandes artistas, de gente con la fuerza, el talento y el carisma para borrar a cuantos estuviesen a su alrededor, convertidos en «nadas y nadies» sin importancia.

Dicho todo esto, ¿cuál es la identidad del arte?, ¿la del artista o su obra? Catherine Lacey nos viene a decir que, si detrás de un cuadro o una novela hay alguien, jamás llegaremos a saber a quién nos referimos. Algo similar nos lo dijo en literatura el modernismo y en el arte Marcel Duchamp. Para buscar un referente en el mundo del cine, basta con detenerse en Ciudadano Kane, de Orson Welles. El siglo XIX, con el psicoanálisis, abrió continentes inexplorados en los seres humanos y los convirtió en los enigmas que hasta entonces rara vez habían sido. De ahí es de donde emerge X, aunque lo haga asimismo de la historia de la literatura y de modelos como el Orlando de Virginia Woolf, El bosque de la noche de Djuna Barnes o la Autobiografía de Alice B. Toklas de Gertrude Stein. X, no obstante, también es el resultado de todos los personajes masculinos de la historia de la literatura y de la historia del arte en general, es el resultado de una necesidad y a la vez de una incertidumbre. El libro de Catherine Lacey se pregunta qué es una mujer y cómo siente las cosas, por eso adopta todos los recursos posibles de la ficción y se bate en duelo con el enorme vacío que la precede, con los huecos entre los ejemplos mencionados, que son obras maestras pero no las suficientes para normalizar lo femenino en la literatura. Lacey acude a referencias reales y ficticias, mezclándolas. Menciona a David Bowie, libros reales como After Kathy Archer de Kris Kraus o a la anarquista Emma Goldman, igual que se inventa referencias bibliográficas como lo habría hecho Jorge Luis Borges, y crea a políticos o a artistas cuya vida y obra solo pueden encontrarse en las páginas de Biografía de X. Algunas de las fotografías que aparecen en el libro son de la propia autora, que aun así las utiliza para mostrar a X en el curso de una performance, e incluso algunas de las citas están extraídas de novelas anteriores de Lacey.

"La vida de X se acaba en 1996, sin que durante su vida la homosexualidad entre mujeres u hombres sea un tema de demasiado calado, de manera que apenas tiene importancia en la historia; tampoco que una mujer abandone a su marido y se vaya con una mujer"

Apoyándose en los elementos reales, los cimientos de la ficción a lo largo del libro resultan cuando poco frágiles. Lo real nos hace partícipes, nos introduce en la trama, difuminándose de esa manera la frontera entre lo que es y lo que no es. Tal es la autoridad que a veces consigue la ficción, sobre todo en casos como Biografía de X, escrito con la ambición de todos los escritores estadounidenses cuando persiguen la gran novela estadounidense, como sucede con Fortuna de Hernán Díaz o Los destrozos de Bret Easton Ellis. El libro de Lacey, de hecho, es el mejor de los tres o al menos a mí me lo parece y me lo parece porque, no conforme con convertirse en una historia en continua expansión en direcciones diferentes, entra en el terreno de la ciencia ficción o de la ucronía, estableciendo muros que dividen Estados Unidos en norte y sur, Berlín del resto de Europa, las dos Coreas y muchos otros lugares, con ideologías distintas a cada lado. La vida de X se acaba en 1996, sin que durante su vida la homosexualidad entre mujeres u hombres sea un tema de demasiado calado, de manera que apenas tiene importancia en la historia; tampoco que una mujer abandone a su marido y se vaya con una mujer. El pasado de la ficción, en este caso, no es un pasado real, es un pasado evolucionado, que ve cómo el mundo no ha podido integrarse definitivamente y ha preferido vivir dividido, con incidentes que nos recuerdan a cosas sucedidas no hace mucho en la realidad y que pueden estar preludiando un mundo de muros. Ya no experimentamos un mundo común, viene a decirnos. O quizás lo que quiere decirnos es que las mujeres ya no experimentan el mundo que antes los hombres imponían como único mundo posible. En la novela, el mundo ya no podemos ni debemos aspirar a comprenderlo en su integridad pero aun así podemos describirlo con más precisión si con nuestra escritura llegamos al límite de aquello que sabemos sobre nosotros mismos y desconocemos sobre los demás.

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Autora: Catherine Lacey. Título: Biografía de X. Traducción: Núria Molines Galarza. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.

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